Las lecciones de vida y sabiduría detrás de los cuentos y leyendas mitológicos. La dimensión cultural y lingüística. Por qué son indispensables para comprender la filosofía.
Por Luc Ferry *
comencemos por lo más importante: ¿cuál es el sentido profundo de los mitos griegos y por qué habría, aún hoy día, tal vez más que nunca, que interesarse por ellos? La respuesta, en mi opinión, se encuentra en un pasaje de una de las obras más conocidas y más antiguas en lengua griega, la Odisea de Homero. De entrada se valora hasta qué punto la mitología no es lo que tan a menudo se cree en nuestros días, una colección de “cuentos y leyendas”, una serie de historietas más o menos fantasmagóricas cuyo único objetivo sería distraer. Lejos de ser un simple divertimento literario, en realidad constituye el corazón de la sabiduría antigua, el origen primero de lo que pronto la gran tradición de la filosofía griega desarrollará bajo una forma conceptual con vistas a definir los límites de una vida próspera para nosotros los mortales.
Dejémonos llevar un instante por el hilo de esta historia que menciono aquí a grandes rasgos, pero sobre la que, desde luego, tendremos ocasión de volver más adelante.
Tras diez largos años transcurridos fuera de su casa combatiendo a los troyanos, Ulises, el héroe griego por antonomasia, acaba de lograr la victoria mediante una artimaña –en este caso gracias al famoso caballo de madera que ha abandonado en la playa cerca de las murallas de la urbe–. Son los propios troyanos los que lo introducen en su ciudad, de otro modo inexpugnable para los griegos. Imaginan que se trata de una ofrenda a los dioses, cuando en realidad es una máquina de guerra cuyos flancos están llenos de soldados. Al caer la noche, los guerreros griegos salen del vientre de la imponente estatua y matan hasta al último troyano dormido, o casi. Es una carnicería atroz, y un pillaje sin piedad, tan espantoso que hasta provoca la ira de los dioses. Pero al menos la guerra ha terminado y Ulises se presta a volver a su casa, recobrar Ítaca, su isla, reunirse con su esposa, Penélope, y con su hijo, Telémaco; en resumen, a recuperar su lugar tanto en su familia como en el seno de su reino. Se puede ya observar que antes de acabar en la armonía, en la reconciliación apacible con el mundo tal como es, la vida de Ulises comienza, a imagen del universo, por el caos. La terrible guerra en la que acaba de participar y que le ha obligado a abandonar en contra de su voluntad el “lugar natural” que ocupaba al lado de los suyos se lleva a cabo bajo la égida de Eris, la diosa de la discordia. Ella es la causa de la enemistad entre griegos y troyanos, y a partir de este conflicto inicial es cuando el itinerario del héroe debe ponerse en perspectiva si se quiere captar su significado en términos de sabiduría de vida.
El asunto estalla a raíz de una boda, la de los futuros padres de Aquiles, gran héroe griego él también y uno de los protagonistas más famosos de la guerra de Troya. Como en el cuento de La bella durmiente del bosque, se “olvidaron” de invitar, si no a la bruja mala, al menos a la que aquí desempeña ese papel, a saber, precisamente Eris. Es que a decir verdad de buena gana prescindirían de ella en ese día de fiesta: todo el mundo sabe con seguridad que allá donde va todo se agría, que el odio y la ira prevalecerán sobre el amor y la alegría. Por supuesto, Eris acude a la invitación que no le han hecho con la firme intención de sembrar el desorden en los esponsales. Ya sabe cómo conseguirlo: sobre la mesa donde los jóvenes esposos festejan su enlace, rodeados para la ocasión de los principales dioses del Olimpo, arroja una magnífica manzana de oro en cuya superficie hay grabada una inscripción bien legible: “A la más bella”. Como podía esperarse, las mujeres presentes exclaman a una sola voz: “¡Entonces es para mí!”. Y el conflicto se introduce lento pero seguro y acabará desencadenando la guerra de Troya.
He aquí de qué manera.
Alrededor del banquete toman asiento tres diosas sublimes, las tres muy próximas a Zeus, el rey de los dioses. Primero está Hera (en latín, Juno), su divina esposa, a la que nada puede negar. Pero también está su hija predilecta, Atenea (Minerva), y su tía Afrodita (Venus), la diosa del amor y de la belleza. Desde luego, la previsión de Eris se cumple y las tres mujeres se disputan la hermosa manzana. Zeus, como cabeza de familia sagaz, se abstiene de tomar parte en la disputa: sabe demasiado bien que al elegir entre su hija, su esposa y su tía se dejará en ello su tranquilidad... Además, debe ser justo y, decida lo que decida, aquellas que haya dejado de lado le acusarán de prejuicio. Así pues envía a su fiel mensajero, Hermes, a buscar discretamente a un joven inocente que juzgue a las tres beldades. A primera vista, se trata de un pastorcillo troyano, pero en realidad este muchacho no es otro que Paris, uno de los hijos de Príamo, rey de Troya. Paris fue abandonado por sus padres tras su nacimiento porque un oráculo había predicho que provocaría la destrucción de su ciudad. Pero, “in extremis”, un pastor se apiada del bebé, lo recoge y lo educa hasta que se convierte en el hermoso adolescente que es ahora. Bajo la apariencia de un joven campesino se esconde, pues, un príncipe troyano. Con la ingenuidad de la juventud, Paris acepta desempeñar el papel de juez.
Para atraer sus favores y ganar la célebre “manzana de la discordia”, cada una de las mujeres le hace una promesa que corresponde a lo que ella misma es. Hera, que reina al lado de Zeus en el imperio más grandioso, ya que se trata del universo entero, le promete que si la elige dispondrá él también de un reino sin igual en la tierra. Atenea, diosa de la inteligencia, de las artes y de la guerra, le garantiza que si es ella la elegida, saldrá vencedor de todas las batallas. En cuanto a Afrodita, le dice al oído que con ella podrá seducir a la mujer más hermosa del mundo... Y Paris, por supuesto, elige a Afrodita. Ahora bien, ocurre que para desgracia de los hombres la criatura más hermosa del mundo es la esposa de un griego, y no de uno cualquiera: se trata de Menelao, el rey de la ciudad de Esparta, ciudad guerrera donde las haya. Esta joven se llama Helena, la famosa “bella Helena” a la que los poetas, compositores y cocineros seguirán rindiendo homenaje en el transcurso de los siglos... Eris ha logrado su objetivo: la guerra entre troyanos y griegos se desencadenará unos años más tarde debido a que un príncipe troyano, Paris, hechizado por Afrodita, le robará la bella Helena a Menelao...
Y el pobre Ulises se verá obligado a tomar parte en ella. Los reyes griegos –y Ulises es uno de ellos que, como se ha dicho, reina en Ítaca– han prestado juramento de auxilio al que se casara con Helena. Su belleza y su encanto son tan grandes que temen la discordia que podría instalarse entre ellos debido a los celos y el odio que conlleva. Así pues, han jurado fidelidad al que eligiera Helena. Elegido Menelao, los demás deben, en caso de traición, acudir en su ayuda. Ulises, cuya esposa Penélope acaba de dar a luz al pequeño Telémaco, hace lo posible por librarse de esta guerra. Finge estar loco, labra su tierra al revés y siembra piedras en lugar de semillas, pero su astucia no engaña al anciano sabio que ha ido a buscarle y, al final, no tiene más remedio que decidirse a partir como los demás. Durante diez largos años está alejado de su “lugar natural”, de su mundo, de su lugar en el universo, con los suyos, dedicado al conflicto y a la discordia antes que a la armonía y a la paz. Terminada la guerra, sólo tiene una idea en la cabeza: volver a casa. Pero sus dificultades no han hecho más que empezar. Su viaje de regreso durará diez años y estará sembrado de obstáculos, de pruebas casi insuperables que hacen pensar que la vida armoniosa, la salvación y la sabiduría no se dan de entrada. Hay que conquistarlas arriesgando a veces la vida. El episodio que aquí nos interesa se sitúa muy al principio de este periplo de la guerra.
Ulises a Calipso: una vida de mortal venturosa es preferible a una vida de inmortal malograda. Tratando de llegar a Ítaca, Ulises debe detenerse en la isla de la arrebatadora Calipso, una divinidad secundaria, no obstante sublime, y dotada de poderes sobrenaturales. Calipso se enamora perdidamente de él. Enseguida se convierte en su amante y decide retenerlo prisionero. En griego, su nombre viene del verbo “calyptein”, que significa “esconder”. Es hermosa como el día, su isla es paradisíaca, verde, poblada de animales y de árboles frutales que suministran alimentos de ensueño. El clima es suave, las ninfas que se ocupan de los dos amantes son tan encantadoras como serviciales. Está claro que la diosa tiene todas las cartas en la mano. Sin embargo, Ulises se siente atraído como un imán por su rincón del universo, por Ítaca. Desea a toda costa regresar a su punto de partida y, solo frente al mar, llora cada noche, desesperado por no tener ninguna posibilidad de conseguirlo. Esto sin contar con la intervención de Atenea que, por sus propias razones –entre otras por celos: porque el troyano Paris no la ha elegido–, ha apoyado a los griegos durante toda la guerra. Viendo a Ulises tan atormentado, pide a su padre, Zeus, que envíe a Hermes, su fiel mensajero, a conminar a Calipso a que le deje partir para que pueda recobrar su lugar natural y vivir al fin en armonía con ese orden cósmico del cual el rey de los dioses es autor y garante al mismo tiempo.
Pero Calipso no ha dicho su última palabra. En un último intento por conservar a su amante, le ofrece lo imposible para un mortal, la oportunidad inaudita de escapar a la muerte, que es el destino común de los humanos, la ocasión inesperada de entrar en la esfera inaccesible de aquellos a quienes los griegos denominan los “bienaventurados”, es decir, los dioses inmortales. Para darle mayor énfasis, añade a su oferta un complemento que no puede desdeñar: si Ulises acepta le dotará para siempre, además de la inmortalidad, de la belleza y el vigor que sólo confiere la juventud. La precisión es a la vez importante y divertida. Si Calipso añade la juventud a la inmortalidad, es que guarda el recuerdo de un infortunio anterior: el de otra diosa, Aurora, que también se enamoró de un simple humano, un troyano llamado Titono. Al igual que Calipso, Aurora quiere hacer inmortal a su enamorado para no separarse nunca de él. Suplica a Zeus, que acaba por acceder a su deseo, pero olvida pedir la juventud además de la inmortalidad. Resultado: con el correr de los años, el desdichado Titono se reseca y encoge de un modo atroz hasta convertirse en un viejo decrépito, una especie de insecto inmundo que Aurora termina por abandonar en un rincón de su palacio antes de decidirse a transformarlo en una cigarra para deshacerse completamente de él. Así pues, Calipso tiene mucho cuidado. Ama de tal manera a Ulises que de ninguna manera quiere verle envejecer ni morir. La contradicción entre el amor y la muerte, como en todas las grandes doctrinas de la salvación o de la sabiduría, se halla en el núcleo de nuestra historia...
La proposición con la que le quiere seducir es sublime, como ella, como su isla, sin parangón para ningún mortal. Y sin embargo, incomprensiblemente, Ulises se queda frío como el mármol. Su desdicha es tanta que declina el ofrecimiento de la diosa, no obstante tan tentador. Digámoslo de entrada: el significado de este rechazo es de una profundidad abismal. En él se puede leer entre líneas el mensaje más profundo, sin duda, y el más potente de la mitología griega, aquel que la filosofía retomará por su cuenta y que podría formularse fácilmente de la siguiente manera: el objetivo de la existencia humana no es, como pensarán pronto los cristianos, ganar por todos los medios, incluidos los más honestos y los más fastidiosos, la salvación eterna, conseguir la inmortalidad, puesto que una vida de mortal venturosa es muy superior a una vida de inmortal malograda. En otras palabras, Ulises está convencido de que la vida “deslocalizada”, la vida fuera de su hogar, sin armonía, fuera de su lugar natural, al margen del cosmos, es peor que la misma muerte.
En consecuencia, de manera indirecta, lo que se esboza es la definición de la vida buena, de la existencia venturosa, donde se empieza a entrever la dimensión filosófica de la mitología: a la manera de Ulises, es preferible una condición de mortal conforme al orden cósmico, antes que una vida de inmortal entregado a lo que los griegos denominan hybris, la desmesura, que nos aleja de la reconciliación con el mundo. Es necesario vivir con lucidez, aceptar la muerte, vivir con arreglo tanto a lo que se es en realidad como a lo que está fuera de nosotros, en armonía con los suyos así como con el universo. Eso tiene mucho más valor que ser inmortal en un lugar vacío, falto de sentido, por muy paradisíaco que sea, con una mujer a la que no se ama, por muy sublime que sea, lejos de los suyos y de su hogar, en un aislamiento que simbolizan no sólo la isla, sino también la tentación de la divinización y de la eternidad que nos apartan tanto de lo que somos como de lo que nos rodea... Magnífica lección de sabiduría para un mundo laico como es el nuestro hoy día, lección de vida que rompe con el discurso religioso de los monoteísmos pasados y futuros, mensaje que la filosofía no tendrá, por así decirlo, más que traducir debidamente para elaborar a su manera, que ya no será, desde luego, la de la mitología, doctrinas de salvación sin Dios no menos admirables, de la vida buena para los simples mortales que somos.
¿Cómo se explica que unos mitos inventados hace más de tres mil años, en una lengua y un contexto que apenas tienen vínculos con los que nos rodean actualmente, puedan hablarnos todavía con tanta cercanía? Todos los años aparecen, por todo el mundo, decenas de obras sobre la mitología griega. Desde hace ya mucho tiempo, el cine, los dibujos animados y las series de televisión se han adueñado de ciertos temas de la cultura antigua para componer la trama de sus guiones. De este modo, todo el mundo ha podido oír en alguna ocasión hablar de los trabajos de Hércules, de los viajes de Ulises, de los amores de Zeus o de la guerra de Troya. Creo que eso se debe a dos series de razones, de orden cultural, por supuesto, pero también, y sobre todo, de orden filosófico.
En nombre de la cultura: en qué somos todos nosotros griegos antiguos... Empecemos por la dimensión cultural de los mitos.
Si consideramos por un instante el uso que en el lenguaje cotidiano hacemos de una multitud de imágenes, metáforas y expresiones, es casi evidente que las tomamos prestadas directamente sin ni siquiera conocer su sentido y su origen. Ciertas expresiones convertidas en lugares comunes traen consigo el recuerdo de un episodio fabuloso, haciendo especial hincapié en las aventuras de un dios o un héroe: partir a la búsqueda del “vellocino de oro”, “coger el toro por los cuernos”, “huir del fuego y dar en las brasas”, introducir en casa del enemigo un “caballo de Troya”, limpiar los “establos de Augias”, seguir el “hilo de Ariadna”, tener un “talón de Aquiles”, padecer la nostalgia de “la edad de oro”, colocar su empresa bajo “la égida” de alguien, observar la “Vía Láctea”, participar en los “Juegos Olímpicos”... Otras, aun más numerosas, ponen el acento en un rasgo característico dominante de un personaje cuyo nombre se nos ha hecho familiar sin que sepamos todavía las razones de semejante éxito ni el papel exacto que desempeñaba en el imaginario griego: pronunciar palabras “sibilinas”, dar con una “manzana de la discordia”, “dárselas de Casandra” o vaticinar malos augurios, tener, como Telémaco, un “Mentor”, caer en “brazos de Morfeo” o tomar “morfina”, “tocar el Pactolo”, perderse en un “laberinto”, un “Dédalo” de callejuelas, tener un “Sosia” (aquel criado de Anfitrión cuya apariencia tomó Hermes cuando Zeus vino a seducir a Alcmena), una “Egeria” (esa ninfa que, se dice, fue consejera de uno de los primeros reyes de Roma), estar dotado de una fuerza “titánica” o “hercúlea”, padecer el “suplicio de Tántalo”, pasar por “el lecho de Procusto”, ser un “Anfitrión”, un “Pigmalión” enamorado de su criatura, un “Sibarita” (habitante de la fastuosa ciudad de Sibaris), abrir un “Atlas”, blasfemar “como un carretero”, lanzarse a una empresa “prometeica”, una tarea infinita como la que consiste en vaciar el “tonel de las Danaidas”, hablar con voz “estentórea”, cruzarse con “Cerbero” en la escalera, cortar el “nudo gordiano”, montar “al estilo de las Amazonas”, imaginar “Quimeras”, dejar “de piedra”, como hacía “Medusa”, “descender del muslo de Júpiter”, chocarse contra una “Harpía”, una “Megera”, una “Furia”, dejarse llevar por el “pánico”, abrir “la caja de Pandora”, tener “complejo de Edipo”, ser “narcisista”, estar en compañía de un buen “areópago”... Podría alargarse la lista hasta el infinito. Dentro del mismo orden, ¿somos conscientes de que un hermafrodita es ante todo el hijo de Hermes y de Afrodita, el mensajero de los dioses y la diosa del amor; de que una Gorgona evoca una planta petrificada como si hubiera cruzado la mirada de Medusa; de que el museo y la música son herederos de las nueve musas; de que se considera que un lince posee la vista penetrante de Linceo, el argonauta del que se cree que podía ver a través de una tabla de roble; de que los lamentos de Eco, la hermosa ninfa desconsolada por la marcha de Narciso, aún se pueden oír después de su muerte; de que el laurel es una planta sagrada en recuerdo de Dafne, y el ciprés, que puebla tantos cementerios mediterráneos, un símbolo de duelo en memoria del desdichado Cyparissos, que mató por descuido a un ser querido y nunca logró el consuelo...? Numerosas expresiones recuerdan también los lugares célebres de la mitología, el “campo de Marte”, los “campos Elíseos” o, más secreto, el “Bósforo”, que alude literalmente al “vado de la vaca” en recuerdo de Ío, la joven ninfa que Hera, la esposa de Zeus, persiguió ciega de odio y celos después de que su ilustre marido convirtiera a su amante en una ternera para protegerla de las iras de su esposa...
En realidad, se necesitaría un capítulo entero para agrupar todas esas alusiones mitológicas registradas y luego olvidadas en el lenguaje habitual, para reavivar el sentido de los nombres de Océano, Tifón, Tritón, Pitón y otros seres maravillosos que habitan de incógnito en nuestras conversaciones cotidianas. Charles Perelman, uno de los lingüistas más importantes del siglo pasado, hablaba de las “metáforas dormidas” en las lenguas maternas. Hay que ser ajeno a nuestra lengua para darse cuenta y por eso un japonés o un indio encuentran a veces poéticos un término o una expresión que a nosotros nos parecen perfectamente comunes (por la misma razón que nosotros encontramos fascinantes o chistosos los nombres de “perla de rocío”, “oso intrépido” y “sol de la mañana” que a veces utilizan para sus hijos...).
Este enorme éxito lingüístico de la mitología no está, desde luego, desprovisto de sentido ni de importancia. Existen razones de fondo para este fenómeno singular –ninguna doctrina filosófica, ninguna religión, ni siquiera las de la Biblia, pueden aspirar a un estatus comparable– que hacen de la mitología una parte inalienable de nuestra cultura común, aun cuando se ignoren por completo sus orígenes reales. Sin duda, esto se debe en primer lugar al hecho de que nos llega por medio de relatos concretos y no, como la filosofía, de manera conceptual y reflexiva. Y por eso puede, aún hoy día, dirigirse a todos, apasionar a los niños y a los padres con el mismo entusiasmo, traspasar incluso, siempre que la presenten de manera razonable, no sólo las edades y las clases sociales, sino también las generaciones para transmitirse a nuestra época como lo ha sido casi sin interrupción desde hace casi tres milenios. Aunque durante mucho tiempo se la consideró una marca de “distinción”, el símbolo de la cultura más elevada, en realidad la mitología no está reservada a una elite, ni siquiera a aquella que habría estudiado latín y griego: Jean-Pierre Vernant, a quien al parecer le gustaba narrársela a su nieto, había observado que todo el mundo podía comprenderla, incluidos los niños, con los que de manera esencial hay que compartirla lo antes posible. No sólo les aporta infinitamente más que los dibujos animados, de los que por otra parte están saturados, sino que arroja sobre su vida un punto de vista irreemplazable siempre que uno se moleste en comprender la prodigiosa riqueza de los mitos con la suficiente profundidad como para ser capaz, a su vez, de narrarlos en unos términos comprensibles y sensatos.
*FILÓSOFO. Autor de “La sabiduría de los mitos”, Taurus, 2010.
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