Carta Abierta/12: La diferencia
1.
El actual gobierno mantiene una
diferencia que se hace notoria cuando crece la espesura de hechos que son
portadores de cierta turbación y ambigüedad. Pero en las innumerables tensiones
de la hora, permanece siempre un sentido decisorio ligado a un círculo efectivo
de protección de las grandes reformas introducidas en la vida social, en la
economía de los sectores populares, en las acciones que involucran al Estado
asumiendo responsabilidades colectivas indelegables. Y, desde luego, en el
tejido de la memoria nacional, como lo demuestran los juicios que siguen
ensanchando las fronteras de la democracia activa, hijos del hiato que
significó la decisión de que los símbolos del terrorismo de Estado caigan de
las paredes del Colegio Militar en donde superponían la historia aciaga del
pasado con las historias nuevas que debía vivir el país.
Así, el kirchnerismo es un
implícito y explícito sentido de la historia basado en el igualitarismo
político, social y de género; en el desarrollo nacional compartido con nuevas
políticas ambientales, lo que aún debe perfilarse con vigor e imaginación
nueva; en la modernidad basada en críticas pertinentes a la globalización; en
el autonomismo de los movimientos sociales, aun cuando entre ellos y el Estado
todavía deben generarse posibilidades más ricas de interrelación; en la
promoción científica y técnica bajo el doble resguardo de la soberanía nacional
y la autonomía del pensamiento crítico; en un latinoamericanismo activo que se
inspire en los legados más que centenarios y pueda concretarse en el siglo XXI
en nuevas sociedades mancomunadas sobreponiéndose a las acciones
desestabilizadoras que son un acecho permanente, como lo demuestra el caso del
Paraguay. Y tantos otros hechos, operantes en la memoria pública, que no se
pueden oscurecer por los tropiezos y obstáculos que se ciernen en el horizonte.
Pero el kirchnerismo es también una actuación posible, necesariamente creativa,
en un mundo capitalista en quiebra, que como decían viejos y respetables
escritos, surge y crece con sangre entre sus poros, arrastrando a los procesos
populares, muchas veces, en su ordalía de decadencia y servidumbre.
Brecha, pausa, fisura, hendija,
diferencia. Quedémonos con esta última palabra, aunque las demás son parecidas.
En todos los casos se desea significar la figura de una innovación en la
espesura de hechos, y como se ha dicho, de una peculiaridad irreductible que
subsiste en el movimiento político que gobierna el país a pesar de que se lo
quiere ver inmerso en el manejo de arbitrariedades, como disuelto en retrocesos
y pequeñas maniobras de subsistencia. Decir diferencia presupone una fórmula
para volcar los hechos hacia la percepción de las novedades, que los hace
distinguibles a pesar del cúmulo de incidentes circunstanciales y con apariencias
contradictorias con el significado que los origina. Es que el kirchnerismo, en
primer lugar, es un modo de tomar decisiones bajo el acoso de severas
circunstancias políticas. Hay en la Argentina un rompecabezas que no se
descifra con los conocimientos clásicos, aunque muchos de sus tramos son
sabidos. Continúa entre nosotros la tarea de desfondar el núcleo principal de
creencias que selló, hace casi una década, la voluntad de revertir en el país
los daños inferidos por una revolución conservadora indefendible, aunque sus
consignas destructivas todavía se resistían a salir de escena luego de la
formidable crisis del 2001, como lo prueba la votación del 2003, donde Menem
aun ocupaba el primer lugar y el no muy conocido Néstor Kirchner el segundo.
Para percibir lo que mencionamos como desfondamiento o violentación, basta leer
los diarios, porque en ellos está la noticia y también el ariete que las recrea
a la manera de un bonapartismo mediático.
¿Cómo se produce el permanente
quebrantamiento de la institución gubernativa a partir de los procesos
contemporáneos de la justicia y del bonapartismo mediático? Podemos ver que
bajo el acoso de un impresionante aparato comunicacional se emplean estilos
profundamente corrosivos. Toda inmediatez es promovida como si no hubiera
diferencia entre las ocurrencias desdichadas en una sociedad compleja
–accidentes varios, hechos de sangre, vulnerabilidad de derechos, todos los
sucesos lamentables de la vida injusta, que no ha desaparecido de ninguna de
las grandes metrópolis mundiales, inclusive las nuestras-, con lo que podríamos
llamar la Culpa Estatal. Tan sólo los que insisten machaconamente que la
Presidenta no distingue entre su vida privada y los asuntos públicos, son
quienes presentan la imagen de una sociedad quebrada por la inseguridad, la
corrupción y la inflación. Para mostrar esta tesis, una batería de imágenes de
situaciones de criminalidad se encarga cotidianamente de privar de contextos y
de marcos explicativos singulares a acontecimientos que parecerían emanar de un
gran hueco donde las vidas están en peligro constante y la responsabilidad de
todo ello recaería sobre el Estado.
Todo gobierno de raíz popular hoy
está en riesgo y debe partir de esa premisa. Y para disminuir esos riesgos sólo
vale acentuar y promover un sentido de realidad tan efectivo e histórico, como
empírico e intelectual. Este reclama una nueva visión crítica de los modos
comunicacionales que no sólo por ideología y voluntad, sino también por su
configuración tecnológica, encarnan una suerte de gobierno de las almas, donde
se infunden las nociones fundamentales de miedo, el primitivismo justiciero del
vengador y el pensamiento descartable y rápido, basado en golpes pulsionales
que anulan toda mediación entre sociedad e instituciones. No se trata de negar
la existencia de problemas, pero todos ellos, pasados por los tejidos
conceptuales y redes mediáticas, adquieren un estatuto fantasmal, son
generalizables como juego inmediatista de las conciencias, infundiendo un
sentido de ciudadanía aterrorizada, dispuesta -frente al abismo conceptual que
se les presenta- a darle sustento a ideologías de mano dura, securitistas,
planes de ajuste, pedagogías del pánico; en suma, derechización de las
sociedades.
Contra eso nos expresamos y
luchamos. Sabemos que para atacar al gobierno, se ataca la diferencia que
encarna. Y para eso se recurre no apenas a los grandes mitos comunicacionales
de la vida segura y purificada –mito despolitizador, pues sólo la política
pública y colectiva puede dar seguridad democrática a las poblaciones sin
artificializar las formas de vida-, sino a enviar sus arietes de izquierda a
las zonas de superposición con los grandes aglutinantes de la globalización
–por ejemplo, la política minera, que aún no cuenta con suficientes resguardos
en cuanto a las exigencias ambientales y, más todavía, a las exigencias de vida
de las comunidades cercanas a los establecimientos extractivos -, sabedores que
allí hay tareas incumplidas, definiciones que deben transitarse. Pero al
señalarse que se está frente a un gobierno que sostiene esquemas económicos
atravesados por las dificultades de la hora, los grandes medios han decidido el
esfuerzo máximo de travestismo. Mientras acusan al gobierno de apócrifo,
deciden ser de derecha cuando atacan los horizontes avanzados en cuanto a las
política de derechos humanos; deciden ser de izquierda cuando atacan las
políticas extractivas; deciden ser lo contrario de lo que fueron en el 2008
cuando en el 2012 sugieren un sojadependencia; deciden ser libertarios cuando
atacan a los periódicos oficiales por ser “pautadependientes”, abandonando como
una ilusión adolescente su situación real de ser los grandes medios de
comunicación que, a su vez, son empresas del capitalismo internacionalizado,
siempre dispuestas a asociarse a las causas más retrógradas del vasto mundo.
Todo, con tal de atacar la
diferencia, aquello que hace del kirchnerismo una instancia que se sitúa en el
terreno de la decisión nueva. Nueva por guardar el espíritu de cambio de
generaciones anteriores, nueva porque navega en las aguas inciertas de una
humanidad sometida a poderes coercitivos e inhumanos, y preserva el hilo
esperanzado de una sociedad con derechos y libertades redescubiertos para
innovar las prácticas políticas. La lucha por mantener y ampliar la brecha está
a la orden del día. No se ha oscurecido esa diferencia por la serie de
obstáculos que surgen transversalmente de las afueras y del propio interior de
ese movimiento político, si lo definimos como colector de amplias modalidades
del ser político, tal como se ejerce en los partidos populares argentinos. Ante
ello, son necesarios nuevos procedimientos, o la conciencia de nuevos
procedimientos que eviten que la distancia de hecho y de derecho producida
respecto a la política tradicional, sea devorada por esa misma política
tradicional que tiene a su disposicion toda clase de máscaras para su oficio de
desfondamiento: máscaras de moralidad abstracta y de izquierdas que no son
lúcidas ante la paradoja.
Una
nueva derecha quiere que se olvide que lo que da fuerzas a esta experiencia
contemporánea es el modo cómo, desde sus comienzos, se ligó a la idea de
resistencia en los 90, a las movilizaciones sociales inaugurales del siglo XXI
y a las tenaces luchas por la memoria y por los derechos, para entonces
sumergir la diferencia que organizó el espacio político de esta década. Lo suyo
es el aplanamiento cultural a las formas más establecidas de un optimismo
comunicacional y sentimentaloide, la legitimación de políticas de
criminalización social ejercidas por policías bravas que siguen utilizando la
tortura como brutal método represivo, la despolitización enunciada como
horizonte de la gestión estatal, la realización de medidas de contención social
sin vocación transformadora. Se erige, explícitamente, como alternativa de un
tipo de concepción de la política que es conflictiva porque se pretende
transformadora, que es reapertura de problemas porque se sabe disruptiva, que
por muchos momentos parece apenas balbuceada pero porque no renuncia a su propia
invención.
No
puede haber, para nosotros, continuidad entre la experiencia política de la que
somos parte y esa nueva derecha que quiere erigirse como heredera. Porque si
apoyamos la ley de medios es también porque debatimos el formato bajo el cual
se forjan subjetividades a la orden de la sociedad del espectáculo. Porque si
habitamos el presente con angustia y entusiasmo es porque no creemos que el
horizonte pueda ser definido por una idea de felicidad colectiva centrada en el
consumo y en la reproducción del capital. Porque si hacemos política es porque
vemos, en la escena contemporánea, los intersticios a expandir no sólo para la
reparación de los muchos daños que vivió nuestro pueblo, sino también para la
creación de formas de vida emancipadas. Nada de eso persistirá si triunfan
aquellos que quieren acotar el kirchnerismo a una etapa casual del peronismo,
transitoria y renunciable, declarando sucesores naturales a las derechas
internas. Lo que está en juego no es poco. Y no se trata de una oscura disputa
de poder sino de la posibilidad de que lo sucedido y lo realizado no sea
liquidado por los agentes de la repetición, ni conjurado por las fuerzas
–múltiples y extendidas- del conservadurismo argentino, presente tanto al
interior como fuera de la alianza electoral triunfante.
La
situación en el movimiento obrero organizado deja en evidencia el enorme
retraso que existe en el campo nacional y popular con respecto a superar viejas
modalidades de organización corporativa y de connivencia con las patronales que
hoy se transforman en un lastre para el proceso que vivimos. Durante décadas se
amasó en Argentina un modelo de sindicalismo que si bien defendía, en algunos
casos, los derechos de los trabajadores que representaba, al mismo tiempo fue
constituyendo lógicas empresariales en su interior y cercenando alternativas.
De allí el nombre de “corporación” que se ha arrojado a la discusión pública.
Si la actual hora argentina es, como creemos, de profundas transformaciones, y
si está en juego la democratización de cada vez más esferas de la vida social,
entonces lo que alumbra este conflicto es la posibilidad de modificar las
antiguas organizaciones sindicales. Hoy necesitamos de la participación de los
trabajadores, representados democráticamente, en la convocatoria a discutir la
participación activa en la construcción conjunta del proyecto nacional.
La
ruptura de un sector de la CGT con el gobierno, y su sorprendente alianza con
la derecha, contrasta tanto en prácticas sindicales como en posicionamientos
políticos con la experiencia que expresan los gremios nucleados en la CTA que
conduce Hugo Yasky. A esta constatación no son ajenos ciertos sectores de la
clásica central obrera, pero su rol minoritario diluye las posibilidades de
incidir en los grandes trazos de la política que se construye desde Azopardo.
En el
mundo sindical, las viejas conducciones no pueden admitir que la incorporación
de más de cuatro millones de jóvenes trabajadores al circuito productivo
acentúe la urgencia de un modelo sindical distinto, con democracia interna y
mayores libertades de actuación y representación. La actual legislación no ha
podido impedir la fragmentación política de las estructuras tradicionales, ni
garantizar que alguno de esos fragmentos sea genuino apoyo para el proyecto que
gobierna la Argentina desde 2003. La
ruptura de su alianza con el gobierno no acredita, para Hugo Moyano, el papel
que tampoco pueden acreditar para sí aquellos que claman para sucederlo.
La
crisis del viejo modelo sindical seguirá siendo una atmósfera propicia para el
conservadurismo y la reacción si no es superada con la promoción de leyes que
garanticen la plena participación de los trabajadores, que establezcan métodos
transparentes de elección, que ilegalicen los procedimientos y prácticas que
naturalizan el fraude y la proscripción de listas opositoras, que aseguren la
incorporación y representación de las minorías y que, en definitiva, preserven
la autonomía sindical y la plena libertad de agremiación.
En esta
escena el juicio y castigo a los culpables materiales e intelectuales del
asesinato del joven Mariano Ferreyra, cuyo principal acusado es José Pedraza,
constituye un inédito hecho contemporáneo que, paradojalmente, surge de un
reclamo social, de las actuaciones estatales y de los giros político-culturales
profundos de la etapa política, más que de una impostergable revisión del
propio sindicalismo en crisis. Un antes y un después quedará sellado por el
resultado de este juicio en el que no puede quedar habilitada ningún tipo de
impunidad.
Por eso
insistimos: son necesarios nuevos procedimientos, porque la diferencia que el
kirchnerismo encarna está a la vista. Como ciertas constelaciones, en el
agitarse de los días, a veces se ve más nítida y otras no, se balancea entre
las zonas penumbrosas de un país difícil para las grandes transformaciones.
Para los que hace mucho entienden qué es lo que está en juego, es precisamente
por eso –por la diferencia, que es la forma de la esperanza- que lo atacan.
2.
Si algo
se viene construyendo como identidad del proyecto en despliegue es lo
democrático-nacional-popular. La frase no es un clisé, pues está abierta a la
vida cotidiana, a las clases sociales productoras, a los intelectuales de todas
las corrientes que interpretan con pluralidad de estilos las necesidades de un
cambio civilizatorio. Lo recorrido desde el 2003 instituyó a la autonomía
financiera como raíz de la política
económica y también de la propia cultura de esta etapa histórica. Desendeudarse
y ser libres para formular nuestros planes, establecer nuestra fiscalidad,
direccionar nuestro crédito, manejar nuestra moneda, disponer de nuestras
reservas, controlar los movimientos del capital especulativo, evitar la fuga de
divisas. Una libertad que, articulada con valores patrióticos, resiste las
imposiciones de las hegemonías
mundiales, de amarrar con una lógica unívoca las institucionalidades
nacionales, naturalizando un pensamiento único con un lenguaje hecho de
palabras que hoy las mayorías populares perciben como penurias, mientras ellos
las pronuncian como dogma de la virtud: mercado, ajuste, austeridad, clima de
negocios. La nueva época fomentó el renacer de la industria y el vigor del consumo popular, lo que hubiera
sido imposible sin el reencuentro de la economía y la política, de la mano de
las decisiones distributivas.
El
tránsito de años y de esfuerzos ha dejado una marca en la conciencia y la
sensibilidad popular: no hay vuelta atrás, no se atará más el destino nacional
al capital financiero internacional y sus préstamos usurarios. Ser dueños de lo
nuestro conduce a otros debates y objetivos peliagudos: definir el proyecto de
país, de estructura productiva, de diversificación sectorial, de innovación
tecnológica, de modelo extractivo, de articulación en la integración regional;
nada de esto puede ser agenda del mercado ni de decisiones de corporaciones
oligopólicas, sino una cuestión de ciudadanía. Así, la determinación del
ingreso de inversiones extranjeras reclama ser involucrada en esa esfera, con
la discriminación estatal de cuáles son virtuosas y cuáles son innecesarias e
indeseadas.
El
ingreso indiscriminado de inversiones extranjeras vivido en otras épocas de
nuestra historia significó desarrollismo sin desarrollo, restricción externa en
lugar de aporte genuino de divisas, dependencia y no autonomía de la
tecnología, estructura económica deformada cuando se la requiere integrada,
polarización social que frustraba el anhelo de justicia distributiva,
acentuación de las brechas entre regiones que conspiraba contra la unidad
nacional. No hay proyecto de desarrollo conducido por una plétora de
inversiones extranjeras descontroladas y con destinos errantes. Así, entre un
desarrollismo mercantil y un proyecto nacional de desarrollo hay un abismo. El
segundo necesita de un plan ejecutado por los liderazgos y representantes
populares, apoyado en la participación social y su conducción descansa en la
dinámica de un bloque social diferente.
La
nacionalización de YPF es un hito hacia la conquista de la autonomía económica.
Junto al Correo, AYSA, la estatización de la administración de los fondos
previsionales, Aerolíneas Argentinas, son decisiones políticas que revierten la descalificación que sobre la
capacidad empresaria del Estado introdujo, en el sentido común popular, la hegemonía neoliberal. La subsistencia de
ese prejuicio es un lastre, una rémora del desprecio por la política, un residuo del elogio de lo privado sobre lo
público. Recuperar -revitalizado, mejorado y corregido- ese papel del Estado,
es vital para profundizar los cambios. Por eso, todo error en la conducción de
la gestión estatal, toda desidia o interés particularista en este ámbito,
revista una doble gravedad, la que significa en sí misma, y lo que carga en
ella como desprestigio de la llave maestra de la reconstrucción popular: la
democratización operativa del ámbito de la acción colectiva pública, encarnada
en sus instituciones estatales para las cuales ser mejoradas es su obligación
inherentemente ética y política.
Sin esa
recuperación resulta imposible contrapesar la extranjerización heredada del
neoliberalismo, uno de los ejes principales para la apropiación de los activos
y su renta nacionales de la globalización financiera. La YPF previa a la nacionalización, la
administración y el estado de las concesiones ferroviarias con sus episodios
trágicos y los comportamientos oportunistas en la fuga de capitales son muestra
acabada, por sus falencias, limitaciones y degradaciones, de la ausencia de una
gran burguesía nacional que pueda jugar -por sí- ese rol.
Más productivos y justos resultarán esfuerzos en apoyo y fomento del despliegue de un
empresariado mediano ligado al empuje de mejoras en la productividad, a la
redistribución de ingresos, y a un destino propio comprometido con la suerte
del proyecto. De la misma manera, deberán seguir profundizándose los esfuerzos
por sostener y ampliar las experiencias de economía social que hoy recorren el
país más allá y pese a la invisibilización a las que son sometidas.
El
abordaje de la cuestión minera, que se entrecruza en los mismos nudos
problemáticos, no puede resumirse en un productivismo que omita que toda
producción es un acto social responsable, ni por una concepción purista de la
naturaleza que omita que es el trabajo humano el que la transforma en
habitable; sólo que la habitabilidad colectiva regida por el trabajo debe hacer
de éste un núcleo que albergue por igual las grandes funciones de la tecnología
y las conquistas del pensamiento crítico, según las cuales toda relación
social, y toda relación del hombre con la naturaleza y sus dones, es en última
instancia de carácter ético. Por eso se demandan justamente enfoques integrales
que contemplen tanto la explotación de riquezas con potencia generadora de
divisas, como el cuidado del ambiente y la integración de cadenas productivas
que eliminen la lógica de persistentes economías de enclave, en las cuales la
explotación se reduce a extraer y exportar minerales sin una doble mediación:
tanto la mediación industrializadora autónoma como la mediación ética
ambiental, de interés de los pueblos, no sólo los que habitan las regiones
afectadas por esa explotación, sino de las naciones en su conjunto. Nada mejor
que el ejemplo de YPF para avanzar hacia una minería sustentable aceptada por
los pueblos a través de eficaces mecanismos de consulta: una empresa nacional
que tenga centralidad en el desarrollo de la actividad y cuya racionalidad
exceda la acotada mira de la eficiencia basada en la rentabilidad de los grupos
oligopólicos.
Esa
centralidad y revitalización de las instituciones del Estado es requerida
también para revertir el deterioro producido por años de reacción conservadora
en el sistema de salud. Sistema fragmentado, ineficiente e injusto, resultado
de los sucesivos e intencionados golpes destinados a destruir lo público y
dejar el campo libre a la voracidad del mercado. Y aunada a una noción de
derecho a la salud, pero en igual relevancia a la expansión de derechos civiles
que hoy atraviesa el debate público, se presenta la necesidad de legalizar el aborto y haciéndolo de alcance libre y
gratuito, salvando vidas que por condición social no acceden hoy a
intervenciones adecuadas, y realzando el derecho a la maternidad por sobre la servidumbre
de la mujer.
3.
Una de
las palabras que todos los pueblos aprenden a pronunciar con prudencia es la
palabra tragedia. En este caso podemos decirla. La verdadera hecatombe
económico-social internacional que proviene de la crisis de la financiarización
construye un momento trágico de la historia contemporánea: destrucción de
servicios públicos que devienen en la desatención de derechos económicos y
sociales; organismos internacionales de crédito interviniendo como policía
financiera para garantizar las acreencias de los bancos en las periferias
europeas; Estados nacionales del centro del mundo puestos al servicio de los
intereses de las entidades bancarias de sus países; emisión desenfrenada de
divisas para el salvataje de las ganancias y los capitales de los
especuladores.
Personajes
mediocres gobiernan potencias como sombríos espantajos que balbucean lenguas
susurradas, cuando no directamente dictadas por el poder financiero y emiten
discursos que reclaman mayores ajustes y penurias a los pueblos y regiones
mundiales ya acosados por la globalización del capital bajo una implacable
estrategia especuladora, mientras los propios esquilmadores se solicitan a sí
mismos la continuidad de las políticas que condujeron al desastre. Ni una luz,
ni una idea, ni un asomo de inteligencia estratégica en las entrañas de un
poder mundial cada vez más tentado y familiarizado con las lógicas de la
impunidad. Impunidad de las guerras injustas, de los ajustes despiadados, de
los racismos, de las fronteras para los pobres y el internacionalismo para los
capitales. Se está construyendo, ante nuestros ojos, un destino que bordea un
sentimiento aterrador, con nuevas formas de vigilancia mundial, operaciones
clandestinas e intervenciones militares que provocan lo mismo que dicen querer
combatir, rediseñándose en las sombras un nuevo código penal sigiloso que
internacionaliza puniciones, regula su misma ilegalidad e introduce en el
propio campo civilizatorio nuevas formas
de violencia disciplinadora, que incluye acciones militares selectivas que no
quieren abandonar la conciencia humanista de Occidente, por lo que se consuelan
creyendo que son acciones de la razón los más bárbaros atropellos contra la
condición humana. Por eso, nosotros, también actuamos para rescatar un legado
filosófico y moral, que aun con sus renunciamientos y deficiencias, todavía
puede construir un destino colectivo basado en libertades irreductibles y
consideraciones últimas de la razón política inspiradas en las raíces de
autodeterminación que tiene toda vida colectiva.
La crisis
que hoy se vive es una concurrencia compleja de discursos, sistemas y
políticas. Es la evidencia de un fin de época de retrocesos servidos con
palabras edulcoradas que velaban la realidad mientras subterráneamente el
proceso avanzaba hacia el actual desastre:
fin de la historia, globalización, aldea global. La idea que pudo ser generosa
de una humanidad intercomunicada a través de sus mundos de vida, puede quedar
en manos de monopolios mediáticos que operan una forma de gobiernos sobre los
pueblos, sostenida en el terror subjetivo, el miedo al futuro, el abismo de la
historia que solo impondría un refugio en el oscuro placer de la sospecha, en
una sociedad del espectáculo que en vez de hacer crecer las artes visuales con
el recurso de las tecnologías vistas desde su lado emancipatorio, las ofrecen
como circuitos de control de los símbolos de éxtasis, dándole una mísera
resolución a la cuestión de la representación, el juego y la felicidad pública.
Como
herida expuesta queda la característica estructural de la época y su actual
desemboque: la hegemonía del capital y su despliegue revanchista contra el
trabajo, manifestada en una redistribución regresiva del ingreso que facilitó
la expresión extrema de la contradicción entre producción y consumo. Sin riesgo
para esa hegemonía el capital apuesta a una mayor financiarización y dramáticos
recortes de derechos humanos a los pobres. Una ruta a la barbarie. Sin embargo,
las luces frente a las tinieblas del mundo central asoman en la periferia. La
más prometedora, la más desafiante, la más transformadora es la de la nueva
América Latina y el Caribe, que en la situación mundial actual se constituye en
lo que podríamos denominar un bloque de resistencia contra la barbarie.
El
concepto de barbarie fue solicitado en múltiples ocasiones para juzgar las
paradojas de la historia. Se lo usó para visualizar lo extraño o lo extranjero,
aun cuando fuese portador de virtudes que no encajaban en la mochila de los
vencedores. Ahora, como un envío de los tantos sacrificados por culturas
políticas que cometieron el profundo error de sentirse superiores solamente por
gozar del imperio de la fuerza, surge de los horizontes latinoamericanos un
dictamen que viene de lejos y se escucha de múltiples maneras: la lucha contra
la barbarie implica revisar historias, construir conceptos nuevos que en la
maraña de horas de violencia que vive el mundo, rescate nociones arcaicas de
libertad creadora con los lenguajes de una modernidad de los pueblos, que
muestre que no cortar el hilo de la memoria es lo más avanzado que pueda
ejercerse en materia de liberaciones políticas, intelectuales y artísticas.
Vaya
paradoja de nuestros tiempos, reminiscentes como siempre de otros que se
presenciaron en el pasado, y que sólo divergen de estos porque la astucia de la
historia ha cambiado uno o dos nombres propios; los voceros de esa Europa que
parecía ilustrada e inclusiva, cuna de todas las artes y las ciencias y de toda
protección social, no trepidan en calificar de populistas a gobiernos
democráticos latinoamericanos que han vuelto sus miradas a procederes más
ajustados a los deseos y necesidades de sus pueblos. He aquí que si el voto en
Latinoamérica y el Caribe está menos “bancarizado” y responde más
aproximadamente a lo que necesitan sus indigentes y sus pobres, si crean
trabajo en lugar de destruirlo, si sus empresas son más controladas por los
Estados y los créditos bancarios se inclinan hacia los pequeños y medianos
emprendimientos en lugar de cómo siempre a oligo y monopolios, es porque los
acogió el demonio. Pero el pacto con el diablo, gran fábula literaria de todos
los pueblos, y que diera tanto en Europa como en Latinoamérica obras literarias
ejemplares, desde Goethe hasta Guimarâes Rosa, puede interpretarse hoy como una
nueva alianza entre ejércitos tecnológicos y tecnologías financieras, la que
usurpando la libre decisión de los pueblos, da curso a una nueva camada de
administradores de emergencia que suponen que las poblaciones agredidas
canjearán su futuro entrando en las nuevas burbujas del ilusionismo en el
nombre de lo que ya no puede pensarse a sí mismo: el capitalismo mundial, en
todos sus aspectos.
Consideran
honorable gesta atacar a numerosos gobiernos latinoamericanos, con la rara
persistencia de un bombardeo continuo, porque se les ha ocurrido dar pasos
hacia la autonomía de los países centrales. Estos herejes han decidido crear y
fortalecer la UNASUR y crear la CELAC -una renovada región con expansión de
derechos y nuevas formas sociales y económicas-, inspirados en las mejores tradiciones
independentistas y patrióticas. Las diatribas son feroces y odiantes. Más aún cuando provienen de los medios de
comunicación de la propia América Latina que les son afines y los partidos
locales de oposición. Evo Morales en Bolivia, Correa en Ecuador, Dilma y Lula
en Brasil, Néstor Kirchner y Cristina Fernández en la Argentina, Hugo Chávez en
Venezuela y Mujica en Uruguay, tienen la gran oportunidad, aun en sus
diferencias, para mostrar que las fuentes de la democracia que conciben como la
mejor forma de organizar la sociedad, implica una noción crítica frente a los
que consideran que las naciones libres ya son artificios, meras superficies
inventadas como efecto de los grandes negocios, tráficos clandestinos y dominio
irracional de la naturaleza.
El más
claro y reciente ejemplo de esta capacidad de la región es la sanción al
gobierno ilegítimo que desplazó a Fernando Lugo, acrecentada con la decisión
inmediata de incorporar Venezuela al Mercosur. Este hecho, que convierte a la
región en la quinta potencia mundial, es la más dura derrota asestada a la
diplomacia y a los servicios de inteligencia norteamericanos desde que el ALCA
fuera liquidado en Mar del Plata en 2005.
Por eso
es necesario preguntarse si este momento argentino y latinoamericano que se desenvuelve alrededor de los
principios de la libertad, la justicia y la dignidad de los pueblos está en
riesgo. ¿Es diferente este momento a otros, ya superados, donde se puso a
prueba lo que se estaba logrando? Esta pregunta habita en los que han tomado la
decisión de colocar sus esfuerzos alrededor de los principios legítimos que
animan estos gobiernos de la transformación. No hay dubitación en nuestro
apoyo, que se mantiene activo precisamente porque la pregunta por el riesgo, al
hacerse, obtiene respuesta afirmativa. Si hay riesgo, que lo hay, hay redoble
de la circunstancia solidaria con los gobiernos democráticos de la región. Por
eso tomamos la palabra junto con nuestro pueblo, que busca, recuperando
antiguas memorias y experiencias,
atesorar en sus manos el destino colectivo, cuando pasa del uno aislado
al múltiple, contradictorio y expresivo, diletante y combativo, critico sin
razón o con fundamento, que habita en el corazón de toda realidad. De ese
pueblo somos parte. Este es el que ha decidido estar, en su mayoría, junto a
nuestro gobierno, porque la historia marca su lugar.
Desde
los 70, donde todo nuestro continente hervía en los pueblos movilizados por una
historia diferente de la que labraron durante décadas la alianza entre las
oligarquías locales, los grandes multimedios y los representantes de los
intereses norteamericanos, la lucha dejó miles de muertos, cuya memoria
destella como reclamo incesante por la justicia. En los 90 el carnaval alegre
del salvaje capitalismo festejó el triunfo de los poderosos y el de la miseria
económica y moral de los pueblos. Aunque no es la historia esa mochila cargada
con anécdotas y fechas, actos heroicos y traiciones, frases célebres y
olvidadas, nombres de hombres que figuran con los datos del vencedor y del
vencido. Hay una historia que se repite y vuelve a lo mismo. Pero hay otra, la
que nos muestra lo que se repite en la historia cuando esta repetición proviene
del futuro, y conservando lo más innovador, el acontecimiento del pasado,
introduce una diferencia que resitúa ese acontecimiento, le da dimensión y
sustancia, lo convierte en poder para realizar esas transformaciones que se
pusieron en juego y fueron derrotadas.
No es
una cuestión casual, aunque admite porciones importantes de anomalías en lo que
nunca es el trazado lineal de una historia. Algunos, como Néstor Kirchner,
pusieron en juego la capacidad de captar el momento y hacer lo necesario para
la reparación del olvido que había caído sobre el pueblo, para recuperar la
política como arma de transformación. No haremos el recuento de lo logrado y
que se continua, sin duda, en lo que Cristina Fernández produce en medio de las
inclemencias de la hora y que es la continuidad histórica de una posición, de
una decisión que transforma las luchas de los 70 en un accionar sin tregua por
la igualdad, la justicia social y económica de este tiempo, convirtiendo las
heredadas utopías en el poemario laico y complejo de la acción popular. La
entrada de cientos de miles de jóvenes a la política anticipa el rostro del
futuro, porque sin una movilización masiva, en los momentos necesarios, queda sin soporte un proyecto que busca aún
su tono, sus palabras justas, en medio de decisiones que tomadas siempre en
tiempo de urgencia, han cambiado la manera y la intensidad de la discusión
política en el país.
Si
hablamos de riesgo sin mordaza alguna, sin ningún condicionamiento a nuestro
apoyo irrestricto a este proyecto popular, es porque el bloque del poder
tradicional puede aparecer como vencido, pero simplemente posterga, hasta
encontrar el momento adecuado para golpear sobre estas jóvenes democracias
populares. En nuestro país lo intentaron con la Resolución 125, y no pudieron.
Pero han logrado voltear, utilizando los recursos cínicos del republicanismo
constitucional y en nombre del rescate de la propia democracia de las manos de
sus supuestos pervertidores, la incipiente democracia paraguaya e instalaron,
nuevamente, en Bolivia, la idea de un golpe contra el presidente Morales. Como
si de una recurrente pesadilla se tratase, la instalación en Mariscal
Estigarribia, Paraguay, de la base militar de los EEUU, con 1500 marines con
inmunidad diplomática y un aeropuerto donde pueden aterrizar sus gigantescos
aviones, recuerdan la evidente injerencia norteamericana en tramos aciagos de
una historia no tan lejana que reclama de nosotros, y de nuestros gobiernos, el
estado de alerta y denuncia que garantice la continuidad de los proyectos
democrático populares.
Pero
sabemos que este escenario no es todo. Hay debates que nos corresponden a
nosotros, como argentinos. La potencia imperial es previa a sus representantes,
a las alianzas históricas con ese sector que representa lo inmóvil de la
historia y, más aun, el lánguido reclamo de retroceso de lo tanto que se ha
logrado en la Argentina en estos años de gobierno popular. Ese sector nunca se
dará por vencido. En la defensa de sus intereses, que radica fundamentalmente
en sus tasas de ganancias. Por esto, es necesario afirmar, continuar, debatir,
la lógica y hasta diríamos la epistemología que haga imposible este retroceso
del país, respecto al avance formidable de estos últimos años, con la única
arma posible: profundizar, corregir, proponer, movilizar.
Por
otra parte, los pueblos y los gobiernos de Suramérica, son navíos en la tormenta que
asumen la responsabilidad de rediseñar las magnas normas para que coincidan con
los procesos de transformación que suceden en varios países de la región
viabilizando, en algunas de esas experiencias populares, la eventual
continuidad democrática de liderazgos cuando estos aparecen como condición de
esta inédita etapa regional. Ello configura un “momento constitucional”,
apropiado para ligar las transformaciones en curso y el andamiaje legal. No se
trata de imponer normas, sectorizar gobiernos, arbitrar en causa propia en
cuestiones de grave significación institucional, sino de pensar en forma
completa el decurso de una historia. Si las formas más relevantes de los
cambios deben ser protegidas, un armazón novedoso de normas debe legislar a una
escala constitucional admisible y nueva, las relaciones entre el Estado y la
sociedad, entre la producción y el consumo, entre la economía y la política,
entre la república y la nación, entre los derechos particulares y los derechos
sociales.
Es posible que no se resista a
utilizar la fácil calificación de nombrar el fenómeno como “constituciones de
última generación” por la obviedad imperiosa de aparecer como nuevas, pero
conviene descubrir y destacar que lo que las distingue es tanto el proceso que
las genera como las definiciones con que rediseñan a las naciones. No se trata
del antiguo constitucionalismo que lanzaba sus dictámenes luego del crepúsculo,
luego de que las guerras terminaran y permitieran que “el buho de Minerva
alzara vuelo”, sino que ahora el propio saber constitucional es parte de las
acciones políticas reales. El proceso que aquí se desea es envolvente, popular,
participativo, no se reduce a la mera emisión de un voto eligiendo a los que en
la situación serían los constituyentes. El mandato se cuece en un intenso
debate democrático y masivo, en algún caso entremezclado con innovaciones más
sensibles de las formas de representación.
Un nuevo cuerpo normativo,
realizado y sostenido por un sujeto constituyente popular, debe establecer una
barrera antineoliberal, en el reconocimiento de la multiculturalidad, la
reconstrucción de la geometría del Estado, la inclusión de nuevas formas de
propiedad, el dominio nacional-estatal de los recursos naturales, la protección
del ambiente humano y natural, el reconocimiento de la salud como derecho y las
responsabilidad del Estado para ofrecer respuestas integrales a la necesidad de
salud de las poblaciones con eje en servicios públicos, el respeto a la
heterogeneidad lingüística del territorio nacional, las relacionales
colaborativas entre sociedad y Estado: en suma, el reconocimiento de áreas que
requieren un gran debate imprescindible.
¿Cómo no reconocer que Argentina necesita una
nueva Constitución? El proceso de transformación en curso que en nuestro país
reconfigura la nación es parte del fenómeno que recorre Suramérica. Y este
fenómeno, sea que atraviese momentos de bonanza como de riesgo, merece una
altura constitucional diferente. Esta es nuestra convicción y nuestro
compromiso.-
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