Las guerras absurdas
Por Osvaldo Bayer
Sí, repetimos una y otra vez: esta semana se cumplieron los cien años de la iniciación de la guerra mundial de 1914. Los pueblos occidentales y cristianos se enfrentaron en una contienda absurda y enviaron a la muerte a millones de sus jóvenes. Apenas un cuarto de siglo después, la guerra mundial de 1939, con los mismos contendientes. Repetimos: los mismos soldados sobrevivientes de la primera guerra, que con 18 años habían participado en ella, lucharon, con 39 años, en la segunda. ¿Cómo calificar a esas sociedades, de estúpidas o crueles en su magnitud más irracional? Crímenes inauditos. Y siguen las guerras. No hemos aprendido nada. Gaza, Ucrania, etc., etc. Inexplicable.
Estoy leyendo el libro del escritor alemán Egon Erwin Kisch titulado: ¡Regístralo, Kisch! Es la frase que le expresaron sus amigos al despedirlo cuando marchó al frente de guerra en 1914. Sí, que describiera hasta el menor detalle todo lo de esa inmensa insensatez y desatino que es la guerra. Un psicólogo calificaría a la guerra como bobería humana.
Los grandes héroes serán los mariscales, los generales, los altos oficiales. Y los soldados pasarán a ser “los muertos para siempre”.
Kisch lo va a registrar todo. Punto por punto. El, que fue enrolado a las tropas que luchaban contra los serbios. Por ejemplo: “A las 5 de la madrugada comenzó una lluvia que podríamos calificar de mortal, justo a la hora en que debíamos ponernos en marcha hacia el frente. Cuando el agua empezó a caer nos cubrimos con las lonas de las carpas que llevábamos en la mochila. Pero no se podía avanzar, tan fuerte era la lluvia, aunque se nos había ordenado que ese día, el 18 de agosto, día del cumpleaños del kaiser, debíamos conquistar la ciudad de Velbo. La tropa no pudo avanzar. Las filas de soldados se habían convertido en inmóviles figuras de piedra. ¡El ejército de hierro! Hasta ahora habíamos vivido muchas cosas en el frente serbio. Vimos muertos, heridos, prisioneros, ejecuciones. Sufrimos fatigas, cansancio, hambre, sed, heladas y calor en catorce días, en los cuales no pudimos cambiarnos la ropa ni quitarnos las botas. Pero aunque suframos algo mil veces más inhumano y atroz nada va a quedar más en nuestro recuerdo que esa lluvia salvaje que cayó sobre nosotros mientras marchábamos. Nuestra ropa se mojó totalmente y los pies estaban hasta el tobillo en el agua. La mochila nos tiraba hacia abajo y los pies vacilaban. La oscuridad se rompía con tantos rayos y relámpagos y los árboles se movían como cuervos voladores o perros gigantes o furias mitológicas. Repetidas veces intentamos avanzar, pero en cada paso hacia adelante resbalábamos dos pasos atrás. Luego de eso nos esperaba el cruel combate. Luego del combate, las tropas llegaron a una antigua fábrica de ladrillos que había sido convertida en hospital de campaña. Una barahúnda infernal dominaba el espacio que resultaba muy pequeño. Había soldados de sanidad junto a heridos, todos de verdad, médicos de cuatro regimientos, asistentes, estudiantes de medicina voluntarios, con un año de estudios, que unían las venas de la frente, otros que curaban las heridas más graves, el médico jefe vendaba las heridas de balazos. Los médicos ni siquiera llevaban delantal blanco sobre los uniformes, salvo uno o dos que se habían quitado las chaquetas y trabajaban en camisa. No había ni siquiera paja para acostar a los heridos y aquellos que no estaban en camilla sufrían tirados en el desnudo piso. Por los estrechos pasillos de los estantes de ladrillos aparecían los pies de los heridos, muchos de los cuales se miraban las manos destrozadas y todavía no vendadas, y con las piernas atravesadas por las balas de ametralladora. Se había requisado una mesa de alguna cabaña cercana y allí se realizaban las peligrosas operaciones. Un ropero había sido colocado en el medio de la habitación y allí un médico operaba a un soldado de infantería narcotizado, ampuntándole una pierna arriba de la rodilla. Y en una pequeña mesa que estaba afuera, otro médico del comando trabajaba en los intestinos de un soldado que había recibido un balazo en el vientre”.
“De pronto, un médico gritó: ‘¡Ahorren vendaje!’. Cada tanto llegaban heridos de bala traídos en camillas o a cuestas, o arrastrándose por sí mismos, para pedir auxilio. Detrás de la fábrica de ladrillos unos cien soldados, muertos. Eran aquellos que habían muerto en el camino o al llegar. Entre tanto, muy cerca, caían los proyectiles de artillería del enemigo.”
En uno de esos combates, el regimiento de Kisch es derrotado, y él lo explica así: “Nuestras fuerzas son derrotadas, se inicia una retirada. Resulta ser desordenada, desenfrenada, precipitada. Treinta oficiales habían muerto o estaban heridos. Centenares de soldados muertos o heridos graves, dos ametralladoras perdidas. El resto ya sin armas, como nosotros.
En el aparador acostado en el suelo, en la fábrica de ladrillos y sobre la pequeña mesa trabajaban los médicos que no habían dormido en toda la noche, amputando piernas y brazos, trepanaban cráneos, componían fracturas de mandíbulas, extraían balas de las sienes y los intestinos”. “Continuamente llegaban nuevos heridos, pero no en camillas, porque no había más. Se los traía entre dos fusiles o entre ramas, en lonas de toldos. Como una hiena en la batalla abría yo las mochilas de los pacientes del hospital buscando una camisa. No necesitaba estar limpia, pero sí seca. Por fin encontré una de uniforme, amarillenta, y me la puse. Pero era muy corta y el paño húmedo del pantalón se me pegaba ahora en mi piel. En la fábrica de ladrillos, donde quería vendar mi mano herida que perdía sangre, había un desorden que daba miedo. Vi también al comandante del regimiento que tenía un pie dislocado, el coronel estaba tirado entre soldados de infantería heridos, pero le habían dado una frazada.”
Luego describe la huida desde el hospital. Increíble, hasta le faltan palabras para describir todo eso. La guerra. En síntesis: un libro que describe la miseria humana de la guerra. Los muertos, los heridos, los que matan y los que mueren. Todo sin sentido. Salvo aquello cuando los pueblos luchan por su liberación de poderes omnímodos y explotadores.
Ni las agresiones ni las guerras traen soluciones. Ahora tenemos nuevas guerras o amenazas de guerras. Israel, ese pueblo que ha sufrido tanto, no tendría que haber buscado la solución con los bombardeos a la población civil de Gaza sino que, ante los cohetes de Gaza, tendría que haber denunciado el hecho ante Naciones Unidas para llegar a una solución. Y si no fuera así, enviar patrullas a Gaza para destruir las plantas de lanzamiento de cohetes, pero no recurrir a los bombardeos a la población civil que ha costado y puede seguir costando la vida de tantos niños y madres. Además de lo que significa la política de destrucción. La única fórmula para defender la vida no es la muerte. Es la palabra Paz.
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