Acerca de la cultura y la hegemonía
Publicado el 25 de Noviembre de 2011Por
La transformación cultural fue, sin duda, la sustancia del cambio de paradigma del que somos orgullosos testigos. Esta transformación reside en una concepción que liga la conciencia histórica con la aplicación programática coyuntural.
En el año 1998 tuvo lugar en Calafate un encuentro convocado por el entonces gobernador Néstor Kirchner y su compañera, la actual presidenta Cristina Fernández de Kirchner. Los convocados éramos un grupo de militantes del campo nacional y popular, convencidos de que la aceptación del menemismo o la fuga hacia la Alianza no eran las únicas opciones. Intuíamos, y en especial los convocantes, que aún era posible recuperar las raíces transformadoras del primer peronismo y los mejores sueños de los años setenta.
Fue allí donde se debatieron numerosos temas que prefiguraron la política que comenzó a aplicarse en la Argentina a partir del 25 de mayo de 2003. Parecía una utopía, pero ciertamente fue la hoja de ruta de lo que luego se desplegaría como el programa de gobierno más transformador que conoció mi generación.
Reunidos en comisiones, yo formé parte de la que reflexionó entonces sobre “Las deudas del peronismo con la cultura”. La definición planteaba de por sí toda una novedad que me sorprendió gratamente. Como en otros temas del encuentro, el debate franco y la autocrítica como marcas de origen, como puntos de partida para una genuina renovación del espacio.
Han pasado ya más de 13 años de aquel encuentro y muchas deudas han sido pagadas. En estos ocho años y medio, la raíz peronista del proyecto se ha visto enriquecida por la savia de una concepción superadora, progresista y adaptada a los tiempos. Los Derechos Humanos, la integración sudamericana, la Ley de Medios Audiovisuales, y el matrimonio igualitario son algunas de las expresiones políticas y culturales de esa renovación.
Pero con el recuerdo de aquellos días, no puedo dejar de subrayar que en la base de todo el cambio vivido hay un cimiento que remite a esa provocadora idea de deuda cultural con la que Néstor y Cristina nos convocaron al querido Calafate.
En una nota reciente, el amigo Hernán Brienza se refirió a la creación del Instituto Nacional de Revisionismo Histórico Argentino e Iberoamericano Manuel Dorrego y al “argentinazo cultural” que vivimos durante la conmemoración del Bicentenario. Hacía referencia, en rigor, a la batalla cultural como tema central del debate político en curso. Me permito, entonces, algunas reflexiones complementarias.
En primer lugar, la transformación cultural fue, sin duda, la sustancia del cambio de paradigma del que somos orgullosos testigos. Esta transformación reside en una concepción que liga la conciencia histórica con la aplicación programática coyuntural. Y esta perspectiva estratégica funciona del mismo modo que un GPS: percibe desde el satélite la totalidad del mapa para marcarnos la calle más conveniente para llegar a buen destino.
Esta conciencia ha sido recurrente en los argumentos y decisiones de la presidenta. Es una mirada que busca razones en la historia, pero no en clave nostálgica. Esa aproximación se expresó con claridad en el diseño conceptual de la conmemoración del Bicentenario, que no se redujo al mero festejo y a los fuegos de artificio que la efeméride demandaba. Por el contrario, escenificó una conciencia histórica para la transformación del presente y la construcción del futuro.
La revisión del pasado no es una tarea vana. El espejo retrovisor de la política permite andar el camino con más seguridad. Y ninguno de los grandes cambios vividos estos años podrían entenderse sin esa herramienta.
La desmemoria ha sido una trampa habitual para extraviar el rumbo de la recuperación nacional. En el mismo sentido, y como complemento necesario e imprescindible, el neoliberalismo (agazapado primero tras la estética farandulesca del menemismo y luego en el perfil más cool y amigable de la Alianza) subsumió la política cultural a las necesidades del entretenimiento, que entiende el contenido como una mera mercancía que debe adoptar la forma que el mercado establezca. Desmemoria y márketing fueron, entonces, expresiones de una misma estrategia de desorientación.
La política cultural no es la mera administración de los aspectos decorativos de los procesos sociales, sino el horizonte que le da sentido y unidad al conjunto de acciones del gobierno nacional.
Se ha argumentado recientemente acerca de la hegemonía cultural que ha sabido enhebrar el kirchnerismo. Si esta nueva construcción cultural, que no es otra cosa que la disputa pacífica por el sentido común de la sociedad, fue edificada en contraposición a otro esquema de pensamiento en torno al proyecto de país, ¿no sería, entonces, aquella otra matriz responsable del recurrente fracaso de las últimas décadas?
El concepto de hegemonía cultural no debe remitirnos, sin embargo, a la falsa idea de una forzosa imposición. Como la conflictividad es inherente a todas las sociedades, hay más riesgo de injusticia y violencia en la utopía reaccionaria de la unanimidad y el consenso absoluto, que en los conflictos asumidos desde una intención reparadora. En efecto, el kirchnerismo ha encarado la conflictividad con un criterio “homeopático”: todo lo que nos ha “enfermado” históricamente ha sido exhibido y asumido para “curarlo” con un sentido de justicia e igualdad. La hegemonía, por tanto, reside en la inclusión y en la reconstrucción de nuestra autoestima nacional y ha sido plebiscitado en la urnas, no impuesto por un conglomerado de poderes económicos y corporativos como en otras circunstancias de nuestra historia.
La vocación de este proyecto político fue siempre la de nutrir con una misma matriz conceptual al conjunto de sus acciones. Y así, hemos evitado los compartimentos estancos, trabajando como parte de un equipo. La Secretaria de Cultura, por caso, ha articulado planes con casi todos los ministerios: el Bicentenario bajo la dirección de la Secretaría General de la Presidencia; en las ferias del mundo junto a Cancillería; los Carnavales Federales de la Alegría con Turismo; la construcción, equipamiento y apertura de 200 Casas del Bicentenario con el Ministerio de Trabajo; planes de capacitación con Desarrollo Social y la puesta en valor de nuestro patrimonio con Planificación Federal, entre algunas de las muchas acciones compartidas.
Cabe destacar, en el mismo sentido, que la presidencia de Cristina Fernández de Kirchner ha sido el período de mayor apertura de metros cuadrados dedicados a la cultura de toda nuestra historia. Entre algunas obras emblemáticas, el magnífico Museo del Bicentenario, la Casa Nacional del Bicentenario, la primera etapa del Palacio del Correo, la apertura de la Casa de las Culturas en Resistencia, los dos museos del Centro Cultural del Bicentenario en Santiago del Estero, el Museo de Bellas Artes en San Juan y la futura la Casa del Bicentenario en la Villa 21.
Y en ese marco de referencia, también podemos animarnos a poner en tensión nuestras propias verdades relativas, con algunas de las mentes más lúcidas del pensamiento político contemporáneo, porque en el debate franco nos fortalecemos, mejoramos y crecemos. En esa idea, promovimos las Cátedras de los Libertadores con pensadores de todo el continente y el ciclo “Debates y combates”, con Ernesto Laclau, Jorge Alemán, Carlos Zannini, Juan Manuel Abal Medina, Gianni Vattimo y Toni Negri, mirando la crisis global “con ojos propios” y jerarquizando la experiencia sudamericana tantas veces devaluada por la patología eurocéntrica que tiende a desvalorizar lo nuestro.
Queda mucho por hacer, pero los cimientos de la transformación definitiva ya han sido construidos y suponen un cambio de paradigma en el modo de entender la cultura y la consciencia histórica.
Así fue señalado premonitoriamente hace más de una década en el Calafate y hoy ha consolidado sus frutos. <
La transformación cultural fue, sin duda, la sustancia del cambio de paradigma del que somos orgullosos testigos. Esta transformación reside en una concepción que liga la conciencia histórica con la aplicación programática coyuntural.
En el año 1998 tuvo lugar en Calafate un encuentro convocado por el entonces gobernador Néstor Kirchner y su compañera, la actual presidenta Cristina Fernández de Kirchner. Los convocados éramos un grupo de militantes del campo nacional y popular, convencidos de que la aceptación del menemismo o la fuga hacia la Alianza no eran las únicas opciones. Intuíamos, y en especial los convocantes, que aún era posible recuperar las raíces transformadoras del primer peronismo y los mejores sueños de los años setenta.
Fue allí donde se debatieron numerosos temas que prefiguraron la política que comenzó a aplicarse en la Argentina a partir del 25 de mayo de 2003. Parecía una utopía, pero ciertamente fue la hoja de ruta de lo que luego se desplegaría como el programa de gobierno más transformador que conoció mi generación.
Reunidos en comisiones, yo formé parte de la que reflexionó entonces sobre “Las deudas del peronismo con la cultura”. La definición planteaba de por sí toda una novedad que me sorprendió gratamente. Como en otros temas del encuentro, el debate franco y la autocrítica como marcas de origen, como puntos de partida para una genuina renovación del espacio.
Han pasado ya más de 13 años de aquel encuentro y muchas deudas han sido pagadas. En estos ocho años y medio, la raíz peronista del proyecto se ha visto enriquecida por la savia de una concepción superadora, progresista y adaptada a los tiempos. Los Derechos Humanos, la integración sudamericana, la Ley de Medios Audiovisuales, y el matrimonio igualitario son algunas de las expresiones políticas y culturales de esa renovación.
Pero con el recuerdo de aquellos días, no puedo dejar de subrayar que en la base de todo el cambio vivido hay un cimiento que remite a esa provocadora idea de deuda cultural con la que Néstor y Cristina nos convocaron al querido Calafate.
En una nota reciente, el amigo Hernán Brienza se refirió a la creación del Instituto Nacional de Revisionismo Histórico Argentino e Iberoamericano Manuel Dorrego y al “argentinazo cultural” que vivimos durante la conmemoración del Bicentenario. Hacía referencia, en rigor, a la batalla cultural como tema central del debate político en curso. Me permito, entonces, algunas reflexiones complementarias.
En primer lugar, la transformación cultural fue, sin duda, la sustancia del cambio de paradigma del que somos orgullosos testigos. Esta transformación reside en una concepción que liga la conciencia histórica con la aplicación programática coyuntural. Y esta perspectiva estratégica funciona del mismo modo que un GPS: percibe desde el satélite la totalidad del mapa para marcarnos la calle más conveniente para llegar a buen destino.
Esta conciencia ha sido recurrente en los argumentos y decisiones de la presidenta. Es una mirada que busca razones en la historia, pero no en clave nostálgica. Esa aproximación se expresó con claridad en el diseño conceptual de la conmemoración del Bicentenario, que no se redujo al mero festejo y a los fuegos de artificio que la efeméride demandaba. Por el contrario, escenificó una conciencia histórica para la transformación del presente y la construcción del futuro.
La revisión del pasado no es una tarea vana. El espejo retrovisor de la política permite andar el camino con más seguridad. Y ninguno de los grandes cambios vividos estos años podrían entenderse sin esa herramienta.
La desmemoria ha sido una trampa habitual para extraviar el rumbo de la recuperación nacional. En el mismo sentido, y como complemento necesario e imprescindible, el neoliberalismo (agazapado primero tras la estética farandulesca del menemismo y luego en el perfil más cool y amigable de la Alianza) subsumió la política cultural a las necesidades del entretenimiento, que entiende el contenido como una mera mercancía que debe adoptar la forma que el mercado establezca. Desmemoria y márketing fueron, entonces, expresiones de una misma estrategia de desorientación.
La política cultural no es la mera administración de los aspectos decorativos de los procesos sociales, sino el horizonte que le da sentido y unidad al conjunto de acciones del gobierno nacional.
Se ha argumentado recientemente acerca de la hegemonía cultural que ha sabido enhebrar el kirchnerismo. Si esta nueva construcción cultural, que no es otra cosa que la disputa pacífica por el sentido común de la sociedad, fue edificada en contraposición a otro esquema de pensamiento en torno al proyecto de país, ¿no sería, entonces, aquella otra matriz responsable del recurrente fracaso de las últimas décadas?
El concepto de hegemonía cultural no debe remitirnos, sin embargo, a la falsa idea de una forzosa imposición. Como la conflictividad es inherente a todas las sociedades, hay más riesgo de injusticia y violencia en la utopía reaccionaria de la unanimidad y el consenso absoluto, que en los conflictos asumidos desde una intención reparadora. En efecto, el kirchnerismo ha encarado la conflictividad con un criterio “homeopático”: todo lo que nos ha “enfermado” históricamente ha sido exhibido y asumido para “curarlo” con un sentido de justicia e igualdad. La hegemonía, por tanto, reside en la inclusión y en la reconstrucción de nuestra autoestima nacional y ha sido plebiscitado en la urnas, no impuesto por un conglomerado de poderes económicos y corporativos como en otras circunstancias de nuestra historia.
La vocación de este proyecto político fue siempre la de nutrir con una misma matriz conceptual al conjunto de sus acciones. Y así, hemos evitado los compartimentos estancos, trabajando como parte de un equipo. La Secretaria de Cultura, por caso, ha articulado planes con casi todos los ministerios: el Bicentenario bajo la dirección de la Secretaría General de la Presidencia; en las ferias del mundo junto a Cancillería; los Carnavales Federales de la Alegría con Turismo; la construcción, equipamiento y apertura de 200 Casas del Bicentenario con el Ministerio de Trabajo; planes de capacitación con Desarrollo Social y la puesta en valor de nuestro patrimonio con Planificación Federal, entre algunas de las muchas acciones compartidas.
Cabe destacar, en el mismo sentido, que la presidencia de Cristina Fernández de Kirchner ha sido el período de mayor apertura de metros cuadrados dedicados a la cultura de toda nuestra historia. Entre algunas obras emblemáticas, el magnífico Museo del Bicentenario, la Casa Nacional del Bicentenario, la primera etapa del Palacio del Correo, la apertura de la Casa de las Culturas en Resistencia, los dos museos del Centro Cultural del Bicentenario en Santiago del Estero, el Museo de Bellas Artes en San Juan y la futura la Casa del Bicentenario en la Villa 21.
Y en ese marco de referencia, también podemos animarnos a poner en tensión nuestras propias verdades relativas, con algunas de las mentes más lúcidas del pensamiento político contemporáneo, porque en el debate franco nos fortalecemos, mejoramos y crecemos. En esa idea, promovimos las Cátedras de los Libertadores con pensadores de todo el continente y el ciclo “Debates y combates”, con Ernesto Laclau, Jorge Alemán, Carlos Zannini, Juan Manuel Abal Medina, Gianni Vattimo y Toni Negri, mirando la crisis global “con ojos propios” y jerarquizando la experiencia sudamericana tantas veces devaluada por la patología eurocéntrica que tiende a desvalorizar lo nuestro.
Queda mucho por hacer, pero los cimientos de la transformación definitiva ya han sido construidos y suponen un cambio de paradigma en el modo de entender la cultura y la consciencia histórica.
Así fue señalado premonitoriamente hace más de una década en el Calafate y hoy ha consolidado sus frutos. <
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