el discurso presidencial
Un didáctico show cristinista para consumo de los convencidos
Tras la reaparición pública, el miércoles pasado, de la presidenta Cristina Fernández de Kirchner, Eliseo Verón, considerado el semiólogo más importante de la Argentina, realiza –en exclusiva para PERFIL– un minucioso análisis de la forma y el contenido de su retorno. Entre los elogios a su estado –que al intelectual le causaron “un tedio burocrático”– y los ataques directos a Cameron, las ONG ambientalistas –sin nombrar a Famatina– y a quienes “dudaron” de su operación, su retórica privilegió “un show al que los televidentes asistimos, pero del que quedamos fuera”.
Elogios. "La secuencia de alabanzas al estado 'espléndido' en que se veía a la Presidenta, de adhesiones y de agradecimientos, reiterada en las videoconferencias, me generó un aburrimiento burocrático", dice Verón.
Todo acto de comunicación mediatizada (como la difusión televisiva en vivo y en directo de la retoma, por parte de Cristina Fernández de Kirchner, de su función de presidenta de la Nación este último miércoles) puede ser reconocido globalmente como perteneciente a una cierta clase (en este caso, supongo que habrá acuerdo en identificarlo como discurso político). Pero a su vez, es posible distinguir, en cada acto de comunicación particular, una serie de dimensiones que se entrelazan para constituir el complejo tejido de la discursividad audiovisual. Si conseguimos analizar la composición de ese tejido, podemos llegar a ciertas hipótesis sobre sus características y, eventualmente, sobre sus efectos. Lo que sigue es, por supuesto, un ejercicio del que ningún televidente se libra de manera espontánea (tampoco yo): en el consumo, los efectos son el resultado opaco de una multitud de factores de los que el receptor no tiene ni idea en el momento mismo en que están operando sobre él.
Constatación global: dada la manera en que se construye su figura líder, el cristinismo posee una estrategia definitivamente cristalizada y estabilizada: el “retorno” de la señora Presidenta ha sido la reiteración-confirmación de lo que podríamos llamar la poética discursiva de Cristina. Si las modalidades de la comunicación pueden ser tomadas como un anticipo de la metodología de la acción política (cosa que merecería una discusión), lo más razonable sería concluir que, de este segundo mandato, sólo podemos esperar más de lo mismo.
Este último miércoles hubo por un lado distintos “momentos” y por otro lado varios niveles de discurso funcionando simultáneamente. La entrada en escena de Cristina abrió una suerte de preámbulo en dos tiempos: 1) una sucesión de empresarios que entran en escena para firmar acuerdos de obras públicas de muy diversas características, acuerdos refrendados también por el ministro Tomada; 2) Cristina dialoga, en tres breves videoconferencias, con funcionarios y autoridades de Catamarca, Villa La Angostura y Necochea, a propósito de obras en curso. Han pasado unos veinte minutos.
¿Este preámbulo será la imagen de “un gobierno en acción”? Estuvo en todo caso marcado por una extraña combinación de formalismo (la escena audiovisual de autoridades refrendando un acuerdo ante las cámaras es un gran clásico) con la informalidad locutoria característica de Cristina. La sucesión de las firmas, primero, y la secuencia de alabanzas al estado “espléndido” en que se veía a la Presidenta, de adhesiones y de agradecimientos, reiterada tres veces en las videoconferencias, luego, me generaron una sensación de aburrimiento burocrático, decididamente asociada a la obsesión de la Presidenta por las inauguraciones.
A las 19.40 aproximadamente, Cristina se coloca de pie frente a los micrófonos y empieza a hablar. Después de una transición dedicada a agradecer a todos los que la cuidaron, particularmente al personal del Hospital Austral, comenzó el tercer momento, donde el eje central del discurso estuvo dedicado a comentar algunos hechos ocurridos durante su “ausencia”: tasa anunciada de crecimiento en 2011; desocupación; el tema Malvinas, con comentarios sobre los dichos de Cameron a propósito del “colonialismo” de los argentinos; la orden de publicación del Informe Ratenbach y un ataque al pasar a las ONG ecologistas, porque no dicen nada sobre el hecho de que los ingleses están “depredando nuestro petróleo y nuestra pesca” (perfecta irrupción de aquello de lo que no se habla, a propósito de protección del medio ambiente: la política del Gobierno que favorece la minería a cielo abierto); excelente superávit comercial; críticas a los petroleros en relación con la importación de combustible y con la política de precios. Este fue un largo momento con las mismas características que he descripto en otras oportunidades: interpelación directa a varios de los funcionarios o personalidades presentes, pedido cómplice de confirmación de tal o cual fecha o dato, observaciones humorísticas a propósito de Moreno o de Boudou... Los televidentes asistimos al show, pero quedamos fuera: lógica cinematográfica más bien que televisiva. Como lo subrayé en una columna de julio del año pasado en este mismo diario y que llamé precisamente “El encierro”, ésta es la Cristina rodeada de sus fieles y sus amigos, siempre con alguna señal que transmite, simultáneamente, el mensaje: “No se equivoquen, aquí la jefa soy yo”. Poética cristinista en estado puro. La única posible “presencia”, en la poética cristinista, de los simples ciudadanos que miramos televisión es indirecta: resulta implícitamente de la enunciación pedagógica que la señora Presidenta no parece dispuesta a abandonar: Cristina es siempre una maestra cordial, informal, que explica cada cosa para que se entienda. Y esa explicación no puede estar dirigida a los presentes en la sala, que son los miembros del Gobierno responsables directos de cada uno de los temas tratados.
La señora Presidenta introdujo el cuarto y último momento de su discurso con una transición explícita, anunciando que quería decir algo acerca de “cómo fue tratada mi enfermedad”. Y entonces, de manera abrupta, sorpresiva, se instaló un espacio de síntomas: en esos últimos minutos ocurrieron cosas más interesantes que en toda la hora anterior. (Este es el tipo de razones por las que el estudio del discurso me sigue pareciendo una actividad fascinante). La obsesión y el ataque directo: a propósito de su cicatriz (que luego exhibió complacidamente a los fotógrafos), Cristina comenta que se le sugirió usar un pañuelo en el cuello, pero que ella decidió no hacerlo porque de lo contrario Clarín iba a decir: “Esta no se operó”. Una frase con tonalidad claramente negativa: sobre su enfermedad “opinaron todos”. Claro, ¿cómo no iban a opinar “todos” ante un acontecimiento que la misma Presidenta calificó minutos antes de “cuestión de Estado”? Habría que recordarle que se trata de lo que se suele llamar la “libertad de expresión”. Y el deslizamiento final, inevitable, imparable, hacia el eje de la verdad y la falsedad, donde el enunciador se define como único ocupante del polo de la verdad: todo el personal del hospital, relata Cristina, estaba asombrado de “tanta mentira”. Yo mismo, en mi última columna de PERFIL, juzgué excesivo el ruido mediático en torno a la operación de tiroides, pero ¿cuáles fueron las “mentiras”? La Presidenta no dio ni un solo ejemplo.
¿Y la “aneda”? (¿Y la anécdota?: así preguntaba siempre, después de contar una historia, un cómico argentino muy exitoso cuando yo era joven, y cuyo nombre he olvidado). En este caso, la moraleja sería un consejo: tener cuidado de no caer en el error de pensar que el ideal de este gobierno kirchnerista es que todos los medios le sean favorables. A lo mejor yo mismo cometí ese error en alguna de mis columnas –no he tenido tiempo de verificarlo. Lo cierto es que el Gobierno y la señora Presidenta necesitan que los medios hablen lo más posible de ellos: la expectativa en torno a la operación de tiroides fue cuidadosamente administrada y alimentada por el Gobierno. Nada más normal. Pero la Presidenta, en particular, necesita desesperadamente que los medios hablen mal de ella, necesita sentirse atacada para poder operar. Un aspecto muy importante de la táctica comunicacional oficial consiste en incitar a los medios a producir crítica: es una trampa que hasta el momento ha funcionado bastante bien.
Imaginemos una situación –seguramente imposible– en la que todos los medios informativos que hoy son críticos se ponen de acuerdo y reducen a un mínimo sus discursos sobre la gestión del Gobierno: información completa pero escueta, puramente descriptiva, sin comentarios, sin columnas de opinión, sin evaluaciones, sin interpretaciones. No se me ocurre una situación más “destituyente”: apuesto a que se produciría inmediatamente una grave crisis política.
*Profesor plenario Universidad de San Andrés.
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