Internacional
El misterioso disparo que mató a un príncipe que jugaba con el rey Juan Carlos
La muerte del hermano de Alfonso de Borbón mientras ambos jugaban con una pistola, hace 55 años. La leyenda negra de la monarquía española.
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Por Darío Silva D´Andrea (*) | 26.11.2011 | 18:35
La esquela que daba cuenta del trágico hecho | Foto: Cedoc
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Hay cosas de las que en España casi no se habla. Y una de ellas es la temprana muerte de un hermano del rey Juan Carlos, casi desconocido para el común de la gente, desparecido hace 55 años mientras ambos, por entonces adolescentes, jugaban con una pistola aparentemente descargada. La tragedia marcó para siempre la vida del actual monarca y de su familia, y fue envuelta durante décadas de un halo de misterio y sospechas. ¿Qué pasó realmente aquel desafortunado 29 de marzo de 1956? Un secreto que el rey se llevará a su tumba.
Juan Carlos tenía 18 años, mientras su hermano, “Alfonsito”, tenía 15. Hijo de don Juan de Borbón (Conde de Barcelona) y de doña María de Borbón, nació en Roma en 1941, y según el historiador Juan Balansó, “era un niño travieso y despierto, simpatiquísimo, que alegraba la vida a cuantos le conocían”. Era uno de los potenciales herederos de una dinastía que, hasta entonces, había sobrevivido a los avatares de la historia española (exilio, guerra civil y dictadura) y un sinfín de desgracias familiares.
Era sábado en Estoril, la localidad portuguesa donde vivían los Condes de Barcelona y sus hijos. Esperando la hora de la cena, los dos hermanos estaban solos, en la sala de juegos de la mansión para hacer algunos disparos contra un blanco circular de colores brillantes, con una pistola calibre 22, que les habían regalado.
De repente, Alfonsito recibió un disparo. El arma estaba en manos de su hermano Juan Carlos. La única bala que contenía, entró limpiamente por uno de los orificios de la nariz de Alfonsito. Doña María, que estaba en una habitación contigua con varios amigos oyó el disparo: “Aquel día se me paró la vida”, diría tiempo después. Quedó destrozada, porque se creía responsable de haber dejado a sus hijos jugar con la pistola, para evitar que, aburridos en aquel lluvioso atardecer, siguieran peleándose.
Los que corrieron al encuentro de los infantes se toparon con un cuadro de desolación. Sobre el piso del cuarto de juegos yacía Alfonsito, a quien el padre intentó reanimarlo, sin éxito. Lo cubrió con una bandera española que arrancó de su mástil después obligar a Juan Carlos a que, puesto de rodillas, jurara que había sido un accidente.
La secretaría de los condes de Barcelona facilitó la siguiente nota: «Estando el infante don Alfonso de Borbón limpiando una pistola de salón con su hermano, la pistola se disparó, alcanzándole en la región frontal, falleciendo a los pocos minutos. El accidente sucedió a las veinte horas y treinta minutos al regresar de los oficios del Jueves Santo, donde había recibido la sagrada comunión».
La noticia fue silenciada por el régimen del entonces dictador español, Francisco Franco, que mantenía a los Borbones lejos de España, y también por la prensa portuguesa, igualmente sometida a la dictadura del general Salazar. Los nobles de España, monárquicos de corazón, callaron en torno al misterio.
Resultaba tan duro reconocer la verdad, aceptar que aquello había sido “un accidente”, que todos se afanaron en cubrir el episodio con un tan piadoso como espeso manto de silencio. El conde de Barcelona se quedó sólo en Estoril, llorando su desgracia y no recibiendo ni el pésame de Franco.
En una época tan llena de ataques, insultos, engaños, difamaciones e infamias que desde el régimen franquista se enviaban a la familia real exiliada, Juan de Borbón perdía un hijo adolescente y no nunca recibió el pésame del dictador. Comentando la tragedia con un monárquico, Franco dijo sin compasión: "A la gente no le gustan los príncipes con mala suerte".
Aquella fue una tragedia más en la larga lista de infortunios padecidos por los Borbón-Battenberg (hijos del rey Alfonso XIII), lanzados en 1931 a un exilio tristísimo. Niños muertos en el parto, infantas fallecidas muy jóvenes, reinas desdichadas, son parte de la “maldición” que los Borbones vivieron durante el siglo XX.
En 1938 el príncipe Alfonso, murió en un accidente de tráfico en Miami, cuatro años después de que, en igual tragedia, muriera su hermano menor, Gonzalo. Ambos (hijos de Alfonso XIII) tenían hemofilia, una enfermedad genética. El otro hermano, el infante Jaime, fue sordomudo desde la niñez, y su muerte se debió, aparentemente, a una feroz pelea que mantuvo con su esposa alcoholizada. Su hijo -Alfonso- moriría en los años ’80, decapitado por un cable eléctrico mientras esquiaba en Estados Unidos.
Hoy es un hecho generalmente aceptado que el dedo de Juan Carlos estaba en el gatillo cuando se disparó el tiro mortal, y uno de los defensores de esta teoría fue un tío de Juan Carlos, el infante Jaime: “Varios amigos me han confirmado que fue mi sobrino quien mató accidentalmente a su hermano Alfonso”.
A medio camino entre la desesperación y el sentimiento de culpa, el rey Juan Carlos quedó marcado de por vida, acentuando su tendencia a la introspección y la soledad. La relación con su padre nunca volvió a ser la misma, y dos días después, Juan Carlos fue enviado a España para continuar su formación militar.
El conde de Barcelona no volvió a hablar jamás de su hijo fallecido, a quien en privado solía referirse como “mi querido hijo Alfonsito”. Como dijo una vez Carlos Zurita, cuñado del rey: “No puedo entender cómo esta familia no logró nunca asumir esa tragedia”.
En la familia quedó el recuerdo conmovedor del entierro del infante, en el cementerio de Cascáis, y la sensación de asistir a un drama que la familia no superaría jamás. Muchos españoles viajaron a Estoril llevando bolsas con tierra española que depositaron sobre la tumba del príncipe muerto para que, al menos relativamente, su cuerpo descansara con algo del calor del suelo patrio.
Allí yació olvidado, durante años, en un cementerio portugués otro trágico infante español. Su cuerpo fue trasladado al Monasterio de El Escorial en 1992, por deseo de su padre. Hoy, el rey Juan Carlos es el único testigo vivo de la misteriosa tragedia, un capítulo más en la leyenda negra de los Borbones, y una verdad que morirá con él.
(*) especial para Perfil.com
Juan Carlos tenía 18 años, mientras su hermano, “Alfonsito”, tenía 15. Hijo de don Juan de Borbón (Conde de Barcelona) y de doña María de Borbón, nació en Roma en 1941, y según el historiador Juan Balansó, “era un niño travieso y despierto, simpatiquísimo, que alegraba la vida a cuantos le conocían”. Era uno de los potenciales herederos de una dinastía que, hasta entonces, había sobrevivido a los avatares de la historia española (exilio, guerra civil y dictadura) y un sinfín de desgracias familiares.
Era sábado en Estoril, la localidad portuguesa donde vivían los Condes de Barcelona y sus hijos. Esperando la hora de la cena, los dos hermanos estaban solos, en la sala de juegos de la mansión para hacer algunos disparos contra un blanco circular de colores brillantes, con una pistola calibre 22, que les habían regalado.
De repente, Alfonsito recibió un disparo. El arma estaba en manos de su hermano Juan Carlos. La única bala que contenía, entró limpiamente por uno de los orificios de la nariz de Alfonsito. Doña María, que estaba en una habitación contigua con varios amigos oyó el disparo: “Aquel día se me paró la vida”, diría tiempo después. Quedó destrozada, porque se creía responsable de haber dejado a sus hijos jugar con la pistola, para evitar que, aburridos en aquel lluvioso atardecer, siguieran peleándose.
Los que corrieron al encuentro de los infantes se toparon con un cuadro de desolación. Sobre el piso del cuarto de juegos yacía Alfonsito, a quien el padre intentó reanimarlo, sin éxito. Lo cubrió con una bandera española que arrancó de su mástil después obligar a Juan Carlos a que, puesto de rodillas, jurara que había sido un accidente.
La secretaría de los condes de Barcelona facilitó la siguiente nota: «Estando el infante don Alfonso de Borbón limpiando una pistola de salón con su hermano, la pistola se disparó, alcanzándole en la región frontal, falleciendo a los pocos minutos. El accidente sucedió a las veinte horas y treinta minutos al regresar de los oficios del Jueves Santo, donde había recibido la sagrada comunión».
La noticia fue silenciada por el régimen del entonces dictador español, Francisco Franco, que mantenía a los Borbones lejos de España, y también por la prensa portuguesa, igualmente sometida a la dictadura del general Salazar. Los nobles de España, monárquicos de corazón, callaron en torno al misterio.
Resultaba tan duro reconocer la verdad, aceptar que aquello había sido “un accidente”, que todos se afanaron en cubrir el episodio con un tan piadoso como espeso manto de silencio. El conde de Barcelona se quedó sólo en Estoril, llorando su desgracia y no recibiendo ni el pésame de Franco.
En una época tan llena de ataques, insultos, engaños, difamaciones e infamias que desde el régimen franquista se enviaban a la familia real exiliada, Juan de Borbón perdía un hijo adolescente y no nunca recibió el pésame del dictador. Comentando la tragedia con un monárquico, Franco dijo sin compasión: "A la gente no le gustan los príncipes con mala suerte".
Aquella fue una tragedia más en la larga lista de infortunios padecidos por los Borbón-Battenberg (hijos del rey Alfonso XIII), lanzados en 1931 a un exilio tristísimo. Niños muertos en el parto, infantas fallecidas muy jóvenes, reinas desdichadas, son parte de la “maldición” que los Borbones vivieron durante el siglo XX.
En 1938 el príncipe Alfonso, murió en un accidente de tráfico en Miami, cuatro años después de que, en igual tragedia, muriera su hermano menor, Gonzalo. Ambos (hijos de Alfonso XIII) tenían hemofilia, una enfermedad genética. El otro hermano, el infante Jaime, fue sordomudo desde la niñez, y su muerte se debió, aparentemente, a una feroz pelea que mantuvo con su esposa alcoholizada. Su hijo -Alfonso- moriría en los años ’80, decapitado por un cable eléctrico mientras esquiaba en Estados Unidos.
Hoy es un hecho generalmente aceptado que el dedo de Juan Carlos estaba en el gatillo cuando se disparó el tiro mortal, y uno de los defensores de esta teoría fue un tío de Juan Carlos, el infante Jaime: “Varios amigos me han confirmado que fue mi sobrino quien mató accidentalmente a su hermano Alfonso”.
A medio camino entre la desesperación y el sentimiento de culpa, el rey Juan Carlos quedó marcado de por vida, acentuando su tendencia a la introspección y la soledad. La relación con su padre nunca volvió a ser la misma, y dos días después, Juan Carlos fue enviado a España para continuar su formación militar.
El conde de Barcelona no volvió a hablar jamás de su hijo fallecido, a quien en privado solía referirse como “mi querido hijo Alfonsito”. Como dijo una vez Carlos Zurita, cuñado del rey: “No puedo entender cómo esta familia no logró nunca asumir esa tragedia”.
En la familia quedó el recuerdo conmovedor del entierro del infante, en el cementerio de Cascáis, y la sensación de asistir a un drama que la familia no superaría jamás. Muchos españoles viajaron a Estoril llevando bolsas con tierra española que depositaron sobre la tumba del príncipe muerto para que, al menos relativamente, su cuerpo descansara con algo del calor del suelo patrio.
Allí yació olvidado, durante años, en un cementerio portugués otro trágico infante español. Su cuerpo fue trasladado al Monasterio de El Escorial en 1992, por deseo de su padre. Hoy, el rey Juan Carlos es el único testigo vivo de la misteriosa tragedia, un capítulo más en la leyenda negra de los Borbones, y una verdad que morirá con él.
(*) especial para Perfil.com
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