La radiografía de Fort
Por Sandra Russo
No sería nada extraño que, dentro de un tiempo, a algún artista conceptual se le ocurra exponer como una instalación las radiografías del torso y las piernas de Ricardo Fort. De hecho, circulan por el mundo artistas que experimentan sobre sus cuerpos distintos modos de intervención y, en otra escala, en un grado más social, con cánones masivos que formatean una nueva normalidad de los cuerpos, hace ya tiempo que vivimos una cultura que fomenta ese tipo de intervenciones. El piercing y el tatuaje son las esquirlas más epidérmicas –y resignificadas– del bisturí de la época. Esas intervenciones no son modernas: millones de pares de pies atrofiados de mujeres chinas, o millones de clítoris amputados de mujeres africanas son viejos y extremistas ejemplos de que la cultura, y a través de ella el poder, se ha expresado subcutáneamente, en un paralelo físico al que hace a la cultura internarse callada en lo inconsciente.
Esa radiografía de una columna vertebral desviada y ajustada con más de una decena de tornillos es quizá el símbolo de una intimidad que Ricardo Fort no compartió con sus fans ni con sus cortesanos fortachones. Quizá sí con sus dos o tres afectos íntimos. Eso es lo que guardó Fort para sí. Esa parte, justamente, la más blanda o la más dura, según se mire; tuvo recato en mostrar que estaba hecho pedazos. A esa radiografía se la conoció recién después de su muerte, del mismo modo que con su muerte arreciaron los relatos sobre su dolor. Dolor físico constante. Dolor psíquico inevitable. Dolor emocional a su vez atascado en la pose ególatra, soberbia, revulsiva, en ese ánimo de envión hacia arriba que, como una sintonía de merca permanente, recorre los climas del prime time televisivo.
Cuando irrumpió en la luz pública, en 2009, liberado para crear su personaje y confundirse con él después de la muerte de su padre, Fort hablaba de dinero. Parecía una patrulla perdida de los ’90, jactándose como después aparecieron otros y otras, revoleando su mundo de lujo en las fauces del consumo masivo de imágenes. No provocaba admiración, más bien rechazo. Pero sí fascinación, que es un estado previo a cualquier juicio de valor. Las audiencias se fascinaban con un gay que presentaba a sus novias contratadas y que despilfarraba nada menos que la fortuna de una fábrica de chocolates, como un Willy Wonca malogrado. Cantaba mal, bailaba mal, hacía malos chistes, maltrataba a sus colaboradores en cámara, ostentaba sin parar sus enormes gastos en horrible ropa de marca. Pero antes, para llegar a eso, esto es, para llegar a hablar, Fort optó por mostrarse en un reality que subió a la red y del que muchos se hicieron fans. Mostraba su vida cotidiana rodeado de sus “gatos”, sus paseos en limusín, sus comilonas bien regadas en las que los demás parecían escenográficos. Hubo mucho de escenográfico en el propio Fort, y su radiografía abre una buena pregunta: ¿hasta qué punto nuestra cultura no tiende a correr nuestros cuerpos de la narración de nuestras vidas, para convertirlos apenas en una escenografía de nosotros mismos?
Ahora que es tan común que se hable de que Fulano o Mengana tienen las tetas o el culo “hechos”, ahora que lo “hecho” de los cuerpos –su modificación, su alteración, su corrección, presuntamente su “embellecimiento”– nos parece “natural”, ahora que hay debates sobre cuál es la medida, el tope, el límite para que alguien se haga cirugías plásticas, ahora que la medicina estética parece una forma fuerte de maquillaje y nada más, ¿no hemos corrido hacia adentro la frontera de quiénes somos para los demás, dejando avanzar a la cultura en territorios que ni siquiera están a la vista, sino que se internan en las profundidades de la sangre, las mucosas, las venas, los humores, lo más literal y llano de nuestra humanidad?
En su libro Nuestro lado oscuro, Elisabeth Roudinesco da cuenta de que hay muchas historias de las perversiones, pero ninguna de los perversos. Dice que de ellos se ha ocupado el psicoanálisis, pero no la historia. Dice además que de los perversos, cuando alcanzan celebridad por su criminalidad excepcional, sólo queda el eco de su condena. Lo que falta es la narración del contexto social e histórico en el que fermentan los perversos, y concluye, en su libro, que existe una sociedad perversa, un lado b de la cultura en cualquier época, que frena y promueve al mismo tiempo distintos tipos de perversiones. Creo que también puede pensarse como perverso ese mandato cultural que nos hace creer que somos solamente lo que expresa nuestra imagen.
Roudinesco piensa en dos ejes, conectados históricamente en las distintas mitologías y religiones: la metamorfosis y la animalidad. Cómo resolver nuestra parte “animal”, nuestras pulsiones, y cómo mutar en alguna medida sin entrar en choque con la cultura es la llave de un equilibrio. Pero es la cultura la que nos dice que mutar el color de pelo es “natural” y que sacarnos dos costillas para tener cintura más fina no lo es tanto, aunque las mujeres de cintura ancha no tengan tanto éxito como las que tienen cintura de avispa. Sea cual fuere la medida personal para mutar, en las últimas décadas las personas se confunden con sus propias imágenes, como si todo lo que late de la piel para adentro fuera un estorbo biológico.
Con veinte años de diferencia, la literatura generó dos símbolos muy potentes para hablar de la metamorfosis y la animalidad. En 1890, Oscar Wilde pensó a Dorian Gray, y en 1914, Kafka pensó a Gregorio Samsa. Ambos personajes, dice Roudinesco, “invistieron las formas de la perversión, uno para dar brillantez, en contra de la medicina mental, a la grandeza de su deseo perverso, en el corazón de una aristocracia anticuada que prefería servir al arte antes que al poder, y el otro con el fin de desenmascarar su abyecta desnudez en el seno de la normalidad burguesa”.
Dorian Gray no quería envejecer. Se entregó al vicio y al crimen, pero el rictus de su mala conciencia era absorbido por una pintura, mientras su propia imagen permanecía inalterable. En cuanto a Gregorio Samsa, la metamorfosis que lo vuelve un insecto revulsivo parece un puente que debe atravesar para revelarse como un ser desesperado por dar y recibir ternura. Sin embargo, se ha transformado tanto que nadie lo reconoce, y es negado y lapidado por su padre.
La radiografía de Fort le pertenece, por supuesto. Tanto como su imagen, siempre en tránsito a otra imagen casi idéntica pero más radical en su cuadratura, en lo redondeado del colágeno, en los geles que le domaban el jopo. Pero en esos clavos que soportaban su columna vertebral, Fort deja por lo menos dos preguntas abiertas, más allá de su triste y disparatada biografía. Una es: ¿Qué miramos cuando miramos a alguien? Y la otra: Ser mirado o mirar, ¿no es demasiado poco?
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