jueves, 16 de diciembre de 2010

Prensa “cautiva”

El periodismo ventrílocuo

Publicado el 16 de Diciembre de 2010



El periodista amarillo deforma las noticias para tener a sus lectores como sardinas en la lata. Apela a los más bajos instintos, por ejemplo, a la xenofobia. Declama ser independiente pero es ‘un gran mentiroso’, como se definía Fellini.
  Al entrar como bólido en el nuevo siglo, el país ya no es aquel perro abandonado que pedía limosna en 2002, ni viste el uniforme de presidiario del FMI. Se liberó de sus cadenas. Oligopolios narcisistas insisten: estamos bien pero vamos mal. Rechazan toda conducta que implique una moral. Sus voceros mediáticos los secundan disfrazando como libertad de prensa la custodia de sus fortunas. Por ello es arduo avanzar en un proyecto que genere justicia social y redistribución de la riqueza. Un periodista honesto anhela eliminar los focos de desigualdad. El periodista amarillo deforma las noticias para tener a sus lectores como sardinas en la lata. Apela a los más bajos instintos, por ejemplo, a la xenofobia. Declama ser independiente, pero es “un gran mentiroso”, como se definía Fellini. Periodismo no implica autonomía, salvo para el dueño del medio, que vigila detrás de la línea de fuego.
El sostén del periodista amarillo es el sensacionalismo. Dice lo que debe decir conforme al interés que defiende. Es caro. Guy de Maupassant contó su venalidad en Bel Ami: “Algunos colegas tenían los bolsillos llenos de oro (…) Recelaba con envidia tácticas ignoradas y tortuosos servicios prestados, un intercambio consentido.” Obsecuente, este arquetipo de “periodista cautivo” (según el portal WikiLeaks así nombra a sus soplones la embajada de los EE UU) es un ventrílocuo inédito: habla por los poderosos, escribe lo que le dictan. No certifica las fuentes, calumnia. Su bajada de pantalones lo conecta a la pléyade de políticos que secretean en las embajadas. “Cipayo” bautizó Perón al militar o civil que entrega a su país, evocando al soldado de la India lacayo de Inglaterra. Las evidencias del quijotesco WilkiLeaks (probó que de 94 mil muertos iraquíes 66 mil eran civiles) revelan idéntica sumisión.
¿Quiénes crearon la prensa amarilla? Dos celosos rivales. Joseph Pulitzer fue uno. El otro un magnate, W. Randolph Hearst, reflejado por Orson Welles en su film El ciudadano (1941). Juraban que el periodismo es una mercancía. Titulares gigantes y copetes opuestos al sentido de las notas eran usuales. Subían su tirada divulgando noticias que el otro no tenía y peleaban por los periodistas menos íntegros. Su dañina influencia se extendió. La prensa cartelizada mundial construye la realidad haciendo que lectores y mirones de sus noticieros crean a pie juntillas cuanto imagina. Omite, adultera. No le arredra actuar como partido político de la oposición. Su lector ideal es quien no pasa del titular y el pie de foto. Hearst repudiaba a la opinión pública y fingía ser el campeón de los débiles. Para vender más, en 1897 fue el primero en ilustrar un diario con fotografías. También el primero con suplementos en la edición dominical. Apegado a la realeza, inventó las crónicas sobre el ocio de nobles y ricos. Utilizó la prensa como arma. Su prédica originó en 1898 la guerra con España, llamada “Hearst’s War”. Su única línea ideológica era tener más poder: enemigo de Wall Street, en 1900 acusó a los republicanos de “arruinar a los obreros”; pero en 1950 apoyó a este partido.
Prefería un periodista obediente a uno talentoso. Escribía contra los trust (hasta armar el suyo); exigía nacionalizar las minas de cobre (nunca la de plata que heredó); los ferrocarriles y el telégrafo (porque no era accionista); y proponía sindicatos fuertes (excepto en sus diarios). Como todo poder mediático, variaba de opinión si le tocaban el bolsillo. Despreciaba los editoriales, pues idealizan las posturas. Si en el siglo XVIII con Montaigne nació la subjetividad, Hearst fue su antítesis: juzgaba sospechoso cuanto hacía un gobierno. Difamó al presidente McKinley y al ser reelecto escribió: “Si los malos hombres no pueden ser suprimidos más que por la muerte, la matanza debe ser hecha.” Raudo, un anarquista asesinó a McKinley y por la reacción popular Hearst cambió el nombre del diario. Presentó su candidatura a presidente. El programa: combate a los “criminal trust”, defensa del obrero y del pequeño comerciante. Trabajadores y descontentos lo votaron en 1906. Perdió. Fundó un tercer partido para ser alcalde de Nueva York. Volvió a perder. La política le costó dos millones de dólares, 100 millones de hoy. La dejó.
Boicoteado por pacifista en la Gran Guerra, el que era visto leyendo sus diarios iba preso. Escogió alentar la guerra y creó la agencia International News Service. Según otros editores, Hearst “era digno de no ser digno de confianza”. Lo culpaban de plagiar a otras agencias, aunque todos lo hacían. Aplaudió la política anexionista contra Pancho Villa. Pero al peligrar sus propiedades en México, la criticó. Desde 1919 a 1929 adquirió 30 diarios. Si aquí un empresario colombiano compró un canal y un diario buscando ser presidente, Hearst en 1922 compró tres diarios para lanzarse a gobernador. Fracasó. Diez años después tenía 400 periódicos suscritos a su agencia. Alcanzó su cúspide en 1930 con 26 diarios, 17 dominicales y su cadena, la mayor del país. De cada 100 diarios vendidos, editaba 14. Políticos y actores temblaban ante sus chismes. Pero el pueblo no es tonto: los ocho candidatos a presidente que Hearst apoyó perdieron y los ocho que denostó ganaron. Avaló a Roosevelt en 1934, mas cuando ayudó a los de abajo, lo atacó. Productor de cine y febril coleccionista de arte, sufrió en 1937 la mayor huelga del periodismo y perdió gran parte de su fortuna. Pactó con otros grupos cerrar diarios y fuentes de trabajo a cambio de ventajas. En 1940 tenía sólo 17 periódicos. Asediado por culpas y fantasmas, vivió recluido hasta morir en 1951.
Sin embargo, algunos aman a Hearst como su maquiavélico maestro y dejan apagar en su alma, cual piloto mal encendido de una caldera dormida, los ideales. Su credo: “Nada que afecte el lucro de mi patrón saldrá en mis notas.” Para ganar más dinero, otros saltan del “progresismo” a la derecha. Dudan de la buena fe de cualquier medida oficial, como si la oposición orinara agua bendita. Piensan, igual que el ladrón, que todos son de su misma condición. Que el gobierno sólo busca votos como ellos sólo buscan lectores. Si alguien apoya este modelo inclusivo insinúan que es pagado. Olvidan que no se cobra con dinero luchar por lo que uno cree. Acusan de oficialista al que cobra poco escoltando a las mayorías. Eligen cobrar mucho protegiendo a las minorías. Nadie se sonroja en los EE UU si un diario apoya a un partido. Pero allí la prensa señala que amenaza a la democracia un monopolio con diarios, radios y canales de tevé. En la Argentina, en cambio, lo alaban; tampoco perturba que dos medios regulen el prorrateo de papel ordenando como príncipes sin corona. Pese a tanto cinismo, en este carrusel egoísta que Guy Debord llamó “sociedad del espectáculo”, el periodismo honrado ansía cumplir aquel sueño de Aristóteles de hace 2400 años: sostener al mejor gobierno. Es decir, “el que tenga la menor cantidad de personas en ambos extremos de la sociedad”. Tal vez en esto resida la democracia.

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