martes, 11 de febrero de 2014

Caimán

  Por Noé Jitrik
El prodigioso Simón Díaz, que le supo dar a la canción llanera venezolana, secundado por el no menos insólito cuatro, un alcance poético que, cuando lo descubrí, me conmovió profundamente, mezcla de sabiduría y sentido del relato, en una de ellas arma una escena que tiene su miga. La resumo brevemente: alguien, cerca de un río, mira a una mujer que, desnuda, se baña sin advertir que la están mirando; como es la esposa de un amigo, el voyeur se limita a apreciar sus formas espléndidas, piel muy blanca, toda hermosura; de pronto ve que un caimán se le acerca sin que ella se dé cuenta y, veloz como el rayo, la empieza a devorar; el voyeur, espantado, no acude en su socorro, sino que corre a avisarle a su amigo que su mujer está en peligro; cuando ambos llegan, ella ya no está, el marido llora y el voyeur le dice que cuente con él para lo que sea que para eso están los amigos.

Además del humor y del encanto con que Díaz la presenta, la escena hace pensar porque alude a un cúmulo de situaciones vividas por todo el mundo y cuyo centro es una repudiable cobardía: ver que algo terrible está por suceder, escurrir el bulto y declararse luego consternado por lo que tal vez se pudo ayudar a evitar.

A partir de ahí un cúmulo de consecuencias. Puedo imaginar la primera, en la calle, ver que alguien cruza sin mirar mientras ruge el tránsito; no le dice nada y un auto se carga al distraído; es probable que el espectador se diga “lo vi venir” y se acerque al cadáver diciendo en voz alta: “¡Qué pena, tan joven!”. También puedo imaginar esta otra escena: alguien está parado en lo alto de un acantilado mirando el mar; detrás, otra persona, tal vez lo odia, tal vez ni siquiera eso pero, al verlo consciente del peligro, no lo hace retroceder, sino que avisa a la policía, o a la familia, que hay un cuerpo en el fondo del abismo. Así, innumerables posibilidades en las que es muy probable que todos hayamos incurrido alguna vez aunque, quizás, ojalá, sin semejantes resultados. Nuestra conciencia tiene la palabra.

Pero esto no termina en esas pocas escenas: se trata más bien de una situación paradigmática y clave que puede registrarse en diversos órdenes de la realidad, aunque siempre hay un sujeto “que sabe pero no avisa” y otro “que no sabe del todo lo que le puede pasar”, como la mujer de la canción, que tal vez podía haber presumido que por ahí andaban caimanes.

¿Es todo? Creo que hay tres posibilidades de entender esta escena a la que llamo “el caimán”. La primera es la que acabo de señalar: uno que mira, ve lo que puede pasar, no actúa y luego, hipócritamente, lo lamenta.

La segunda es la del que todavía no ha visto nada pero que avisa que algo va a suceder; son los diversos profetas, tanto los históricos, bíblicos u otros, o los meros políticos que sostienen que el desastre está esperando en la puerta del país y que quienes deben detenerlo no lo hacen. El caimán, en este caso, es virtual y hasta cierto punto es moral, pero si por casualidad lo que el profeta predijo más o menos se verifica, él no se manifiesta mediante el lamento, sino con la satisfacción del que “yo ya lo había dicho”. Es básicamente el modo en que actúan los llamados medios, periodistas de opinión, expertos de diverso tipo, preferentemente economistas y sociólogos que siempre afirman y que, al igual que los médicos, jamás reconocen que hablaron por hablar o, en el mejor de los casos, que se equivocaron o, más aún, que ya no piensan como lo hicieron antes. También desde luego algunos políticos: hay que reconocer que en este aspecto se ha destacado notablemente la doctora Elisa Carrió, aunque debe haber más ejemplos en diversos lugares del mundo.

La tercera es más complicada y permite volver al lamento posterior: el cobarde originario deviene un traidor que prepara la catástrofe: tiene en la mira un incauto o un débil a quien seduce para que emprenda el camino de su perdición, amasa con cariño las condiciones de la catástrofe y, cuando se produce, no sólo se beneficia, que para eso lo hizo, sino que viene a recoger los restos con la parsimonia de quien no tuvo nada que ver. En esta opción, la literatura, como siempre, se conduce con una riqueza ella sí seductora. ¿No reside en algo semejante la tragedia de Madame Bovary? El vendedor de telas “sabe” que ella no podrá pagar pero le sigue vendiendo hasta que ella, vencida por las deudas, se derrumba con el estrépito que conocemos, que hace que el tendero, que era tan servicial, se ponga moralista y emita grandes y razonables reflexiones, una sobre todo: “Por qué compra ropas caras quien no las podrá pagar”. Esas telas deslumbrantes, que habían maravillado a la incauta Ema, volverán a sus estantes sin haber sido ni siquiera probadas por la desdichada compradora. Y él se dirá: “Yo sabía que esto iba a ocurrir, lo lamento y prometo acompañar a sus deudos a su última morada”. En la obra de Shakespeare hay variantes de esta manera de caimanismo, la más complicada pero también la más perversa porque cala hondo en lo peor del ser humano pero, también, literaria y psicológicamente es la más interesante, las precedentes son en la comparación desdeñables.

Se dirá que el caimán es un ente puramente literario o que se manifiesta sólo en la literatura y, por lo tanto, que éste es un simple tema de amable conversación o de placentera lectura o de arrobada escucha o, en el límite, de diván de psicoanalista puesto que, se sabe, el ser humano es una mezcla indescifrable de lucidez y cobardía. Supongo que es más que eso y que hay innumerables situaciones de esta índole en todos los órdenes de la existencia, desde la del cónyuge que envenena a su pareja mientras, solícito, le da el medicamento salvador, hasta la de los consejeros políticos y los consultores económicos que, a sabiendas, administran el error mientras condenan la situación a la que sus consejos han llevado. Ni hablar, pero de eso hay que hablar, los empresarios.

Precisamente, y sin ir tan lejos, no puedo dejar de vincular la imagen del caimán con lo que ha pasado y pasa invariablemente en la economía de este país, quizá de todos los países, tema sensible y sobre el cual todos opinamos aunque no todos lo padecen. Me refiero a la vertiente de la traición deliberada, la de quienes crean, con diversas maniobras, tormentas de mercado, retenciones de exportaciones, un caimán de grandes dientes que nadan hacia donde pueden comerse a la doncella. Sabiendo perfectamente, porque hay mucha experiencia acumulada, que esas maniobras conducen a una crisis, mientras las están ejecutando y creando las condiciones para que la crisis se produzca, gritan “esto no puede seguir, hay que hacer algo”. Y ese algo en más de una ocasión apeló al patriotismo de un grupo de valientes generales que, alentados por los creadores del caimán, se alzaron para detener la caída al abismo del país a causa de las dificultades que ellos mismos habían creado. De golpe económico a golpe militar. Una nítida unidad conceptual sobre todas las cosas.


Desde hace casi un siglo se sostiene que el país no puede depender de la ganadería, que fue primero, y de la agricultura, que vino luego, pero también se sabe que gracias a ellas, que siempre fueron y son ingentes proveedores, muchas cosas fueron posibles para que pudiera seguir viviendo el país. Sustituir los recursos provenientes del exterior mediante el desarrollo de una industria fue una propuesta sempiterna que en alguna medida cambió algunos parámetros, pero no tanto como para que la agricultura y la ganadería no siguieran siendo los factores decisivos. Podría incluso leerse la historia del país como un conflicto no resuelto entre ambos sectores y, por eso mismo, puede verificarse que el vencedor siempre es el mismo, sabe que de él depende, por ejemplo, que las arcas del Banco Central puedan respaldar todo programa gubernativo, pero retienen las exportaciones, cortan el flujo de dinero y, entretanto, preparan la catástrofe para que, cuando llegue el día final, aparezcan compungidos prometiendo arreglar el desquicio que ellos mismos han generado, con alevosía y traición, exactamente como el tendero de Flaubert. Sólo que, pese a las montañas de cereales –que no son las cantadas “Montañas de oro” de Lugones–, que esperan en la fértil soledad de los campos argentinos anheladas devaluaciones y eliminación de retenciones, el país no es la señora Bovary, no se va a suicidar.

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