Sarlo, con la hoz y sin el martillo
Publicado el 5 de Septiembre de 2011
Periodista
El periodista Carlos Barragán, autor del libro Soy la mierda oficialista, hace un acercamiento a las fantasías de la pensadora vernácula del momento. La intachable Beatriz Sarlo y sus inconfesables ganas de tachar nombres de los medios. El ensayo fue publicado en Diario Registrado.
Sa! Sa! Sarlo! La vida es sorprendente. Beatriz Sarlo, para criticar a Randazzo y defender a Joaquín Morales Solá y a la gran prensa independiente argentina donde ella publica sus escritos breves y difunde sus análisis en proclamas sonoras, tomó como caso testigo a Tinta Roja, un pequeñísimo programa que va de 13:00 a 14:00 en Radio Nacional con Cynthia Ottaviano, Thelma Luzzani, Mariana Moyano, la muy esporádica participación de Artemio López y la mía. Aunque eligió agarrársela con Ottaviano y conmigo.
Las críticas de la crítica literaria fueron básicamente las mismas que recibe 6,7,8 o cualquier medio simpatizante del gobierno: que nosotros mentimos cuando denunciamos operaciones de prensa porque la realidad es que La Nación y Clarín hacen todo bien. No me voy a extender en esto porque me voy a permitir ocuparme sólo de la parte que Sarlo me dedicó particularmente. No por mí, sino porque creo que implica una avanzada que va del plano de la discusión al de la impugnación.
Sarlo, de manera resumida y muy prolija, dio su definición sobre qué es Tinta Roja y quiénes lo hacen. Cuando llega mi turno Sarlo dice (y es sic) “…está Barragán haciendo sus chascarrillos habituales, o sea que hace doble turno, Barragán. Parece uno de esos inmigrantes de comienzos de siglo que trabajan las 24 horas haciendo lo mismo, porque hace doble turno con 6,7,8 a la noche.”
INMIGRANTE DOBLE TURNO. Gonzalo llegó de España alrededor del año 1933, era mi abuelo Gonzalo González (porque mi nombre legal es Carlos Adolfo González Barragán, pero por esos misterios desde primer grado todo el mundo decidió llamarme sencillamente Barragán, el de mi madre, descartando el resto). Gonzalo venía de Préjano, un pueblito de montaña en el centro de la Rioja española. Había trabajado en las minas de carbón desde los once años, porque el tamaño de los niños era el ideal para pasar por aquellos túneles estrechos y profundos que dejaban pesadillas de por vida a sus sobrevivientes. Fue un inmigrante de principios de siglo que apenas llegó se fue a Balcarce a la cosecha de papas; me contó más de un vez –más de varias, como hacen los viejos– que la cosa consistía en colgarse una bolsa a la cintura, agacharse y escarbar el suelo para depositar las papas en la bolsa. Llenar la bolsa y descargarla en un carretón, y anotar la carga porque cada una sumaba los centavos que se convertirían en los pocos pesos que eran la paga del inmigrante. Mi abuelo Gonzalo debió haber trabajado doble turno en aquellos tiempos. Supongo eso porque a pesar de haber sido un pibe de 16 años, él recordaba muy bien cómo le dolía todo el cuerpo cuando llegaba la noche y se iba a dormir en alguna tienda de campaña, o debajo de las grandes y altas carretas que transportaban la riqueza de la tierra.
24 HORAS LO MISMO. Muchos de nosotros somos nietos de esos inmigrantes que trabajaban doble turno, y como dice Sarlo, desgraciadamente “haciendo todo el día lo mismo”: trabajos embrutecedores y aburridos como recoger papas, cargar maíz, hombrear reses, apilar ladrillos. Entiendo que Sarlo es una señora con sensibilidad social, por lo menos eso es lo que se debe creer de cualquier persona con ideas de izquierda, y Sarlo dice que las tiene y que las tuvo muy de izquierda. Por eso me sorprende que utilice esta figura del exiliado de la miseria europea que trabajaba a destajo por pagas miserables como una manera de descalificarme o maltratarme un poco. Podría haber dicho que soy un ignorante (adjetivo que en ella sonaría muy creíble, y aplicado a mi persona mucho más). Podría haber dicho que soy un advenedizo, un atorrante, un vivillo que agarra todo lo que se le presenta porque el momento le es propicio. Sin embargo algo, no sé qué, pero algo en ella hizo que me despreciara utilizando la figura del inmigrante muerto de hambre que trabajaba doble turno haciendo lo mismo las 24 horas del día. Quizá la idea de que soy un hambriento, un desesperado por acumular y aprovechar las oportunidades, le trajo a la mente esta figura que es más o menos la del abuelo de casi todos nosotros.
Claro que Sarlo no tiene por qué saber que tengo más de un trabajo desde hace muchos años, a veces he tenido hasta cinco trabajos a la vez porque me gusta lo que hago y si hay mucho de lo que me gusta, y me gusta quien quiere que yo lo haga, lo tomo. Soy –y me sigo sorprendiendo por eso– muy trabajador.
Pero hay otra cosa en este mediano desprecio que Sarlo me dedica: es el contenido que subyace en el comentario del tipo que “hace las 24 horas lo mismo, doble turno con 6,7,8 a la noche”. Me voy a permitir suponer (o analizar, pero suponer será un verbo más preciso porque apenas tengo un bachillerato nacional) qué es lo que quiso decir Sarlo.
QUE ME VAYA. Un tipo que hace todo el día lo mismo (y que evidentemente no lo hace para sobrevivir como mi abuelo) lo hace porque es un oligofrénico, o por fanatismo, o por una paga suculenta. Descartemos que Sarlo piense que soy un oligofrénico. Las otras dos opciones son reprobables. El fanatismo es reprobable porque habla de una irracionalidad peligrosa para el resto de la sociedad que no es fanática sino moderada y razonable (nota: entre otras cosas nos vienen vendiendo que ser moderado es un valor en sí mismo, y que sus destemplados ataques a todo lo que no les gusta son el paradigma de la moderación). Vuelvo: el fanatismo es reprobable y la ambición económica es reprobable en este caso porque mis honorarios supuestamente suculentos vienen del erario público (ese que engrosa Luis Majul con sus impuestos). En cambio, Sarlo podría ser ambiciosa económicamente porque le pagan empresas privadas que como todos saben hacen sus dineros de modo prístino y virginal.
Entonces hacer todo el día lo mismo tiene una carga muy negativa. Pero además, eso que hago en demasía lo hago en los medios públicos, por lo tanto podría inferir que Sarlo tiene un problema con mi presencia en esos medios. Su comentario de alguna manera se podría traducir en “por qué tenemos que soportar y pagar a este tipo que está en los medios públicos con tanta frecuencia”. Bueno, por un lado porque hace varios años a Jorge Halperín, a mí y a todo un equipo que hacía un programa exitoso, prestigioso y querido, nos echaron por “decisiones empresariales” de la misma radio donde ella hoy me acusa de inmigrante y ya no tengo ese espacio de pureza. Y podría darle otras respuestas, pero prefiero centrarme en que su comentario implica con bastante obviedad que sería deseable que yo no estuviese en la radio ni en la tele. El espontáneo análisis de Sarlo toma un desvío resbaladizo: empieza con una discusión de ideas pero pasa ligeramente a la propuesta o sugerencia de que alguna gente –en este caso yo– no esté, no exista, no sea escuchada, se vaya de los medios para que no jodan al buen periodismo independiente que ella y sus colegas de La Nación y radio Mitre ejercen con una decencia de la cual al parecer carezco.
SIEMPRE SOY LO MISMO. Voy a hacer una confesión. Más para Sarlo que para ustedes. Hace algunos años, cuando Mauricio Macri recién empezaba a perfilarse como político y a mí esa idea me ponía los pelos de punta, yo tenía mucho trabajo. Trabajaba al mismo tiempo para Lalo Mir, para Humberto Tortonese, para Elizabeth Vernaci y para Adolfo Castelo. Y había días, un poco por mi obsesión antimacrista, y otro poco porque ya quería evitar esto que hoy sucede en la Ciudad de Buenos Aires, que les escribía a todos ellos algo en contra de Macri. En los chistes, porque siempre era humor, pero no podía evitarlo. Era algo que me salía naturalmente, no había estrategia, yo no tenía partido político, ni militaba en nada. Sin embargo desde mi casa, escribiendo aislado, sin apoyar a nadie ni a ningún partido hacía lo mismo que hago ahora: poner mis ideas y mis convicciones en lo que hacía. Trabajaba para empresas privadas, las 24 horas haciendo lo mismo: haciendo de mí, poniendo lo que pienso y lo que soy en lo que hago.
LA MALEZA. Entiendo que Sarlo desconocerá y rechazará de plano lo que acabo de escribir –hasta me parece escucharla decir que me victimizo y que ella nunca pidió que yo no esté en los medios–. Sin embargo, insisto en creer que su idea de mi doble turno de mercenario no es inocente. Si yo trabajara en La Nación y tuviera la dignidad de sus periodistas, me indignaría. Ese sentimiento noble no me está permitido porque soy oficialista, y entonces debo conformarme con ser esta maleza que los dignos quieren recortar del suelo. Porque Sarlo no quiere discutir conmigo –que no estoy a su altura y hablo por la paga–, quiere extirparme para que las cosas bellas florezcan en paz: Morales Solá, Obarrio, La Nación, Sirvén, Lanata, Pagni, Van der Kooy, sus colegas. Así es ser un intelectual de ex-muy izquierda: molestarse por un tipo que hace chascarrillos. Un jardinero cuidadoso que no quiere yuyos en su jardín. Un exquisito pensador tan sensible que no puede soportar las convicciones del vulgo. Y lo más inquietante es que soy sólo un caso testigo, que hay otras malezas como yo que los dignos periodistas independientes van a tratar de erradicar de los medios. Salvo que repriman sus deseos con mucha fuerza. <
En primera persona
Soy la mierda oficialista es el último libro de Carlos Barragán y es, además, en su visión, “un relato en primera persona que incluye a miles”. A través de sus reflexiones, el autor revisa el cambio histórico denominado kirchnerismo. A continuación, los relatos “El dolor sin condolencias” y “La eternidad en aerosol”:
El miércoles del Censo aproveché a dormir un rato más, hasta las nueve y media. Marina me despierta con cara sombría: Internaron a Néstor y dicen que está grave.” La sigo hasta la cocina, Víctor Hugo está diciendo que “murió Néstor Kirchner”. Hace dos minutos yo estaba durmiendo. ¿O sigo durmiendo? A Marina, como en las películas, se le cae de la mano el control remoto de la tele que estaba a punto de encender para encontrar novedades. Durante media hora no entiendo, pongo Crónica para ver con ojos peronchos lo que haya que ver. Quiero una mirada que entienda y que no explique nada. Después lloro. Mi hija Lara nunca me vio llorar y le cuento que es porque murió el marido de la presidenta. Ella sabe que queremos a la presidenta.
Durante los días de la 125 le habíamos simplificado (o no tanto) que había que defenderla porque unos malos la querían echar. Creo que habíamos decidido darle alguna explicación por la cantidad y calidad de insultos que la nena de cuatro años nos escuchaba decir a diario. El sábado le expliqué que Néstor también fue presidente y que gracias a que convirtió al país –que estaba pobre y triste– en un país lindo, con su mamá nos animamos a tenerla a ella.
Pienso que le tendría que haber puesto Néstar.
Arreglé con mi amigo Berlanga para ir a la Plaza. Estamos bajo la recova de la Catedral. Le digo a Berlanga que las iglesias son frescas, que en el pasado eso debe haber sido otro de sus atractivos. Llega Marina con unos amigos y me pregunta si entré a conocerla. Le contesto que no se me ocurrió.
Ahí estamos, apoyados en una pared donde alguien escribió “Néstor, hasta la victoria” y una rayita que no llegó a ser la palabra “siempre” porque para resguardar la santa pintura de exteriores alguien echó al escritor. Pienso que la palabra “siempre” en la pared de la catedral no hubiese desentonado.
Desentona más la palabra Néstor.
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