Crece la cantidad de jóvenes que no estudian ni trabajan
28/08/11Vivir sin hacer nada. Tienen entre 15 y 24 años. Son 700 mil en todo el país, unos 150 mil más que en 2003. Cómo es un día en sus vidas, entre el aburrimiento y la falta de horizontes. El problema cruza todas las clases sociales.
PorMariana García
COLABORARON Corresponsales En CORDOBA Y MENDOZA
COLABORARON Corresponsales En CORDOBA Y MENDOZA
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De tantos, ya tienen su propio lugar en las estadísticas. Pero los números sólo hablan de una masa uniforme que contradice una economía en crecimiento y nada cuenta sobre sus razones y desventuras. Tienen entre 15 y 24 años. Y a la edad en que la mayoría está en un aula o en el trabajo, ellos no hacen ninguna de las dos cosas. Algunos, muy pocos, tienen familias que pueden sostenerlos. Los otros, en cambio, buscan desesperados entrar a un mundo que les cierra la puerta en la cara.
Daiana García es una de los 700 mil jóvenes que no trabajan ni estudian. Ella no pudo elegir. Tuvo a su hijo a los 17. Pero Valentín nació con síndrome de Down y necesitaba mamá de tiempo completo. Daiana dejó el colegio y buscó trabajo. De noche, como mesera. Sueldo en negro y flaco. El único horario que le permitía dejar a Valentín con los abuelos, Aguantó dos años y renunció. Intentó en otro restorant. Pero otra vez lo mismo, y volvió a renunciar.
Daiana vive en la casa de sus papás, en Ramos Mejía. Muy cerca, está Mariano, su novio. Desde que nació Valentín, hace cinco años, los dos buscan un trabajo que les permita llegar a eso que les resulta inalcanzable: vivir juntos en su propia casa.
Pero a ella nada la para. Todos los días se levanta a las siete. Cocina y limpia la casa. Va con Valentín a la plaza y después de dejarlo en el jardín, sale a buscar trabajo. A la tarde está otra vez en casa con su hijo y juntos esperan la visita de Mariano. Esta semana, Daiana tiene dos entrevistas que le consiguieron en el servicio de empleo de la AMIA. “Yo estoy a full, necesito encaminarme otra vez”, dice Daiana y suelta una larga lista de planes: terminar el colegio, estudiar profesorado de lengua y literatura, y conseguir un trabajo de día y en blanco.
En 2003, cuando el país salía de patacones y corralitos, estos jóvenes eran algo menos del 8 por ciento del total. Ocho años después, con una economía fortalecida, el porcentaje siguió en aumento. Son el 10 por ciento. El informe, de Sel Consultores de Ernesto Kritz, estableció también que “prácticamente la totalidad de ese aumento se produjo a partir del segundo semestre de 2007”.
Otro estudio, del Observatorio de la Deuda Social Argentina de la UCA, refuerza esos números: Si la edad se extiende hasta los 29, entonces los jóvenes con problemas laborales o de estudio suman 1.295.908, y representan el 20 por ciento del total. Agustín Salvia, investigador del Conicet, y autor del informe, sostiene que “los jóvenes continúan siendo el sector más vulnerable en materia de inclusión laboral, tanto en la época de crisis como de recuperación económica”.
No es un fenómeno exclusivo de Argentina pero aquí buena parte de las causas hay que buscarlas en la historia de empleo, o desempleo, que se arrastra desde hace generaciones: En los sectores más pobres, los chicos que no trabajan ni estudian son el 30 por ciento.
Ese no es caso de Florencia Tahan , mendocina de 22 años, quien por motus propio y bolsillo ajeno decidió no hacer nada. “Estoy recargando las pilas. La vagancia o no hacer nada es una de las necesidades que tenemos todos los seres humanos”, reclama ella con el mismo ímpetu de quien exige trabajo digno. Dejó la Facultad hace dos años porque los cuarenta minutos de viaje se le hacían muy pesados. Quizás, el año que viene estudie marketing. Aunque tampoco está segura. Del colegio, le quedó la costumbre de levantarse temprano. Pero últimamente, mira un poco de tele y se vuelve a acostar. Sus horas se pasan en Facebook o Twitter. Algunas veces, cocina. Del resto, se ocupa la empleada de la familia. Papá y mamá pagan sus gastos.
A Franco Stagnaro Zaffi , sus padres también le dan le plata. Pero a él, los días sin hacer nada se le hacen eternos. No pudo aprobar el ingreso a Ingeniería, en Córdoba, y ya le da “un poco de cosa” cuando tiene que pedir plata. Franco está seguro que el año que viene va a rendir bien: “Me tengo muchísima fe. Uno se aburre de no hacer absolutamente nada”.
Para Vanesa D’Alessandre, investigadora de Siteal, esta es “una generación que vio reducidas sus oportunidades reales para capitalizar sus credenciales educativas a través del mercado laboral y así participar de los canales tradicionales de movilidad e integración”.
“Quiero estudiar canto lírico”, le dijo hace un año Juan José Navas a su padre carnicero de Liniers. Y además, aclaró, pasaba al bando de los vegetarianos. Trabajó en un call center y de maletero pero para él, el problema es que los trabajos “reflejan lo que pasa en la familia”. Está seguro de que ahora que ya pasó la crisis familiar, quizás piense en buscar un trabajo.
Hace dos meses, Jonhatan Taurizano colgó el repasador y renunció como ayudante de comidas. Trabajaba de lunes a sábado, nueve horas y media, siempre en negro y a fin de mes se llevaba 1.400 pesos. Tiene 18 y dejó de estudiar en octavo año. Mientras sigue buscando un trabajo, se arregla con algunas “changuitas” que le dan los vecinos de San Cristóbal. Como no le gusta salir y sólo le interesa jugar a la pelota, se arregla con poco.
Vanesa Gómez no trabajó nunca. ¿La razón? Desde los 8 años hasta los 22 vivió intoxicada con cuanta droga se cruzó en su camino. Desde hace un año y medio, está “limpia”. Su pelea no es fácil. Fue adicta al paco y vive en medio de la mayor “cocina” de pasta base del país, la villa 1.11.14. Todos los días, va a los grupos de ayuda de la ONG “Hay otra esperanza”. “Yo lo único que quiero es salir de esta inmundicia, la estoy re peleando, por mí y por mi hijo, pero sólo necesito un trabajo”, pide Vanesa y llora. Se aprieta los dedos y habla de Joel, que tiene dos años y que vive con su papá. Fabiana Godoy es su terapeuta. En esta pelea desigual, ella tampoco habla de “ni ni”: “Estos chicos vienen de familias donde ni sus abuelos trabajaron. Para nosotros, que quieran buscar un trabajo ya es un logro”.
Daiana García es una de los 700 mil jóvenes que no trabajan ni estudian. Ella no pudo elegir. Tuvo a su hijo a los 17. Pero Valentín nació con síndrome de Down y necesitaba mamá de tiempo completo. Daiana dejó el colegio y buscó trabajo. De noche, como mesera. Sueldo en negro y flaco. El único horario que le permitía dejar a Valentín con los abuelos, Aguantó dos años y renunció. Intentó en otro restorant. Pero otra vez lo mismo, y volvió a renunciar.
Daiana vive en la casa de sus papás, en Ramos Mejía. Muy cerca, está Mariano, su novio. Desde que nació Valentín, hace cinco años, los dos buscan un trabajo que les permita llegar a eso que les resulta inalcanzable: vivir juntos en su propia casa.
Pero a ella nada la para. Todos los días se levanta a las siete. Cocina y limpia la casa. Va con Valentín a la plaza y después de dejarlo en el jardín, sale a buscar trabajo. A la tarde está otra vez en casa con su hijo y juntos esperan la visita de Mariano. Esta semana, Daiana tiene dos entrevistas que le consiguieron en el servicio de empleo de la AMIA. “Yo estoy a full, necesito encaminarme otra vez”, dice Daiana y suelta una larga lista de planes: terminar el colegio, estudiar profesorado de lengua y literatura, y conseguir un trabajo de día y en blanco.
En 2003, cuando el país salía de patacones y corralitos, estos jóvenes eran algo menos del 8 por ciento del total. Ocho años después, con una economía fortalecida, el porcentaje siguió en aumento. Son el 10 por ciento. El informe, de Sel Consultores de Ernesto Kritz, estableció también que “prácticamente la totalidad de ese aumento se produjo a partir del segundo semestre de 2007”.
Otro estudio, del Observatorio de la Deuda Social Argentina de la UCA, refuerza esos números: Si la edad se extiende hasta los 29, entonces los jóvenes con problemas laborales o de estudio suman 1.295.908, y representan el 20 por ciento del total. Agustín Salvia, investigador del Conicet, y autor del informe, sostiene que “los jóvenes continúan siendo el sector más vulnerable en materia de inclusión laboral, tanto en la época de crisis como de recuperación económica”.
No es un fenómeno exclusivo de Argentina pero aquí buena parte de las causas hay que buscarlas en la historia de empleo, o desempleo, que se arrastra desde hace generaciones: En los sectores más pobres, los chicos que no trabajan ni estudian son el 30 por ciento.
Ese no es caso de Florencia Tahan , mendocina de 22 años, quien por motus propio y bolsillo ajeno decidió no hacer nada. “Estoy recargando las pilas. La vagancia o no hacer nada es una de las necesidades que tenemos todos los seres humanos”, reclama ella con el mismo ímpetu de quien exige trabajo digno. Dejó la Facultad hace dos años porque los cuarenta minutos de viaje se le hacían muy pesados. Quizás, el año que viene estudie marketing. Aunque tampoco está segura. Del colegio, le quedó la costumbre de levantarse temprano. Pero últimamente, mira un poco de tele y se vuelve a acostar. Sus horas se pasan en Facebook o Twitter. Algunas veces, cocina. Del resto, se ocupa la empleada de la familia. Papá y mamá pagan sus gastos.
A Franco Stagnaro Zaffi , sus padres también le dan le plata. Pero a él, los días sin hacer nada se le hacen eternos. No pudo aprobar el ingreso a Ingeniería, en Córdoba, y ya le da “un poco de cosa” cuando tiene que pedir plata. Franco está seguro que el año que viene va a rendir bien: “Me tengo muchísima fe. Uno se aburre de no hacer absolutamente nada”.
Para Vanesa D’Alessandre, investigadora de Siteal, esta es “una generación que vio reducidas sus oportunidades reales para capitalizar sus credenciales educativas a través del mercado laboral y así participar de los canales tradicionales de movilidad e integración”.
“Quiero estudiar canto lírico”, le dijo hace un año Juan José Navas a su padre carnicero de Liniers. Y además, aclaró, pasaba al bando de los vegetarianos. Trabajó en un call center y de maletero pero para él, el problema es que los trabajos “reflejan lo que pasa en la familia”. Está seguro de que ahora que ya pasó la crisis familiar, quizás piense en buscar un trabajo.
Hace dos meses, Jonhatan Taurizano colgó el repasador y renunció como ayudante de comidas. Trabajaba de lunes a sábado, nueve horas y media, siempre en negro y a fin de mes se llevaba 1.400 pesos. Tiene 18 y dejó de estudiar en octavo año. Mientras sigue buscando un trabajo, se arregla con algunas “changuitas” que le dan los vecinos de San Cristóbal. Como no le gusta salir y sólo le interesa jugar a la pelota, se arregla con poco.
Vanesa Gómez no trabajó nunca. ¿La razón? Desde los 8 años hasta los 22 vivió intoxicada con cuanta droga se cruzó en su camino. Desde hace un año y medio, está “limpia”. Su pelea no es fácil. Fue adicta al paco y vive en medio de la mayor “cocina” de pasta base del país, la villa 1.11.14. Todos los días, va a los grupos de ayuda de la ONG “Hay otra esperanza”. “Yo lo único que quiero es salir de esta inmundicia, la estoy re peleando, por mí y por mi hijo, pero sólo necesito un trabajo”, pide Vanesa y llora. Se aprieta los dedos y habla de Joel, que tiene dos años y que vive con su papá. Fabiana Godoy es su terapeuta. En esta pelea desigual, ella tampoco habla de “ni ni”: “Estos chicos vienen de familias donde ni sus abuelos trabajaron. Para nosotros, que quieran buscar un trabajo ya es un logro”.
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