Cacerolas: la historia y sus repeticiones
Cuando
la historia parece repetirse, cuando una suerte de déjà vu invade la escena del
presente, regresan aquellas palabras célebres de Karl Marx estampadas, de una
vez y para siempre, siguiendo su antigua afición shakespeareana, en El
dieciocho Brumario de Luis Bonaparte: la historia se da dos veces, la primera
como tragedia y la segunda como farsa. Si bien el autor de Das Kapital pensaba
en el ilustre Napoleón y en su bizarro sobrino y afirmaba haber leído esa frase
en Hegel, acabó siendo aplicada a diestra y siniestra ante la tozuda
insistencia de las sociedades a efectuar extrañas piruetas repetitivas, aunque
bajo la implacable maquinaria de una realidad histórica que suele impedir que
esas falsas copias alcancen la prosapia de sus antecesoras. La farsa que, por
lo general, envuelve a la repetición del original nos recuerda –se lo recordaba
a Marx– que los momentos “heroicos” no llevan, en su interior, la facultad de
regresar, bajo otras condiciones y circunstancias, como si nada hubiera
sucedido entre el acontecimiento decisivo y su intento de imitación. Entre la
figura deslumbrante de Napoleón Bonaparte –aquel que cuando pasó montado a
caballo bajo el balcón de la casa de Hegel, en Jena, le hizo decir al filósofo
alemán que “acababa de ver pasar al Espíritu de la historia”– y la de su
sobrino, aquel del golpe de Estado de 1850, media, según la interpretación de
Marx, la distancia que existe entre el drama y la farsa.
Una cosa era la
burguesía de la Revolución Francesa y otra, muy distinta, aquella otra
burguesía de la restauración monárquica de la época de los orleanistas. La
primera había venido a conmover los cimientos del Antiguo Régimen y había
logrado, jacobinismo de por medio y filosofía ilustrada, descabezar
–literalmente– los restos de feudalismo monárquico inaugurando otra época de la
historia que dejaría sus marcas en la vastedad de las geografías y, también, en
una aldea lejana del fin del mundo donde llegaron las ideas fulgurantes de la
emancipación humana. La segunda, oportunista y filistea, traicionando los
ideales de la Revolución de 1848, la última en la que las barricadas parisinas
devolvieron la imagen de un “pueblo” equivalente al Tercer Estado de los tiempos
de la Gran Revolución, acabaría por rendirle culto y pleitesía a la copia del
tío, ese esperpento de emperador que creyó representar el nuevo drama de la
historia y terminó por darle letra a la farsa.
Lo cierto es que
la reiteración cacerolera de los últimos días, la insignificante convocatoria
de los vecinos de algunas esquinas emblemáticas de la opulencia porteña sumada
al repiqueteo obsesivo de los medios de comunicación hegemónicos, no alcanzaron
a ser otra cosa que la convocatoria esperpéntica del qualunquismo sobrante de
sectores de la clase media que siguen comprendiendo el mundo desde las alturas
de su ombliguismo. Lejos, demasiado lejos, para los nostálgicos de la
conspiración destituyente, de lo alcanzado en las jornadas campestre-mediáticas
del 2008, y mucho más lejos de las vanas ilusiones del triunfo electoral de
junio de 2009 cuando imaginaban, champaña de por medio, que era cuestión de
soplar y hacer botellas para que se cayera el kirchnerismo, no pudieron, en las
noches otoñales de Barrio Norte revivir los entusiasmos de aquellos días de
gloria chamuscada. Como el sobrino del tío, las huestes caceroleras buscaron
compensar su frustración y su resentimiento golpeando a los enviados del odiado
6 7 8; creyeron, por un instante, estar librando la batalla de sus vidas cuando
no hicieron otra cosa que poner en evidencia su visceral cobardía.
No resisto la
tentación de citar largamente a Nicolás Casullo que, en un artículo memorable
–“Qué clase mi clase sin clase”– publicado apenas unos días después del
estallido de diciembre de 2001, dejó constancia, entre jocosa e irónica, del
carácter tan “original” de nuestra bendita clase media. Un artículo que, más
allá del tiempo transcurrido y del cambio esencial de la escena
político-económico-cultural, nos permite, a través de la maestría analítica y
el desparpajo de Casullo, capturar mejor el imaginario que sigue recorriendo a
esos sectores que se lanzan al combate en defensa de su majestad el dólar y que
se creen herederos de aquellos burgueses norteamericanos que se rebelaron
contra la suba del impuesto al té en los albores de la independencia
estadounidense (¿habrá sido casual que las cacerolas se dejaron oír el mismo
día que se aprobó el revalúo de la propiedad rural en la provincia de Buenos
Aires?).
“Así es –escribe
Casullo–, se trata de autoorientarnos en un presente tenebroso, teniendo claro
únicamente que nuestra inspiración se agiganta cuando nos topamos, de tanto en
tanto, con el protagonismo de los descuajeringados ‘segmentos’ de clase media.
Representantes diversos de las clases medias sobre todo capitalinas, con su
protesta y cacerolas en las calles del estío y diciendo al resto de la familia
después de agarrar la champañera y un tenedor ‘salgo y vuelvo, voy a voltear a
un presidente; déjenme la cena arriba de la heladera’. En ésa estamos. Digo, de
pronto encontrarse no ya con Walter Benjamin o Michel Foucault sino
persiguiendo el arcano cultural de tía Matilde.
“Si uno hace
historia de esta clase media, historia barata, que no cuesta mucho, gratis
diría cuando tenemos el sueldo encanutado, podría argumentarse: una clase media
que viene de un radiante y a la vez penumbroso viaje. Viene desde aquella su
ingenua estación inaugural de los años ’50, donde él se puso el sombrero y la
corbata con alfileres, ella la permanente y la pollera tubo, y ambos salieron
casi virginales pero envenenados a festejar en la Plaza de Mayo la caída de
Perón al grito de ‘no venimos por decreto ni nos pagan el boleto’. Cancioncilla
tan escueta como cierta, interrumpida por saltos en ronda a la Pirámide para
entonar ‘ay, ay, ay, que lo aguante Paraguay’ sin ningún tipo de grosería ni
mala palabra con las que hoy se luce cualquier animador de pantalla pero nunca
mi padre.
“Después la clase
volvió a meterse en casa para advertir, con menos recelo, que los morochos
sobrevivían a todos los insecticidas ideológicos y censuras, y para dedicarse
no sin cierto cansino asombro a departamentos en consorcios, fiats en cuotas,
palmitos con salsa golf y vino rosado. Recién a fines de los ’60, principios de
los ’70, el gran estamento medio recibió la primera monografía fuerte a
componer, de la cual culturalmente no se repuso nunca jamás, para entrar en
cambio en el jolgorio y la confusión liberadora de distintos eros. Fue cuando
los hijos, ya grandulones, arruinaron cada cena o almuerzo dominguero con la
“nacionalización de las clases medias”, al grito en el comedor en L de ‘duro,
duro, vivan los montoneros que mataron a Aramburo’.
Tamaña
reivindicación de arrabaleros no estaba en los cálculos de la clase media
blanca de abuelos migradores, pero nadie se arredró en la cabecera de las mesas
–ni escurrió el cuerpo en la patriada, hay que admitirlo– aunque apenas
entendiesen la metamorfosis de la nena que además copulaba en serie con novios
maoístas, peronistas y con dudosos nuevos cristianos (...). Tiempo y silencio
le costó a la clase volver a salir otra vez a la Plaza después de esa canita al
aire. Prefirió desde el ’76 salir a Europa, a Miami, o a la frontera del norte
misionero en largas columnas de autos compradores de TV a color, al grito
desaforado en los embotellamientos de ‘Argentina, Argentina’ tal vez porque
también en colores habían sido los goles de Kempes...” Y así siguió saliendo la
clase media en otros días “memorables” de las crónicas argentinas para vitorear
a un general beodo que nos llevó a la guerra; para acompañar y desilusionarse
en Semana Santa de 1987 y regresando en “orden” aunque confundida a su casa
para no salir, para no “vérsela junta, sobre el asfalto, por quince larguísimos
años”.
Y así sigue
Casullo recorriendo la historia entre trágica y humorística de quien le ha dado
a la Argentina una representación de sí misma que, como se ha dicho en diversas
oportunidades, la mostraba como la Europa extraviada en medio de la barbarie de
un continente incomprensible, intraducible a sus parámetros y poblado de
“cabecitas negras”. Casullo no dejaría, mientras intentaba calibrar lo que
sucedía en las calles de una Buenos Aires tórrida e insurrecta, de interrogarse
por la deriva de una clase media que, bajo los sones del impulso y la
inconsciencia de quien siempre se siente fuera de toda responsabilidad,
contribuía a hacer saltar por los aires a un gobierno impresentable y en nombre
de una “república perdida” a la que ella –eso era seguro– no había hecho nada
por encontrar. Nunca abandonó su raigal escepticismo ante los acontecimientos
de ese diciembre histórico y se alejó de aquellos otros que los vieron, a esos
mismos sucesos, bajo la fantasmagórica figura de la insurrección popular y el
grito libertario. Le doy de nuevo la palabra a Casullo para que termine su
pintura antológica: “La propia historia que relato –antojadiza, falsa, liviana,
inoportuna– devela el interesante claroscuro de la clase analizada. Sus
extrañas medias tintas. Sus románticas luces y sombras espirituales. Sus
insondables claros de luna. Sus materialistas intracontradicciones objetivas,
diríamos allá por 1972, donde todo era salvable. Ahí está cenicienta y ramera
con su fuerza y su talón de Aquiles. Llama a las revoluciones, pero un plazo
fijo la embota como una niña enamorada adentro de un granero. Ahora su lógica
navega al compás de movileros descerebrados, cámaras amarillas de Crónica TV,
al ritmo de su justa furia por dólares encarcelados, por su real hartazgo de
una clase política que nada hizo cuando el país desapareció, sino que casi se
fue con él. A lo mejor algún día pueda volver a contar su biografía. Igual que
antes, allá por los ’50, cuando no había salido del patio de magnolias”.
Por supuesto que,
más allá de la ironía, el análisis de Nicolás Casullo, al que seguimos leyendo
con apasionado interés, implica una intervención muy aguda y crítica respecto a
las diferentes valorizaciones que se hicieron de la irrupción de la clase media
porteña que, cacerolas en mano, salió a “voltear a un presidente” y, de paso, a
exigir que le devolviesen sus mágicos y envenenados dólares y que, por esas
extravagancias propias de la historia argentina, se encontró, por única e
insólita vez, con esos mismos “cabecitas negras” de los suburbios tan temidos
que también se derramaron sobre Buenos Aires para manifestar sus insoportables
condiciones de vida. “Cacerolas y piquetes... la lucha es una sola”, eso se
llegó a cantar en algunas esquinas emblemáticas de una ciudad incendiada que no
sabía si estaba en medio de una fiesta libertaria o asistiendo al fin de los
tiempos. Casullo nunca dejó de inquietarse ante los cambios de humor de la
clase media, del mismo modo que no se entusiasmó con los aires
insurreccionalistas y asamblearios que tanto impacto causaron en algunos
soñadores irredentos de revoluciones perdidas. Si bien para él diciembre de
2001 constituyó un acontecimiento parteaguas porque le puso un punto final al
jolgorio menemista al mismo tiempo que hizo estallar por los aires las
ilusiones liberal-republicanas de la progresía, sus opacidades, sus zonas
oscuras y regresivas se confundieron con los momentos de rebelión hasta ofrecer
un escenario argentino que nadie atinaba a intuir hacia dónde acabaría yendo.
La irrupción de Néstor Kirchner, que tanto le impactó, no estaba en el
horizonte de nadie ni mucho menos el giro decisivo, en términos históricos, que
vendría a desplegar en un país desorbitado y desorientado. A Casullo le siguió
interesando el debate, de algún modo abortado, sobre esos meses del verano
tórrido del 2001-2002 y, en diversas ocasiones (aparición del falso ingeniero
Blumberg, cacerolas campestres, etc.), creyó descubrir una vez más la irredenta
tendencia de la clase media a regresar sobre su fondo qualunquista nunca del
todo extinguido.
Seguramente,
y porque llegó a ser testigo de la rebelión gauchomediática de 2008, hubiera
contemplado la “repetición” de esos fulgores como la evidencia de un
resentimiento imposibilitado de reencontrarse con aquellas esperanzas de
desbancar al tan odiado populismo. Pero también hubiera alertado sobre ciertas
impericias gubernamentales a la hora de comunicar con inteligencia el sentido y
el porqué de algunas medidas que tanto perturban y escandalizan a la clase
media. Hubiera, con su escritura crítica y aguda, advertido contra la
subestimación del poder de fuego de los grandes medios de comunicación
señalando que el proceso de transformación seguía requiriendo una insistente
intervención político-cultural capaz de seguir disputando sentido común.
Seguramente, como atento lector de Marx y de otros autores de la tradición
crítica, se habría detenido en el pasaje de la tragedia a la farsa destacando
los peligros que la lógica del vodevil y del grotesco tienen a la hora de movilizar
a determinados sectores sociales que guían su brújula existencial desde un
profundo cuentapropismo moral. Casullo, en todo caso y luego de ironizar
alrededor de los caceroleros nostálgicos de un país de propietarios, giraría su
mirada hacia el propio kirchnerismo para decirle que no se duerma en los
laureles del 54 por ciento. Jaurechianamente no dejaría de recorrer, una tras
otra, todas las zonceras del medio pelo al mismo tiempo que insistiría con
seguir prestándoles la debida atención a los verdaderos artífices de la
conspiración. Para él, cuya pluma inventó aquello de “clima destituyente”, la
farsa, cuando no se la desarticula, puede convertirse en tragedia. Hasta ahora
el Gobierno ha sabido encontrar los caminos adecuados en momentos de encrucijadas.
Y lo ha hecho doblando la apuesta transformadora. Tal vez ahí radique su fuerza
para seguir desactivando la lógica del resentimiento, esa misma que se vio en
Callao y Santa Fe cuando una patota de “buenos vecinos” pasó de la violencia
retórica a la violencia física.
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