Educación, compromiso del Estado
Publicado el 30 de Septiembre de 2011Por
El modelo argentino de financiamiento de la educación con garantía y creciente inversión del Estado central respecto de las provincias funciona como mecanismo de redistribución de la riqueza.
Es un discurso muy común en la política actual. Combate frontal a la pobreza, se dice. Todos acuerdan. ¿Todos acuerdan? El problema es hacerlo.
¿Cómo se combate la pobreza? Las diferentes respuestas que podrían darse a esta pregunta –a propósito, fundamental– son capaces a su vez de articular distintos tipos de discursos, aunque lo cierto es que la mayoría de las veces la idea del combate a la pobreza aparece como una consigna vacía y sin un verdadero esquema programático detrás. “Hay que luchar contra la pobreza”, repiten candidatos de distinto signo político como un latiguillo que, de tan repetido, hasta parece haber perdido fuerza y sentido.
“Venimos a ratificar nuestro compromiso político y moral para que los pobres dejen de ser pobres y pasen a formar parte de la clase media en una Nación integrada”, aseguró Elisa Carrió en el lanzamiento de su candidatura. También Mario Das Neves estableció como eje de su campaña “la lucha contra la pobreza”.
Ahora bien: hay algo que está oculto detrás de este debate, y es que para discutir la pobreza hay que sí o sí discutir la riqueza. Lo que pocos se animan a decir es que la pobreza es consecuencia de la concentración y de la exclusión. O en otras palabras: en la Argentina, si hay pobres es porque hay ricos cada vez más ricos.
Ese mismo esquema podría trasladarse al terreno de la educación. Analizar lo que pasa en Chile y Argentina es clave.
Mientras ambos países invierten en educación aproximadamente lo mismo, alrededor del 6,40% de sus Productos Internos Brutos, la diferencia surge en desde dónde se realiza esta inversión.
En Chile, ese 6,40 se compone de un 4% de inversión estatal y un 2,5% de inversión privada por parte de las familias. En la Argentina, el Estado asegura esa inversión desde el nivel inicial hasta la educación superior (y en muchos casos, hasta la post graduación).
La comparación entre uno y otro modelo refleja la idea de que el modelo chileno funciona en sintonía con un modelo social y económico de concentración que implantó la dictadura y pese a muchos esfuerzos no pudo ser desarmado. Las familias y su riqueza determinan el tipo de educación al que van a poder acceder sus niños y jóvenes, reafirmando el lugar asignado por las leyes del mercado.
El modelo argentino de financiamiento de la educación con garantía y creciente inversión del Estado central respecto de las provincias funciona como mecanismo de redistribución de la riqueza. Va en el camino de brindar más posibilidades a los que menos tienen, en sinergia con un modelo económico y social de desendeudamiento, reindustrialización, integración regional, defensa del trabajo y del mercado interno.
CONCENTRACIÓN Y EXCLUSIÓN, DOS PARTES DE UN MISMO PROCESO. La respuesta a ese dilema desde una visión nacional, popular y democrática, no es otra que la de un Estado presente que sea capaz de hacerse cargo de la redistribución de la oferta educativa. Así, cuando el Estado asigna el 6,40% del PBI a la educación está distribuyendo conocimiento a los más pobres, de la misma manera que lo hace cuando crea un canal como Encuentro, o al entregar netbooks, o al construir una nueva escuela. Y de eso hablamos cuando hablamos de combatir la desigualdad: del hecho de que los hijos de los ricos no tengan para ver otro canal mejor que Encuentro, o por qué concurrir a una escuela mejor que la pública, o disponer de una computadora mejor que las que se distribuyen a través del Plan Conectar Igualdad. Porque no se trata, justamente, de bajar la calidad de la educación de los ricos, sino de transformar las condiciones para que todos cuenten también con las mismas posibilidades.
Para eso es necesario ser parte de esta batalla cultural acerca de cuál es el papel del Estado. Hace años que una parte importante de la opinión pública muestra serias dificultades para registrar las protecciones sociales que ellos mismos reciben de parte del Estado –vía subsidios, obra pública, rutas–, pero en cambio cuestionan con dureza su rol en cuanto a la redistribución de recursos hacia las clases más desprotegidas. De esa manera, el Estado es visto como aquello que les pone límites, pero jamás como aquel conjunto de instituciones que posibilita el desarrollo de su fuerza individual, social y colectiva.
Fue Hugo Biolcati quien definió al Estado como un predador insaciable. “Los neoliberales quieren el Estado, lo que ocurre es que ellos lo quieren para otra cosa muy distinta que la de los que estamos por una democracia o por una sociedad igualitaria”, señaló recientemente en una entrevista el economista José Luis Coraggio. No sería correcto, entonces, afirmar que durante los ’90 el Estado sencillamente “se retiró”. Nada más alejado: el Estado permaneció siempre en su sitio, salvo que en ese caso lo hizo para generar programas sociales para los más poderosos: garantizando un tipo de cambio que permitía viajar, consumir, con créditos hipotecarios subsidiados para las clases medias y altas. “Yo no quiero un Estado gerenciador. Yo tengo vocación por un Estado inductor, controlador y fiscalizador que trabaje para promover la distribución de la renta. Porque si el Estado no hace esas cosas, nadie las hace”, advirtió en la misma línea el ex presidente brasileño Luiz Inácio Lula da Silva. El Estado es para los pobres: los ricos no necesitan del Estado.
Es preciso que entre todos revisemos los preconceptos acerca del Estado para volver a postular luego cuáles son sus verdaderas capacidades a la hora de posibilitar el desarrollo individual, social y colectivo de una sociedad que pueda pensarse de iguales. Porque cuando se discute la sociedad, se discute también el Estado; y siempre que se discute el Estado se discute al mismo tiempo la sociedad.
Por momentos este parece ser un debate de lo más lejano, y sin embargo se trata de una batalla por el sentido que tarde o temprano será preciso librar. Si dos años atrás a alguien se le hubiera ocurrido anticipar que en el 2010 íbamos a estar en la Argentina considerando el matrimonio igualitario, más de uno se hubiera reído con sorna ante la aparente distancia del planteo.
Ya hemos comprobado que hay discusiones a las que no hay que tenerles miedo. Hoy, más que nunca, tenemos que volver a discutir el rol del Estado. Que es también discutir la sociedad y cómo la imaginamos. <
El modelo argentino de financiamiento de la educación con garantía y creciente inversión del Estado central respecto de las provincias funciona como mecanismo de redistribución de la riqueza.
Es un discurso muy común en la política actual. Combate frontal a la pobreza, se dice. Todos acuerdan. ¿Todos acuerdan? El problema es hacerlo.
¿Cómo se combate la pobreza? Las diferentes respuestas que podrían darse a esta pregunta –a propósito, fundamental– son capaces a su vez de articular distintos tipos de discursos, aunque lo cierto es que la mayoría de las veces la idea del combate a la pobreza aparece como una consigna vacía y sin un verdadero esquema programático detrás. “Hay que luchar contra la pobreza”, repiten candidatos de distinto signo político como un latiguillo que, de tan repetido, hasta parece haber perdido fuerza y sentido.
“Venimos a ratificar nuestro compromiso político y moral para que los pobres dejen de ser pobres y pasen a formar parte de la clase media en una Nación integrada”, aseguró Elisa Carrió en el lanzamiento de su candidatura. También Mario Das Neves estableció como eje de su campaña “la lucha contra la pobreza”.
Ahora bien: hay algo que está oculto detrás de este debate, y es que para discutir la pobreza hay que sí o sí discutir la riqueza. Lo que pocos se animan a decir es que la pobreza es consecuencia de la concentración y de la exclusión. O en otras palabras: en la Argentina, si hay pobres es porque hay ricos cada vez más ricos.
Ese mismo esquema podría trasladarse al terreno de la educación. Analizar lo que pasa en Chile y Argentina es clave.
Mientras ambos países invierten en educación aproximadamente lo mismo, alrededor del 6,40% de sus Productos Internos Brutos, la diferencia surge en desde dónde se realiza esta inversión.
En Chile, ese 6,40 se compone de un 4% de inversión estatal y un 2,5% de inversión privada por parte de las familias. En la Argentina, el Estado asegura esa inversión desde el nivel inicial hasta la educación superior (y en muchos casos, hasta la post graduación).
La comparación entre uno y otro modelo refleja la idea de que el modelo chileno funciona en sintonía con un modelo social y económico de concentración que implantó la dictadura y pese a muchos esfuerzos no pudo ser desarmado. Las familias y su riqueza determinan el tipo de educación al que van a poder acceder sus niños y jóvenes, reafirmando el lugar asignado por las leyes del mercado.
El modelo argentino de financiamiento de la educación con garantía y creciente inversión del Estado central respecto de las provincias funciona como mecanismo de redistribución de la riqueza. Va en el camino de brindar más posibilidades a los que menos tienen, en sinergia con un modelo económico y social de desendeudamiento, reindustrialización, integración regional, defensa del trabajo y del mercado interno.
CONCENTRACIÓN Y EXCLUSIÓN, DOS PARTES DE UN MISMO PROCESO. La respuesta a ese dilema desde una visión nacional, popular y democrática, no es otra que la de un Estado presente que sea capaz de hacerse cargo de la redistribución de la oferta educativa. Así, cuando el Estado asigna el 6,40% del PBI a la educación está distribuyendo conocimiento a los más pobres, de la misma manera que lo hace cuando crea un canal como Encuentro, o al entregar netbooks, o al construir una nueva escuela. Y de eso hablamos cuando hablamos de combatir la desigualdad: del hecho de que los hijos de los ricos no tengan para ver otro canal mejor que Encuentro, o por qué concurrir a una escuela mejor que la pública, o disponer de una computadora mejor que las que se distribuyen a través del Plan Conectar Igualdad. Porque no se trata, justamente, de bajar la calidad de la educación de los ricos, sino de transformar las condiciones para que todos cuenten también con las mismas posibilidades.
Para eso es necesario ser parte de esta batalla cultural acerca de cuál es el papel del Estado. Hace años que una parte importante de la opinión pública muestra serias dificultades para registrar las protecciones sociales que ellos mismos reciben de parte del Estado –vía subsidios, obra pública, rutas–, pero en cambio cuestionan con dureza su rol en cuanto a la redistribución de recursos hacia las clases más desprotegidas. De esa manera, el Estado es visto como aquello que les pone límites, pero jamás como aquel conjunto de instituciones que posibilita el desarrollo de su fuerza individual, social y colectiva.
Fue Hugo Biolcati quien definió al Estado como un predador insaciable. “Los neoliberales quieren el Estado, lo que ocurre es que ellos lo quieren para otra cosa muy distinta que la de los que estamos por una democracia o por una sociedad igualitaria”, señaló recientemente en una entrevista el economista José Luis Coraggio. No sería correcto, entonces, afirmar que durante los ’90 el Estado sencillamente “se retiró”. Nada más alejado: el Estado permaneció siempre en su sitio, salvo que en ese caso lo hizo para generar programas sociales para los más poderosos: garantizando un tipo de cambio que permitía viajar, consumir, con créditos hipotecarios subsidiados para las clases medias y altas. “Yo no quiero un Estado gerenciador. Yo tengo vocación por un Estado inductor, controlador y fiscalizador que trabaje para promover la distribución de la renta. Porque si el Estado no hace esas cosas, nadie las hace”, advirtió en la misma línea el ex presidente brasileño Luiz Inácio Lula da Silva. El Estado es para los pobres: los ricos no necesitan del Estado.
Es preciso que entre todos revisemos los preconceptos acerca del Estado para volver a postular luego cuáles son sus verdaderas capacidades a la hora de posibilitar el desarrollo individual, social y colectivo de una sociedad que pueda pensarse de iguales. Porque cuando se discute la sociedad, se discute también el Estado; y siempre que se discute el Estado se discute al mismo tiempo la sociedad.
Por momentos este parece ser un debate de lo más lejano, y sin embargo se trata de una batalla por el sentido que tarde o temprano será preciso librar. Si dos años atrás a alguien se le hubiera ocurrido anticipar que en el 2010 íbamos a estar en la Argentina considerando el matrimonio igualitario, más de uno se hubiera reído con sorna ante la aparente distancia del planteo.
Ya hemos comprobado que hay discusiones a las que no hay que tenerles miedo. Hoy, más que nunca, tenemos que volver a discutir el rol del Estado. Que es también discutir la sociedad y cómo la imaginamos. <
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