Jugar con fuego
Por Roberto Caballero. Son los que hacen política suponiendo que si todo va de mal en peor se benefician de algún extraño modo. Empresarios y sindicalistas deberían tener más claro que nadie que hay ganancias y salarios por discutir sólo si la rueda económica gira, es decir, si se mantiene en movimiento.
En la España de la crisis hacen furor las recetas que permiten hacerse una comida por un euro. En Brasil, los empleados de la Renault cobran un salario promedio de 1380 dólares, mientras que en nuestro país –a igual trabajo– la remuneración es de 1560 dólares; y en Francia, la segunda economía de la vieja y culta Europa, llega a 2200 de la misma moneda. En los Estados Unidos, epicentro del crack del 2008 y emblema del individualismo capitalista, acaban de aprobar una reforma de salud (calificada de “comunista” por la derecha republicana) para proteger de algún modo a los afectados por el agravamiento de la exclusión. En Italia, los hospitales dejaron de ser gratuitos hace medio año, y en Grecia proliferan las ollas populares, como las que se multiplicaban en la Argentina de 2001. Mientras todo esto ocurre en el mundo de hoy, en la Argentina, que afronta pagos externos e internos por 13 mil millones de dólares en 2012, el 70% de los trabajadores sindicalizados ya cerraron paritarias que superan o empatan la inflación del súper y la principal demanda de la CGT –legítima y atendible, por supuesto– es subir el mínimo no imponible de un impuesto, como el de Ganancias, que se transformó en un dolor de cabeza para el 19% de los empleados en blanco que ahora aportan más al fisco porque sus salarios son superiores a los de antes. No es lo ideal, por supuesto, es un tránsito difícil y debatible sobre los alcances de la redistribución del ingreso general, pero tampoco es la realidad abismal que reflejan los medios hegemónicos. El enfriamiento que comienzan a mostrar algunos índices tiene un fuerte componente de ese desajuste a escala planetaria que muestran las postales de Francia, Italia, Grecia o Brasil. La diferencia entre decirlo y no decirlo, es la que existe entre dar información contextualizada y no hacerlo. Si Brasil, nuestro principal socio comercial, se estanca –crecía al 7,5% en 2010, pero en el primer trimestre de este año lo hizo sólo un 0,8%, hasta llegar al cero de abril– y se cierra a nuestras importaciones, ¿cómo creer que la Argentina puede atravesar indemne el tropiezo del gigantesco vecino? Claro, si durante todos estos años, desde todos los púlpitos económicos antikirchneristas, se puso a Brasil como contramodelo exitoso que hacía todo bien, ¿cómo explicar ahora que se convirtió en un país vulnerable a la hecatombe globalizada? Cuando el mundo tiene excedentes porque no se está consumiendo en las economías centrales por el mayúsculo parate, ¿hay que protegerse frente a esa invasión de productos o dejarlos entrar libremente? ¿Cuál es la mejor manera de proteger el salario y el empleo nacionales?
Son preguntas nuevas que surgen de un nuevo tiempo. El de la crisis internacional, sin horizonte de solución a la vista. Que nos afecta porque, pese a lo que dicen los consultores del establishment hasta empacharnos de disgusto, no vivimos aislados del mundo. Para bien y para mal, estamos insertos en él. Por eso Argentina se sienta en el G-20, y el GAFI, recientemente, reconoció las políticas antilavado oficiales.
Lo que está en cuestión, sin embargo, es otra cosa. Es si Cristina Kirchner puede pilotear esta tormenta. A su favor juega que ya lo hizo en el pasado. Clarín y La Nación lo ponen en duda constantemente. Son maníaco-catastróficos, pero no son serios: lo mismo decían en el 2008/9, y lo que estalló por los aires en aquel tiempo no fue la economía local sino todos sus pronósticos de fracaso. Daban por acabado un ciclo que los sobrevivió y empujó a sus voceros políticos –Cleto Cobos, De Narváez, Ricardo Alfonsín– al ostracismo electoral. ¿Por qué ahora debería ser diferente? ¿Acaso siguen pensando que lo harían mejor? El gobierno aplica recetas contracíclicas, como el plan de viviendas, que involucra a más de 90 gremios; o el crédito para jubilados vía ANSES, que impacta en el consumo popular de modo directo; y pisa además el atesoramiento de particulares en dólares para proteger las reservas frente a las corridas cambiarias alentadas por los maxidevaluadores, a los que parece no preocuparles el aumento de las cosas en el súper ni el ataque al salario que eso significaría. Al contrario, para ellos sería la manera de bajar el costo laboral de un plumazo. Una suerte de bomba neutrónica que, en teoría, volvería dócil al operario reclamante, competitiva a la producción y permitiría exportar a precios elevados. Un déjà vu del 2002 duhaldista. ¿Pero a quién suponen que le van a vender hoy si nadie está comprando? ¿En serio los empresarios piensan salvarse así en un mundo donde nadie está a salvo de nada? Quieren vendernos productos, no comprarnos. Ese es uno de los problemas en este trance.
En este contexto, la administración K no se queda quieta, y ese es su principal mérito. Se mueve en la ola con las dificultades del caso, pero se mueve, mientras la oposición política y mediática quedó congelada en el tiempo: sólo tiene para rumiar que se les está robando la plata a los futuros jubilados, como hace tres años. ¿De qué futuro hablan? Uno que no existe, porque sin actividad económica y sin consumo popular, no hay país posible; y en un país inexistente, tampoco existen los jubilados felices de los que ellos hablan. ¿O hace falta recordarles que el 60% de los ingresos de los actuales jubilados se cubre con plata de los impuestos internos porque la ecuación entre trabajadores activos y pasivos que dejó el neoliberalismo arrasó con la matemática solidaria elemental entre generaciones?
Los que hacen política suponiendo que si todo va de mal en peor se benefician de algún extraño modo, juegan con fuego. Empresarios y sindicalistas deberían tener más claro que nadie que hay ganancias y salarios por discutir sólo si la rueda económica gira, es decir, si se mantiene en movimiento.
El resto es tirar de la frazada para taparse la cabeza, mientras los pies quedan al descubierto. O viceversa.<
Informe: Brian Ríos
Mala señal
Daniel Scioli anunció que pagará los aguinaldos bonaerenses en cuatro cuotas. Desde que lanzó su candidatura presidencial para 2015 está irreconocible. Por un lado, se fotografía con todo el antikirchnerismo diletante jugando a la pelota para irritar a la Casa Rosada. Por el otro, dice que no le alcanza el dinero para pagar salarios de su administración, responsabilidad de gestión intransferible. Sin entrar en la cuestión de fondo, hay que decir que su decisión de tupacamarizar los aguinaldos es una pésima señal económica. Si lo hace, el Estado de la más rica provincia argentina, que maneja además el segundo presupuesto público del país, ¿cuál sería la razón para que no lo hagan los privados, impactando negativamente en el consumo? Como legítimo aspirante presidencial, Scioli debería mirar más allá de sus narices. No todo empieza y termina en La Ñata.
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