Florencio Randazzo, Clarín y La Nación
Publicado el 2 de Septiembre de 2011Por
La democracia argentina es perfectible, pero desde 1983 nunca ha sido fraudulenta. Inclusive Clarín y La Nación lo publicaron luego de las elecciones legislativas de 2009 que perdió el oficialismo.
Faltas y delitos electorales son una cosa, y una elección fraudulenta es otra. En palabras pobres, una falta electoral es promover, mediante la publicidad, la captación del sufragio para candidatos a cargos electivos nacionales antes de los 32 días previos a la fecha del comicio. Un delito electoral, en cambio, es que el propietario de un inmueble situado dentro del radio de 80 metros de un local de votación organice o permita la reunión masiva de electores.
Una elección fraudulenta es aquella en la cual maniobras prohibidas por la ley logran que quien hubiera ganado, de no haberse realizado dichas manipulaciones, pierda; o quien hubiese perdido, gane. La democracia argentina es perfectible, con toda seguridad, pero desde 1983 nunca ha sido fraudulenta. Inclusive Clarín y La Nación lo publicaron luego de las elecciones legislativas del 28 de junio de 2009 que perdió el oficialismo.
Dicho esto, es pertinente recordar que la Dirección Nacional Electoral –el organismo nacional responsable de programar, organizar y ejecutar las tareas que la legislación le asigna en materia electoral y de partidos políticos– depende del Ministerio del Interior, a cargo de Florencio Randazzo. Por extensión, deslizar que la elección primaria del 14 de agosto fue fraudulenta es imputarle al ministro como menos ser incompetente, y como mucho haber violado la ley. Ser ministro de este gobierno no hace de Randazzo alguien infrahumano, por lo que haber reaccionado ante la sospecha como lo hizo en la conferencia de prensa del martes 30 de agosto constituye en principio el ejercicio de su derecho de defensa de la gestión.
No sólo eso. La legitimación de origen –y un proceso electoral limpio la concede a los ganadores– está directamente relacionada con la solidez de las instituciones. Así lo reclamó el diario Clarín el 28 de junio de 2009: “Pero pareciera plantearse de nuevo un problema que la democracia reconquistada en 1983 no ha logrado solucionar en forma definitiva: el de la gobernabilidad.” Si se acepta este análisis, Randazzo hizo lo que la prensa –cuando le vino bien– le reclamó.
El periodismo, en Argentina, puede escribir (y escribe) prácticamente cualquier cosa y lo que desea. Eso no lo pone a salvo de que lo escrito sea un elemento adecuado para juzgar la seriedad del periodista y el derecho a la libertad de expresión está integrado por la posibilidad de cualquier habitante de manifestar lo que piensa al respecto. Incluidos los ministros del Poder Ejecutivo Nacional. Reproducir las cizañas de la oposición respecto de la cristalinidad del acto electoral es una cosa (“Un cronista reproduce las denuncias de irregularidades de un dirigente opositor o las declaraciones de un juez federal que habla de errores”), como lo son las faltas y los delitos electorales; hacer propias las imputaciones, otra (“Buscar mayoría sin escrúpulos”), como lo es una elección fraudulenta.
En lo personal, no me parece dañino que dos jóvenes periodistas interpelen a un funcionario público durante una rueda de prensa; “joven” no tiene por qué ser sinónimo de bisoño, así como “periodista” no tiene por qué equivaler a obediente. Lo que sí me parece indispensable es que el ministro del Interior, terminado el escrutinio definitivo, haya dicho lo que creía que tenía que decir respecto de unas elecciones que la oposición había cuestionado. Si, como escribió Clarín, se perdió la oportunidad de festejar por el triunfo de la presidenta y prefirió confrontar, no es más que una opinión sobre lo que debiera haber hecho. Pero resulta que el que tiene la función ejecutiva no es el periodista sino el ministro. Una cosa es una cosa, y otra cosa es otra cosa.<
La democracia argentina es perfectible, pero desde 1983 nunca ha sido fraudulenta. Inclusive Clarín y La Nación lo publicaron luego de las elecciones legislativas de 2009 que perdió el oficialismo.
Faltas y delitos electorales son una cosa, y una elección fraudulenta es otra. En palabras pobres, una falta electoral es promover, mediante la publicidad, la captación del sufragio para candidatos a cargos electivos nacionales antes de los 32 días previos a la fecha del comicio. Un delito electoral, en cambio, es que el propietario de un inmueble situado dentro del radio de 80 metros de un local de votación organice o permita la reunión masiva de electores.
Una elección fraudulenta es aquella en la cual maniobras prohibidas por la ley logran que quien hubiera ganado, de no haberse realizado dichas manipulaciones, pierda; o quien hubiese perdido, gane. La democracia argentina es perfectible, con toda seguridad, pero desde 1983 nunca ha sido fraudulenta. Inclusive Clarín y La Nación lo publicaron luego de las elecciones legislativas del 28 de junio de 2009 que perdió el oficialismo.
Dicho esto, es pertinente recordar que la Dirección Nacional Electoral –el organismo nacional responsable de programar, organizar y ejecutar las tareas que la legislación le asigna en materia electoral y de partidos políticos– depende del Ministerio del Interior, a cargo de Florencio Randazzo. Por extensión, deslizar que la elección primaria del 14 de agosto fue fraudulenta es imputarle al ministro como menos ser incompetente, y como mucho haber violado la ley. Ser ministro de este gobierno no hace de Randazzo alguien infrahumano, por lo que haber reaccionado ante la sospecha como lo hizo en la conferencia de prensa del martes 30 de agosto constituye en principio el ejercicio de su derecho de defensa de la gestión.
No sólo eso. La legitimación de origen –y un proceso electoral limpio la concede a los ganadores– está directamente relacionada con la solidez de las instituciones. Así lo reclamó el diario Clarín el 28 de junio de 2009: “Pero pareciera plantearse de nuevo un problema que la democracia reconquistada en 1983 no ha logrado solucionar en forma definitiva: el de la gobernabilidad.” Si se acepta este análisis, Randazzo hizo lo que la prensa –cuando le vino bien– le reclamó.
El periodismo, en Argentina, puede escribir (y escribe) prácticamente cualquier cosa y lo que desea. Eso no lo pone a salvo de que lo escrito sea un elemento adecuado para juzgar la seriedad del periodista y el derecho a la libertad de expresión está integrado por la posibilidad de cualquier habitante de manifestar lo que piensa al respecto. Incluidos los ministros del Poder Ejecutivo Nacional. Reproducir las cizañas de la oposición respecto de la cristalinidad del acto electoral es una cosa (“Un cronista reproduce las denuncias de irregularidades de un dirigente opositor o las declaraciones de un juez federal que habla de errores”), como lo son las faltas y los delitos electorales; hacer propias las imputaciones, otra (“Buscar mayoría sin escrúpulos”), como lo es una elección fraudulenta.
En lo personal, no me parece dañino que dos jóvenes periodistas interpelen a un funcionario público durante una rueda de prensa; “joven” no tiene por qué ser sinónimo de bisoño, así como “periodista” no tiene por qué equivaler a obediente. Lo que sí me parece indispensable es que el ministro del Interior, terminado el escrutinio definitivo, haya dicho lo que creía que tenía que decir respecto de unas elecciones que la oposición había cuestionado. Si, como escribió Clarín, se perdió la oportunidad de festejar por el triunfo de la presidenta y prefirió confrontar, no es más que una opinión sobre lo que debiera haber hecho. Pero resulta que el que tiene la función ejecutiva no es el periodista sino el ministro. Una cosa es una cosa, y otra cosa es otra cosa.<
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