martes, 23 de noviembre de 2010

Por Ernesto Tenembaum

El poder y el dolor

Ernesto Tenembaum.
La sociedad argentina está viviendo en estas semanas un fenómeno político vertiginoso de cuyas explicaciones lineales conviene desconfiar. Tras la muerte de Néstor Kirchner, la Presidenta, su esposa, su viuda, Cristina Fernández, aparece hoy en las encuestas como la líder indiscutida del país y el kirchnerismo como el movimiento político hegemónico. Las encuestadoras más serias –las que pronosticaron antes que nadie desde el triunfo de Graciela Fernández Meijide sobre Hilda “Chiche” Duhalde hasta el de Francisco de Narváez sobre Néstor Kirchner– conceden a Cristina números cercanos a los que tenía antes de la elección del 2007. Si las elecciones se hubieran hecho hace cuatro semanas, según los mismos estudios –que vuelven a ganar credibilidad ahora–, Kirchner o Cristina hubieran probablemente perdido las elecciones, luego de triunfar por un margen exiguo en primera vuelta. Ahora, en cambio, Cristina triunfaría bastante cómoda sin ballottage.

Es cierto, como dicen los que saben, que ella debe afrontar desafíos personales y políticos serios, tanto como que dada esa nueva situación, el éxito o el fracaso de su liderazgo depende casi exclusivamente de lo que ella haga con él. Es cierto que, entre las cosas que demuestra la muerte de Néstor Kirchner, cualquier análisis sobre el futuro peca de una soberbia casi ridícula porque corre el riesgo de omitir hechos fortuitos que trastoquen todo el panorama. Pero nada de eso cambia que la foto de hoy sea radicalmente distinta a la de hace un mes.

Entre una y otra, lo único fuerte que se produjo fue una muerte.

Tanto y tan poco como eso.

Pero esa muerte, en términos de opinión pública, causó una revolución: los indicadores de imagen positiva de Cristina invaden incluso el territorio de la consolidada imagen negativa que tuvo desde la crisis de la 125 hasta aquí. Una porción, más de un diez por ciento, de quienes siempre dijeron que opinaban mal o muy mal de ella, ahora directamente opinan bien o muy bien. Eso destierra la idea según la cual un candidato oficialista estaba obligado a llegar al 40 por ciento para ganar en primera vuelta porque sería derrotado en cualquier ballottage.

Ni la asignación por hijo, ni el Fútbol para Todos, ni el crecimiento económico del último año, por nombrar medidas populares o situaciones de clara mejoría social, tuvieron efectos similares a la muerte de Néstor Kirchner.

La desaparición del ex presidente trastocó violentamente la percepción social sobre el Gobierno y sus principales líderes.

Es un proceso tan radical y dramático que sólo se pueden balbucear incoherencias frente a él, sobrecogerse ante la potencia y el misterio de la muerte, impresionarse por la empatía, palabrita de moda, que genera el dolor.

Las explicaciones son tan variadas como interesadas pero conviene consignar algunas de ellas porque seguramente la verdad contenga una combinación de todas. Del lado kirchnerista, se explica la situación como un corolario natural de las bondades del Gobierno. La muerte es un buen momento para hacer un balance que trascienda las rencillas cotidianas. La gente está mejor que en el 2003. Y, entonces, apoya a quien condujo esa recuperación, ahora que un episodio tan traumático permite poner las cosas en su lugar. Sería el merecido reconocimiento a un liderazgo que mejoró las cosas en el país.

Desde la oposición –con mayor o menor volumen de voz– se empieza a sostener que si el Gobierno es más popular sin Kirchner que con él, quizás el ex presidente fuera un pasivo más que un activo. En términos matemáticos, si la suma de A más B es un numero menor que A, eso quiere decir que B es un numero negativo. De allí surgen recomendaciones varias –incluso desde dentro del Gobierno– para que Cristina cambie el estilo de su marido, algo que difícilmente ocurra.

En general, son apreciaciones subjetivas, muy influidas por los miedos, los deseos y las identidades de quienes las producen. Entre ellas quizá se pueda agregar que, a contramano de los razonamientos políticos habituales, la fragilidad funciona como un imán poderoso, tanto como rechaza la imagen de fortaleza y omnipotencia. La historia del kirchnerismo es un ejemplo de eso: debilidad y fortaleza han sido elementos que, curiosamente, se alimentaron entre sí. La popularidad creció desde una debilidad extrema en el 2003 y se desbarrancó desde una fortaleza, al parecer, inexpugnable desde el 2007. Curiosamente, la popularidad volvió a crecer una vez que la oposición tomó las riendas de la Cámara de Diputados y demostró que la fuerte, por un ratito, era ella.

La muerte de Néstor Kirchner ofrece una imagen vulnerable de la Presidenta que acaba de perder, nada menos, que al amor de su vida y al pilar de su gobierno. Cristina se quiebra una y otra vez durante las largas horas de la despedida y luego en la primera cadena nacional y luego en el Luna Park. Es, naturalmente, mucho más querible esa imagen frágil que la de cualquier discurso de ella confrontando con cualquiera de sus adversarios, sobre todo a partir de una situación objetiva, triste y electrizante como la que se produjo. Además, la muerte de Néstor Kirchner echa por tierra con el fantasma de la sucesión recíproca durante varios períodos, es decir, de la reelección indefinida de hecho. Con lo cual, otra vez, el poder se hace más querible cuanto más débil o menos amenazante es. Ella, sola, frágil, y humana, entra mucho más en el corazón de cualquiera que cuando aparecía todopoderosa y agresiva. La simpatía que atrae genera, además, cierta distancia con quienes se le oponen.

Son, de todos modos, percepciones subjetivas y opinables.

Lo que no cambia es una situación estructural que define la realidad política del país desde el 2003 y que está marcada por dos fenómenos impresionantes. El primero es que se trata del mejor período económico argentino en los últimos sesenta años. Nunca, desde 1950, el país estuvo tan bien. Haya sido gracias a los Kirchner, independientemente de ellos, a pesar de ellos o por una combinación de esos factores, está claro que se produjo durante su gobierno. Eso es un beneficio político monumental. El segundo rasgo es que la fuerza en el poder, el peronismo, es casi la única fuerza nacional que existe, estructurada como tal, con intendentes, concejales, gobernadores, diputados en cada rincón del país, luego de la debacle radical del 2001. Esos dos factores conjugados ofrecen un escenario de piso impresionante que, desde el 2007, el kirchnerismo no supo aprovechar. Demasiados errores habrá cometido el oficialismo para que la suma de bienestar económico y partido hegemónico en el poder no hubiera producido un rédito político abrumador.
Curiosamente, la muerte de Kirchner ha reinstalado esa ventaja en el centro de la escena. Y el futuro parece muy distinto a lo que era.

Todo cambió, en un abrir y un cerrar de ojos.

Nadie puede saber qué ocurre en el alma de un pueblo, pero lo que ha sucedido en las últimas semanas seguramente quedará como una marca en la historia política argentina.

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