el cambio de coches de la linea a
"La memoria de la ciudad no es un parque temático con cada segmento de su pasado"
La escritora, habitual usuaria de subte, compartió con PERFIL el último día de los centenarios vagones belgas que desde el viernes quedaron fuera de servicio. En su crónica cuestiona la necesidad de muchos de “reservar el espacio público para un desván nostálgico” y explica que “toda ciudad moderna es eso: capas de renovación hecha posible por capas de olvido”.
Viernes a mediodía. Con la fotógrafa de PERFIL esperamos en la estación Acoyte a que llegue una formación de los viejos vagones de madera. No somos los únicos. Con sus camaritas (incluso, me señala la fotógrafa, con una camarita cargada con película, es decir tan arcaica como los vagones que saldrán de servicio), hay una decena de personas tomando fotos para su álbum personal de recuerdos. Los habituales pasajeros del A (de los que formo parte) hacemos abstracción temporaria del mal servicio, del movimiento irregular de esos vagones destartalados y de las maldiciones cotidianas a la empresa, para convertir a los vagones en un memento mori: ellos van a desaparecer y nosotros creemos que vamos a recordarlos. Es posible que no los recordemos dentro de algunos meses, como no recordamos los colectivos fileteados a mano, ni las fotos de Gardel que decoraban sus tableros y parabrisas. Se fueron al museo.
La ciudad moderna es eso: capas de renovación hecha posible por capas de olvido. París o Berlín son, por razones diferentes, ejemplos emblemáticos. París es una ciudad del siglo XIX donde sobreviven un puñado de edificios de los tiempos anteriores. Todo lo demás desapareció, como desaparecerán los vagones del subte A. Berlín es una ciudad cuya vitalidad y cuyo pulso se asientan sobre el campo de ruinas donde se la reconstruyó, modernísima, en la posguerra.
Es curiosa la paradoja: en una cultura que empuja el televisor del año pasado hacia la montaña de basura contaminante para dar lugar al plasma de este año; donde el celular que cumple perfectamente sus funciones se acumula en el basural de lo viejo en el mismo instante en que una publicidad anuncia los precios más bajos de un smart-phone, pareciera que reservamos el espacio público para un desván nostálgico. Allí parece adecuado conservar objetos que nadie tendría diez minutos más en su casa. Nadie acumula las diversas versiones de licuadoras que usó en su vida. Pero puede lamentar que una línea de subterráneo no nos ofrezca más la posibilidad de viajar en modelos centenarios, cuyo equivalente en autos o motos estarían destinados a un museo del transporte.
Los vagones belgas del subte A fueron usados demasiado tiempo. Por impericia y negocio, por lucro y desidia, siguieron bamboleándose sobre los rieles que corren bajo Rivadavia hasta Plaza de Mayo. Fueron tecnología moderna y hoy son simplemente un arcaísmo.
La memoria de la ciudad no es un parque temático donde tiene lugar cada uno de los segmentos de su pasado, sino una interpretación de ese pasado, donde lo que quizá deba entenderse en primer lugar es que la tecnología del transporte tiene como rasgo más propio la obsolescencia. La tecnología existe precisamente porque envejece. Se la ama porque siempre es joven. También la memoria de una ciudad es aprender a preservar lo que está más próximo: la arquitectura y el diseño modernos.
¿Qué se pierde con la salida de servicio de los vagones belgas? Doy mi respuesta y habrá otras. En la delantera, cada uno de ellos tiene una ventanilla amplia sobre tres asientos que se enfrentan con otros dos. Ese lugar es una suerte de cabina, un imaginario puesto de mando. Desde allí, como en ningún otro subte de la ciudad, se pueden ver el túnel y los rieles. Cualquier pasajero está colocado en el lugar del conductor. Alterna un interesante juego de luces: la oscuridad del túnel se aclara con intermitencias cuando se acercan las estaciones y otra luz, tamizada y tenue, llega desde arriba, desde los respiraderos que dan a la calle Rivadavia. La mezcla de luces sólo se experimenta desde ese refugio de tres paredes donde la traza del subte se hace visible.
Con ella, se manifiesta la proeza técnica que fue la línea A. Fotografías de esa proeza están expuestas en la estación Perú: excavaciones de un túnel a cielo abierto, todo el ancho de Rivadavia y Callao como gigantesca trinchera. Nunca vi mucha gente mirando esas fotos. Quizás la desaparición de los vagones belgas las convierta en una referencia un poco más concreta que las elegías sobre el pasado. Era un momento, en la primera década del siglo XX, donde Buenos Aires tenía la desfachatez de lo nuevo. La ciudad aceptaba desafíos, no se limitaba a recomponerse evitando desastres.
Si hay preocupación por el pasado, ya la Legislatura aprobó una ley que garantiza la conservación de dos formaciones completas y dos coches especiales por su decoración Ley 2.796, de 2008). Es todo lo que se necesita, ya que las ciudades se convertirían en un depósito rápidamente colmado si un conservacionismo triunfal nos obligara a convivir con cada una de las mercancías, de uso público o privado, que se fabrican de manera incesante, interminable y potencialmente infinita.
El principio fáustico de la destrucción es tan doloroso como inseparable de la modernidad. Walter Benjamin señaló siempre nuestra responsabilidad moral frente a las víctimas de la hoguera fáustica. Pero no son los objetos (que llamó fantasmagorías del capitalismo) sino los hombres. La nostalgia puede ser progresista o reaccionaria. Lo mismo que el conservacionismo. Los himnos tecnológicos también tienen músicas diferentes: el fascismo italiano amó la tecnología y ella también fue el sueño de la revolución en Rusia.
Lo que el historiador inglés Ralph Samuel llamó “teatros de la memoria” son la compensación de una pérdida. La ciudad de Buenos Aires no pierde cien vagones belgas de madera, lo que ha perdido es la imaginación urbana integradora. Cuando el subte se extendió, en pocos años, desde Plaza de Mayo a Once y luego más allá, hacia el Oeste, la ciudad tenía varios proyectos grandes y de largo plazo. El problema es la quiebra de esa capacidad proyectiva que es política y social. No se trata, por supuesto, de volver a una ciudad donde los vecinos tomen mate en la calle, imagen patética de una repetición anacrónica, sino de pensar de nuevo, radicalmente, su espacio público y defenderlo de la corrosión privatista.
Sin embargo, algo no termina de convencer en este retiro de los viejos coches belgas. No es preciso ser nostálgico para juzgar que no hubo explicaciones ni suficientes ni, apenas, esbozos de sustento que acompañaran la decisión de clausurar la línea A durante dos meses. A falta de explicaciones, otras sospechas asaltan al usuario: por ejemplo, que la empresa que se hace cargo de la adecuación de rieles y sistema móvil no considera rentable trabajar sólo en el turno nocturno de diez a seis de la mañana, que su rentabilidad está asegurada si trabaja las veinticuatro horas, que fraccionar y hacerse cargo de la continuación del servicio, aunque sólo sea por tramos, no sólo disminuiría la eficiencia técnica sino el lucro capitalista.
A falta de explicaciones por parte del Gobierno de Buenos Aires, los porteños hipotetizamos. Quizás haya error en las hipótesis, pero también hubo indigencia informativa. Hoy un diariero me dijo que todavía nadie le informó sobre su propio y tremendamente legítimo lucro cesante, migajas, sin duda, frente a la inversión y el lucro que define esta obra en el subte A.
Los vagones belgas son el testimonio de un fracaso de la ciudad, porque fueron la prueba de su ímpetu hace un siglo.
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