Caimán
Por Noé Jitrik
El
prodigioso Simón Díaz, que le supo dar a la canción llanera venezolana,
secundado por el no menos insólito cuatro, un alcance poético que, cuando lo
descubrí, me conmovió profundamente, mezcla de sabiduría y sentido del relato,
en una de ellas arma una escena que tiene su miga. La resumo brevemente:
alguien, cerca de un río, mira a una mujer que, desnuda, se baña sin advertir
que la están mirando; como es la esposa de un amigo, el voyeur se limita a
apreciar sus formas espléndidas, piel muy blanca, toda hermosura; de pronto ve
que un caimán se le acerca sin que ella se dé cuenta y, veloz como el rayo, la
empieza a devorar; el voyeur, espantado, no acude en su socorro, sino que corre
a avisarle a su amigo que su mujer está en peligro; cuando ambos llegan, ella
ya no está, el marido llora y el voyeur le dice que cuente con él para lo que
sea que para eso están los amigos.
Además del
humor y del encanto con que Díaz la presenta, la escena hace pensar porque
alude a un cúmulo de situaciones vividas por todo el mundo y cuyo centro es una
repudiable cobardía: ver que algo terrible está por suceder, escurrir el bulto
y declararse luego consternado por lo que tal vez se pudo ayudar a evitar.
A partir de
ahí un cúmulo de consecuencias. Puedo imaginar la primera, en la calle, ver que
alguien cruza sin mirar mientras ruge el tránsito; no le dice nada y un auto se
carga al distraído; es probable que el espectador se diga “lo vi venir” y se
acerque al cadáver diciendo en voz alta: “¡Qué pena, tan joven!”. También puedo
imaginar esta otra escena: alguien está parado en lo alto de un acantilado
mirando el mar; detrás, otra persona, tal vez lo odia, tal vez ni siquiera eso
pero, al verlo consciente del peligro, no lo hace retroceder, sino que avisa a
la policía, o a la familia, que hay un cuerpo en el fondo del abismo. Así,
innumerables posibilidades en las que es muy probable que todos hayamos
incurrido alguna vez aunque, quizás, ojalá, sin semejantes resultados. Nuestra
conciencia tiene la palabra.
Pero esto no
termina en esas pocas escenas: se trata más bien de una situación paradigmática
y clave que puede registrarse en diversos órdenes de la realidad, aunque
siempre hay un sujeto “que sabe pero no avisa” y otro “que no sabe del todo lo
que le puede pasar”, como la mujer de la canción, que tal vez podía haber
presumido que por ahí andaban caimanes.
¿Es todo?
Creo que hay tres posibilidades de entender esta escena a la que llamo “el
caimán”. La primera es la que acabo de señalar: uno que mira, ve lo que puede
pasar, no actúa y luego, hipócritamente, lo lamenta.
La segunda
es la del que todavía no ha visto nada pero que avisa que algo va a suceder;
son los diversos profetas, tanto los históricos, bíblicos u otros, o los meros
políticos que sostienen que el desastre está esperando en la puerta del país y
que quienes deben detenerlo no lo hacen. El caimán, en este caso, es virtual y
hasta cierto punto es moral, pero si por casualidad lo que el profeta predijo
más o menos se verifica, él no se manifiesta mediante el lamento, sino con la
satisfacción del que “yo ya lo había dicho”. Es básicamente el modo en que
actúan los llamados medios, periodistas de opinión, expertos de diverso tipo,
preferentemente economistas y sociólogos que siempre afirman y que, al igual
que los médicos, jamás reconocen que hablaron por hablar o, en el mejor de los
casos, que se equivocaron o, más aún, que ya no piensan como lo hicieron antes.
También desde luego algunos políticos: hay que reconocer que en este aspecto se
ha destacado notablemente la doctora Elisa Carrió, aunque debe haber más
ejemplos en diversos lugares del mundo.
La tercera
es más complicada y permite volver al lamento posterior: el cobarde originario
deviene un traidor que prepara la catástrofe: tiene en la mira un incauto o un
débil a quien seduce para que emprenda el camino de su perdición, amasa con
cariño las condiciones de la catástrofe y, cuando se produce, no sólo se
beneficia, que para eso lo hizo, sino que viene a recoger los restos con la
parsimonia de quien no tuvo nada que ver. En esta opción, la literatura, como
siempre, se conduce con una riqueza ella sí seductora. ¿No reside en algo
semejante la tragedia de Madame Bovary? El vendedor de telas “sabe” que ella no
podrá pagar pero le sigue vendiendo hasta que ella, vencida por las deudas, se
derrumba con el estrépito que conocemos, que hace que el tendero, que era tan
servicial, se ponga moralista y emita grandes y razonables reflexiones, una
sobre todo: “Por qué compra ropas caras quien no las podrá pagar”. Esas telas
deslumbrantes, que habían maravillado a la incauta Ema, volverán a sus estantes
sin haber sido ni siquiera probadas por la desdichada compradora. Y él se dirá:
“Yo sabía que esto iba a ocurrir, lo lamento y prometo acompañar a sus deudos a
su última morada”. En la obra de Shakespeare hay variantes de esta manera de
caimanismo, la más complicada pero también la más perversa porque cala hondo en
lo peor del ser humano pero, también, literaria y psicológicamente es la más
interesante, las precedentes son en la comparación desdeñables.
Se dirá que
el caimán es un ente puramente literario o que se manifiesta sólo en la
literatura y, por lo tanto, que éste es un simple tema de amable conversación o
de placentera lectura o de arrobada escucha o, en el límite, de diván de
psicoanalista puesto que, se sabe, el ser humano es una mezcla indescifrable de
lucidez y cobardía. Supongo que es más que eso y que hay innumerables
situaciones de esta índole en todos los órdenes de la existencia, desde la del
cónyuge que envenena a su pareja mientras, solícito, le da el medicamento
salvador, hasta la de los consejeros políticos y los consultores económicos
que, a sabiendas, administran el error mientras condenan la situación a la que
sus consejos han llevado. Ni hablar, pero de eso hay que hablar, los
empresarios.
Precisamente,
y sin ir tan lejos, no puedo dejar de vincular la imagen del caimán con lo que
ha pasado y pasa invariablemente en la economía de este país, quizá de todos
los países, tema sensible y sobre el cual todos opinamos aunque no todos lo
padecen. Me refiero a la vertiente de la traición deliberada, la de quienes
crean, con diversas maniobras, tormentas de mercado, retenciones de
exportaciones, un caimán de grandes dientes que nadan hacia donde pueden
comerse a la doncella. Sabiendo perfectamente, porque hay mucha experiencia
acumulada, que esas maniobras conducen a una crisis, mientras las están
ejecutando y creando las condiciones para que la crisis se produzca, gritan
“esto no puede seguir, hay que hacer algo”. Y ese algo en más de una ocasión
apeló al patriotismo de un grupo de valientes generales que, alentados por los
creadores del caimán, se alzaron para detener la caída al abismo del país a
causa de las dificultades que ellos mismos habían creado. De golpe económico a
golpe militar. Una nítida unidad conceptual sobre todas las cosas.
Desde hace
casi un siglo se sostiene que el país no puede depender de la ganadería, que
fue primero, y de la agricultura, que vino luego, pero también se sabe que
gracias a ellas, que siempre fueron y son ingentes proveedores, muchas cosas
fueron posibles para que pudiera seguir viviendo el país. Sustituir los
recursos provenientes del exterior mediante el desarrollo de una industria fue
una propuesta sempiterna que en alguna medida cambió algunos parámetros, pero
no tanto como para que la agricultura y la ganadería no siguieran siendo los
factores decisivos. Podría incluso leerse la historia del país como un
conflicto no resuelto entre ambos sectores y, por eso mismo, puede verificarse
que el vencedor siempre es el mismo, sabe que de él depende, por ejemplo, que
las arcas del Banco Central puedan respaldar todo programa gubernativo, pero
retienen las exportaciones, cortan el flujo de dinero y, entretanto, preparan
la catástrofe para que, cuando llegue el día final, aparezcan compungidos
prometiendo arreglar el desquicio que ellos mismos han generado, con alevosía y
traición, exactamente como el tendero de Flaubert. Sólo que, pese a las
montañas de cereales –que no son las cantadas “Montañas de oro” de Lugones–,
que esperan en la fértil soledad de los campos argentinos anheladas
devaluaciones y eliminación de retenciones, el país no es la señora Bovary, no
se va a suicidar.
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