sábado, 27 de octubre de 2012

homenaje a nestor

 

Extrañamos a Néstor


 

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Por Estela de Carlotto *
Néstor Kirchner fue un patriota, un político valiente que se atrevió a hacer lo que algunos presidentes constitucionales no se animaron. Por eso, cuando hace dos años lo sorprendió la muerte, el pueblo argentino se terminó de sacudir la modorra del “no te metás” –impuesta por la dictadura militar primero y reforzada más tarde por el neoliberalismo salvaje de los años ’90–, para comprometerse aún más con el modelo de país que él había propuesto construir.
Hasta 2003, el Estado argentino amparó a los asesinos y a sus cómplices e hizo del olvido y la impunidad una política pública. Aquel año, con la llegada al poder de Néstor Kirchner, nuestro país asumió los derechos humanos como proyecto de país. Néstor y Cristina, cada uno a su turno, rompieron con el círculo de impunidad avalado y promovido a lo largo de dos décadas por los mandatarios que los precedieron. Los criminales de la dictadura, que hasta entonces caminaban impunes entre nosotros, comenzaron a ser juzgados y condenados.
Durante las gestiones de Néstor y de Cristina nuestra Asociación pudo resolver 32 casos de nietos apropiados, todos ellos hijos de nuestros hijos desaparecidos. Estos nietos han sido fruto de nuestra búsqueda pero también del mayor acompañamiento del Estado.
Con la asunción de Néstor nos hemos sentido más acompañadas. No somos las únicas. Millones de argentinos y argentinas sienten que ya no están frente a un Estado ausente y por eso mantendrán vivo en su memoria y en sus corazones su recuerdo. El firme compromiso que Néstor y Cristina asumieron con los derechos humanos desde el principio fue de la mano de una fuerte ampliación de los derechos sociales y de ciudadanía. Las Abuelas, que todos los días caminamos las calles, visitamos escuelas y dialogamos con organizaciones de la sociedad civil, percibimos todos estos avances que buena parte del espectro mediático prefirió ocultar, hasta que no pudo hacerlo más.
Poco conocíamos de Néstor cuando accedió a la Presidencia. Sin embargo, lentamente fuimos descubriendo su compromiso y voluntad por construir un país más justo y soberano. Fue él quien pidió perdón en nombre del Estado por las atrocidades cometidas durante la dictadura y así abrió las puertas a la verdad histórica: se anularon las leyes de obediencia debida y punto final; comenzaron los juicios a los genocidas, y cada lugar de encierro, de tortura y de muerte se convirtió en un espacio de memoria.
Todas estas políticas permitieron la reconstrucción de lazos solidarios desintegrados durante décadas en Argentina. El –y hoy Cristina– fue quien supo leer las demandas sociales y articular con instituciones y organismos que veníamos trabajando en ellas en pos de la construcción de nuevos derechos. Supo dialogar, generar puentes, confiar, apostar y exigir. Es decir, construir colectivamente, a través de la militancia.
Este legado de compromiso, de solidaridad, de lucha contra el individualismo y de apuesta a lo público es el que ha sembrado junto a nuestra querida Presidenta y es el que hoy recogen cientos de jóvenes militantes. El mismo legado que dejaron los 30 mil desaparecidos y miles de detenidos y exiliados de la dictadura.
Hace dos años decíamos que debíamos acompañar a Cristina para seguir profundizando las políticas iniciadas, para que todos y todas vivamos en un país más justo. Hoy, y luego de su reelección, hemos visto muchas de esas políticas concretadas: la Asignación Universal por Hijo, la sanción de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual, la ley de matrimonio igualitario, entre otras medidas que ampliaron derechos.
A pesar de los contundentes resultados de las elecciones del año pasado, existe un sector –cuya punta de lanza son los grupos mediáticos concentrados–, que sistemáticamente intentan frenar la profundización del modelo. Es necesario estar atentos y continuar apoyando todas las medidas que amplían derechos, cuidar los logros conseguidos hasta ahora, discutir hacia adentro –en unidad– hacia dónde queremos ir y, para cumplir con los sueños de Néstor y los de nuestros hijos, seguir haciendo de la participación popular un culto. Sólo así, con el respaldo real de la gente, escuchando sus demandas y traduciéndolas en políticas eficaces y duraderas, podremos hacer frente a las embestidas de los que siempre piensan con el bolsillo y nunca con el corazón.
Como hace 35 años, las Abuelas seguiremos caminando por la vereda del pueblo, como valientemente, cuando nadie lo esperaba, hizo Néstor. La llama que encendió seguirá viva. Lo vemos en nuestros nietos y en los miles y miles de jóvenes militantes que sueñan su mismo sueño, que también es el de nuestros hijos, el sueño de la patria grande y de la justicia social.
* Presidenta de Abuelas de Plaza de Mayo.
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Uno de los más grandes”

 
Por Hebe de Bonafini *
Cuando me piden escribir sobre, para y por Néstor, para que se sepa qué pensamos las Madres, a mí me surgen las ganas de hablar con él, esta cosa interna de preguntarse por qué dejamos de hablar, aunque uno a veces dialoga con él, como hablo con mis hijos.
Y a veces uno lo interpela, porque yo lo vi a él una semana antes de morir en Río Gallegos y me dijo: “¿Qué estás haciendo acá?”. Le dije: “Tengo que dar unas charlas”. “¿No querés cenar conmigo esta noche?”, me preguntó. Le dije que no podía, que los chicos que me habían invitado estaban haciendo un chulenguito. “Ah, no, está bien. Porque en este hotel no hay comida tan rica”, me dijo. Y después me enteré que él había ido a comprar la tierra en el cementerio y me dio mucho dolor porque no pensaba que él pensara que se iba a morir. ¿Habrá pensado que se iba a morir? ¿Qué lo llevó a comprar esa tierra? El, que pensaba tanto en el futuro, que quería para nosotros lo mejor, que nos abrazaba con sus discursos, con sus palabras, él que estaba siempre sonriente, aunque sé que a veces se enojaba pero en general era un tipo alegre, que amaba a su pueblo. ¿Habrá sentido que la muerte le estaba pasando cerca? ¿Por qué no nos lo dijo? ¿Por qué no lo compartimos? ¿Por qué se fue tan rápido? ¿Por qué no nos pudimos despedir? ¿Por qué no pudimos hablar, como hablábamos tantas cosas? ¿Qué pasó que no nos contó lo que le pasaba? Me queda ese dolor, esa cosa amarga de no haber podido conversar o que no nos contara lo que él sentía.
Viví momentos muy felices en mis charlas con él, que no eran largas, él estaba siempre apurado, vivía apurado: tenía muchas cosas para hacer. Nos lo demostraba con ese apuro que sentía. Nos dejó una responsabilidad enorme: llevar adelante el proyecto, acompañar a Cristina. No nos lo dijo, pero está implícito en lo que hizo y en el camino que nos trazó.
No lo puedo pensar muerto. Me pasa como con mis hijos. Pienso que está en otro lugar, pero que nos acompaña, que aprueba, cuando las cosas están bien, y desaprueba como hacía él cuando las cosas no estaban bien y se enojaba un poquito. Pero siempre para su pueblo tuvo una sonrisa, una entrega, que no tiene nada que ver con lo que uno se fue enterando que fueron sus últimos días de vida. Algo le pasó que le hizo sentir la muerte más cerca. Por eso no lo podemos pensar muerto, no tenemos que pensarlo muerto, porque seguramente no le gustaría. Estoy convencida de que a Néstor le gustaría que nos sintamos así, como que se cambió de lugar, pero que nos está viendo y acompañando en todo lo que hacemos.
Fue uno de los hombres más grandes que tuvo la historia en este país, más íntegro, comprometido, sencillo y más querido por su pueblo.
* Presidenta de la Asociación Madres de Plaza de Mayo.
 

El cenicero y las creencias

 
Por Mario Wainfeld
El cronista escuchó la anécdota varias veces, con pequeños matices, es posible que la retoque un cachito, sin desvirtuarla. El entonces presidente Néstor Kirchner les pedía a integrantes de su Gabinete propuestas. Escuchaba. De pronto irrumpía, atropellándose con las palabras, a su manera. Mostraba un cenicero y alegaba, shesehando las “eses”. “¿Sabés qué pasa? Vos me hablás de este cenicero y me decís en qué lugar de la mesa podemos ponerlo, si podemos usarlo de adorno... Pero siempre me hablás del cenicero.” El cronista supone que ávido de hacerse entender, eventualmente, blandía el cenicero con serio riesgo para el objeto. Y agregaba “pero con este cenicero no hacemos nada. Precisamos que sea otra cosa, que tenga el tamaño de la mesa o de este despacho, o de toda la Casa Rosada”. Lo real es posible siempre, pero el arte de la política es potenciar lo virtual. Los recursos (sean económicos o de poder) distan de ser estáticos, es imperioso modificarlos cuantitativa y cualitativamente.
A no engañarse: el hombre hacía cuentas todo el tiempo, manejaba cifras permanentemente. Es sabido que llevaba un cuadernito astroso con su seguimiento de las reservas del Banco Central, pero también medía los índices de empleo, los de la aprobación ciudadana. Y tenía algún aparejo propio para sopesar el poder que conjugaba todos esos factores sin ser su sumatoria lineal.
“Medía” cotidianamente, nunca creyó tener asegurado su mandato por mucho más de 24 horas. Lo obsesionaba convalidarlo a través de la gestión pública con la satisfacción de intereses, tal su norte y su credo. Tres presidentes que lo habían precedido cayeron sin cumplir sus mandatos. Mandatos en la doble acepción del término: el plazo legal de que disponían para gobernar y los compromisos que debían honrar. Siempre leyó que estaba expuesto a ese avatar, hipótesis que condicionó su percepción y su acción de gobierno. Por eso, se propuso revalidarse cada jornada. La épica del hecho cotidiano tributó a muchos factores, quizá el principal fue concebir a la legitimidad de ejercicio como la única válida y sustentable.
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Sabía hacer cuentas, tenía en la cabeza decenas de matrices insumo-producto de las principales variables económicas. Consideraba central “estar líquido”, esto es, disponer de solvencia financiera para responder de volea a lo que viniera. Era agarrado con la “caja”, dado a amarrocar, atento a los equilibrios fiscales y a la recaudación. Al mismo tiempo, y esto no es una contradicción sino una consecuencia de la complejidad de lo real, sabía que hay momentos en que hay que arriesgar todo. El cenicero no altera su esencia si uno se limita a administrar lo dado.
Llegó a presidente antes de lo previsto, la suerte lo ayudó. El cronista no sabe si le gustaban los juegos de azar (intuye que no especialmente) pero da fe de que tradujo esa ayuda del destino como un apostador de ley. “Llegamos de pura suerte, ahora les vamos a romper el alma a todos”, repetía. Por ahí no decía “alma”, exactamente.
Cobrar una postura ganadora y retirarse es de personas remilgadas, en el casino y la política. A veces hay que jugarse todo, sin renegar de la lógica política: la paradoja, como otras ya mentadas, es solo aparente. Al fin y al cabo, Nicolás Maquiavelo exaltó la “virtud” (entendida como saber o destreza del Príncipe) aunque consignó también la incidencia de la “fortuna” (el azar, la suerte, lo impredecible). Consuelo relativo y no siempre cumplido: la fortuna suele acompañar a quien es virtuoso en política.
En cualquier caso, hay peleas que deben darse a todo o nada, porque acumular todo el tiempo no alcanza. Es forzoso medir fuerzas. A veces sale bien, como en la confrontación con Eduardo Duhalde en 2005. Otras termina mal y se pierde con un segundón como Francisco de Narváez, en 2009. Lo esencial es dar la pelea cuando es menester, levantarse si se cae, asumir que jamás se puede descansar ni eludir batallas. No es martirio ni masoquismo, es la lógica del poder: creía que no defenderlo era peor que padecer una derrota táctica.
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Una de sus mayores virtudes (que es crucificada por detractores poco perspicaces) fue “leer” la crisis de 2001, detectar su profundidad y adecuar sus criterios acerca de cómo enfrentar sus secuelas. Reparar los daños a la mayor velocidad posible, levantar la autoestima de los argentinos, detectar a los responsables del pasado reciente y ominoso, marcarlos y ponerlos en la picota. Confrontar, cómo no, con los causantes del desquicio. Atenuar las consecuencias era un paso, gobernar de modo diferente, una obligación.
El cronista lo conoció en ejercicio de las labores respectivas, la política fue el alfa y el omega del trato, las conversaciones o los reportajes en regla. Casi de entrada, este escriba le creyó. Creyó que Kirchner creía lo que decía. Creía que no debían dejarse las convicciones en la puerta de la Casa de Gobierno. Creía pertenecer a una generación diezmada, creía que éramos (valga la primera del plural) los hijos y los nietos de las Madres y las Abuelas. Creía en el desendeudamiento y en la autonomía económica como soportes de la soberanía nacional. Creía en lo que hacía, lo que no equivale a decretar el acierto de todas sus acciones.
Trataba de persuadir siempre, al principio con buen tono. Era tímido y le costaba manejar el tamaño de su cuerpo, hacía de eso un recurso sencillo para generar simpatía: se vio cuando blandió con graciosa torpeza el bastón presidencial. Mano a mano, apelaba a gestos similares.
Creyó en lo que hacía, laburó 18 por horas por día... las otras seis soñaría con la política. Fue un administrador ceñudo y cuidadoso. Y también supo que a veces, el cenicero tal cual es no sirve para nada. O, por ser más certero, no basta.
Puso en acto un puñado de ideas-fuerza que se le discutieron y ahora son sentido común en la región y motivo de nostalgia en el Primer Mundo.
Hace dos años que murió, después de haber cambiado para bien líneas maestras de la realidad argentina. Cuando evoca con tristeza esa partida prematura, el cronista (aparte de añorarlo con afecto) le sigue creyendo
 

Lo peor que podía pasar

 
Por Luis Bruschtein
Lo peor que le pudo pasar al oficialismo y a la oposición fue la muerte de Néstor Kirchner. Al oficialismo porque de esa manera perdió al hombre que lo generó y condujo. A la oposición porque, tras su fallecimiento, Néstor Kirchner pasó a un nivel irrebatible y muy difícil de alcanzar en el imaginario político. Apenas se cumplen dos años de su muerte y de alguna manera pareciera que fueran muchos más. Pareciera que Kirchner hablara desde un pasado de libro de historia y hasta no hace tanto todavía era un militante a todo vapor. Hay una diferencia abismal entre ese tiempo real que lleva muerto y el tiempo simbólico con el cual es vivida esa distancia.
El recuerdo de Kirchner es tomado por gran parte de la militancia kirchnerista y por gran parte de la antikirchnerista como referencia orientadora de gran peso a través de citas y del relato de algunas anécdotas o de la persistencia y multiplicación de sus imágenes. Para los primeros se trata de una referencia ejemplar. Los segundos utilizan esa imagen muchas veces para contraponerla a Cristina Kirchner, o simplemente magnifican hechos desde una ejemplaridad negativa. De una manera u otra, Kirchner se ha convertido en una referencia insoslayable de la política.
Durante dos años, esa mezcla de ausencia presente ha generado un actor privilegiado de la política, que tiene sin duda una entidad mayor aún que cuando estaba vivo o era presidente de la Nación. Ese lugar que ocupa Néstor Kirchner no es una construcción artificial, como les gustaría decir a algunos antikirchneristas. Puede haber una voluntad del kirchnerismo en el sentido de forzar una historia, o de producir el mito, pero es un lugar que no se puede desarrollar si no hay materia prima, si no tiene sustancia propia.
Hay, de hecho, la valoración de un desempeño real que crece con el tiempo. Es un hombre confrontado con una situación límite, un tiempo de bisagra en la historia, una encrucijada. Es el tema que más se repite en la literatura. Antes de ese momento podría haber sido un hombre común, pero la forma en que atravesó ese desafío lo trascendió hasta convertirlo en alguien diferente de los demás, incluso diferente del que era antes. La Argentina del 2001-2003 era una prueba mortal, un remolino que se tragaba un presidente atrás de otro. Una crisis política sin credibilidad, partidos atomizados, destrucción cultural y una crisis económica más una tragedia social inédita funcionaban como las culebras de la cabeza de una Medusa que convertía en piedra al que se atrevía con ella. Y Kirchner salió del laberinto con la cabeza de la bestia.
Para los argentinos fue una crisis mítica, excepcional y perdurará en la memoria como una de las peores, si no la peor, y de allí surge Néstor Kirchner como una figura necesariamente excepcional. El carácter de la crisis le otorga ese rasgo de excepcionalidad que tiene su imagen y que se acrecienta con el tiempo. Algunos tratarán de minimizar su papel y hablar de viento de cola, pero lo real es que el protagonista construyó su historia con palabras que durante cincuenta años habían sido la maldición de los argentinos: deuda externa, desempleo, ALCA, FMI, impunidad, Corte adicta, América latina... Como los héroes míticos, se metió en ese remolino y salió con los brazos cargados con esos trofeos que parecían inalcanzables. Hasta unos días antes habían sido meras consignas, mantras que se mascullaban con una fuerte sensación de impotencia.
Desde el oficialismo es más fácil tomar constancia de este proceso. Sin embargo, la oposición también produjo síntomas del mismo fenómeno, aunque obviamente con intensidad opuesta. El menemista Jorge Asís, por ejemplo, se afana por escribir libros sobre la pequeñez y el fin inminente del kirchnerismo. Pero el esfuerzo por minimizar la figura de Néstor Kirchner genera el efecto contrario. Gran parte del relato kirchnerista que desquicia a la oposición se alimentó por el tremendismo negativo con que esa oposición pintó al ex presidente. Cada leyenda negra que se construye contribuye a darle ese cariz legendario a la figura que se quiere denigrar. El peronismo tiene experiencia con este mecanismo. Durante los 18 años de su exilio, Perón fue denigrado en cada línea que se publicó en los medios y se le inventaron leyendas de terror que, ahora a la distancia, se ven ridículas. Si fuera por esas leyendas, Perón habría sido impotente, pero al mismo tiempo habría tenido relaciones sexuales con todo tipo de seres, desde humanos de distintos sexos, profesiones y edades, hasta no humanos. Los peronistas recogían esas ridiculeces –que hacía circular la gente “seria”– y respondían: “Puto o ladrón, queremos a Perón”.
Solamente en dos años, Néstor Kirchner se incorporó a la galería de los elegidos que trascienden después de su muerte para mantener y acrecentar su interrelación con la sociedad. No es un recuerdo inerme, sino más bien un generador de políticas desde varias facetas modélicas: el militante, el convencedor, el reivindicador de la política, el que se atrevió contra el no se puede, el que no dejó en la puerta sus principios y varias otras proyecciones de su imagen que son tomadas por una nueva generación de militantes.
 
 

El whisky del cura irlandés


 
Por Martín Granovsky
Vestía una camisa celeste y una campera blanca. Estuve a punto de hacerle un chiste sobre Racing, una condena compartida, pero me pareció que desperdiciaría el momento: Néstor Kirchner era entonces el presidente y estaba solo, recostado contra una pared de la iglesia de San Silvestre. Traté de que hablara sobre el nuevo papa, Benedicto XVI, que había sido entronizado esa mañana del 24 de abril de 2005. Movió la cabeza en señal de que no comentaría nada.–Igual, nunca vas a declarar en público que la ceremonia no te conmovió –le tiré para provocarlo.
–¿Y vos cómo sabés eso?–No lo sé. Me parece.
–Y sí... Fue como un acto político frío.–Gracias, Néstor, ya tengo la tapa. Volanta: “Declaraciones exclusivas del presidente Néstor Kirchner en Roma”. Título: “Fue como un acto frío”.
–No vas a poner eso...–Sí, claro. ¿Por qué no?
–Porque te dije que no iba a hablar. Y ustedes los periodistas cumplen los pactos profesionales, ¿no?–Era una broma, Presidente –cambié llamándolo por el título que le daba su investidura–. No estábamos conversando formalmente. Igual, ya sé cuál será mi otra nota del día. La primera es la del nuevo Papa en el trono de San Pedro y ya la mandé al diario. La segunda contará el mensaje implícito del presidente argentino.
–¿Ah sí? ¿Y cuál es?–Haber ido de mañana a la ceremonia en el Vaticano y programar, para la tardecita del mismo día, un homenaje a los palotinos asesinados por la dictadura.
Néstor Kirchner se rió sin contestar nada y bajó las escaleras rumbo a las catacumbas de San Silvestre, en el centro de Roma.
El 4 de julio de 1976 una patota militar al mando del marino Antonio Pernías, según la rigurosa investigación del periodista Eduardo Kimel, asesinó en San Patricio, Estomba al 1900, del barrio de Belgrano, a los sacerdotes Alfredo Leaden, Pedro Dufau y Alfredo Nelly y a los estudiantes Salvador Barbeito y Emilio Barletti.
En las catacumbas de San Silvestre había un ambiente de olor ácido por la humedad. Los arqueólogos estudiaban una pared para determinar si no era una antigua muralla romana. Cerca de los retratos de San Dionisio y Santo Stefano había una mesa y sobre ella un libro. “Con memoria, con verdad y con justicia”, escribió Cristina Kirchner. “Dios bendiga la memoria”, puso el ministro del Interior Aníbal Fernández. Néstor Kirchner firmó “en nombre del pueblo y del Estado argentino” un texto que dice así: “Venimos a traer nuestro profundo reconocimiento a nuestros hermanos palotinos, asesinados vilmente por la dictadura militar. Justicia y memoria, nuestros objetivos permanentes”.
Después de la firma se le acercó un cura irlandés con un regalo. Le dijo que si abría el envoltorio encontraría un objeto útil para el frío patagónico y, agregó, “para otros fríos que a veces hay cuando se está en el gobierno”. Era una botella de whisky Jameson. Irlandés, claro.
Kirchner venía de protagonizar una polémica con el arzobispo de Buenos Aires, Jorge Bergoglio, tras anunciar que viajaría a Roma para la entronización del nuevo Papa pero no, antes, a las exequias del Papa muerto, Juan Pablo II.
Bergoglio criticó a los “progresistas adolescentes” y también a “los democráticos gurúes del pensamiento único, que confunden el proceso de maduración de las personas y de los pueblos con una fábrica de conserva en lata”.
“Para algunos tener convicciones es ser adolescente –replicó Kirchner durante un acto en La Matanza–. Prefiero ser adolescente toda la vida.”
Otro hecho que prologó el viaje al Vaticano y el homenaje a los palotinos muertos fue la cesantía, dispuesta por el Gobierno, del obispo castrense Antonio Baseotto. En febrero, Baseotto había cuestionado la política del entonces ministro de Salud y actual embajador en Chile, Ginés González García, de reparto público de preservativos. “Quienes escandalizan a los pequeños merecen que les cuelguen una piedra de molino al cuello y los tiren al mar”, dijo, y cuando el escándalo se desató quiso escudarse en una cita del Nuevo Testamento. El Vaticano no aceptó la cesantía, pero el Estado dejó de pagar a Baseotto el sueldo que le asignaba, presuntamente, porque la Constitución, aun la reformada en 1994, afirma en su artículo segundo que “el gobierno federal sostiene el culto católico, apostólico, romano”.
Baseotto no era un flojo de lengua sino un miembro del sector de la jerarquía católica que alentó la represión como una guerra santa y bendijo la tortura. Además, tenía el respaldo de Esteban Caselli, caballero de la Soberana Orden de Malta, de fuertes nexos con la organización fascista Propaganda Dos, ex subsecretario general de la presidencia con Carlos Menem, luego su embajador en el Vaticano, secretario general de la gobernación bonaerense con Carlos Ruckauf y secretario de Culto con Ruckauf canciller y Eduardo Duhalde Presidente. Partidario de Silvio Berlusconi, Caselli es el mismo personaje que hoy, como senador por una fracción de los italianos en el exterior, está a tiro de pesquisa de una investigación de la Justicia italiana sobre fraude en las últimas elecciones.
Católico practicante en su infancia, hijo de madre croata, Kirchner no parecía serlo ya como presidente. Pero ni hablaba del tema. Tampoco atacaba a la Iglesia como tal o a los cristianos en su fe. Sin fatigar la palabra “laicismo”, era un laicista práctico que aseguraba respetar las creencias privadas y al mismo tiempo buscaba ser parte de la corriente que quiere extender los derechos civiles y limitar la participación del Estado en la vida de cada uno.
Como diputado, en 2010, uno de los últimos actos públicos de Kirchner fue votar por el matrimonio igualitario. El proyecto lo habían comenzado a impulsar legisladores de varios partidos luego de una presentación inicial socialista y el activismo de organizaciones no gubernamentales como la Federación Argentina de Lesbianas, Gays, Bisexuales y Trans.
En esta historia de Kirchner que arranca en las catacumbas de San Silvestre solo queda una duda: en qué momento de los años que pasaron de 2005 a 2010 se bebió el Jameson.
 

El amor político

 
Por Sandra Russo
Cuando Cristina, muy seguido, habla de “El” en los actos, cuando lo invoca, cuando le rinde tributo o apela a su memoria, dirigentes y periodistas opositores la acusan de “endiosarlo”. En ese relato según el cual el kirchnerismo es “puro relato”, ella especula cuando habla de “El”, ella lo usa. Sus lágrimas son de cocodrilo, como sus carteras. En ese relato que termina indefectiblemente hablando de esta democracia como de una “dictadura” de la que hay que “liberarse”, El y Ella están solos en la cima, ella usando el recuerdo de él para satisfacer su lisa y llana ansia de poder.
En la vida real, más allá de si el hecho gusta o no gusta, si se acomoda o no a las cosas tal como se las suele contar mediáticamente, cuando la Presidenta habla de Néstor, millones de personas perciben otra cosa, algo extremadamente distinto, podría decirse que es algo opuesto a la especulación. Desde el relato sobre el relato kirchnerista, eso que pasa en tantos corazones no se ve ni se registra, se pasa por alto, se elude, se evita, pero esa evitación no sesga ni rasga el pulso del amor colectivo. El amor colectivo que grandes sectores de este país sienten por Néstor Kirchner es el que alumbra este tiempo, y como todo amor es recíproco: el amor hacia Néstor implica reconocerle lo que él hizo por todos y cada uno, y fue restituirles el sentido de pertenencia a algo más grande que sus proyectos personales.
El relato sobre el relato kirchnerista habla indefectiblemente, en cambio, de especulación, también de abajo hacia arriba: mientras afirman que Cristina especula cuando lo nombra, afirman que quienes lo lloran, lo extrañan o lo reivindican especulan también. Las razones adquieren diversas formas, pero en general van a parar siempre al choripán o el cargo o el interés personal. Siguen sin saber leer. No les conviene leer. Ese amor colectivo, siempre retaceado, siempre ausente de las lecturas maníacas y demonizadoras, no puede reproducirse en laboratorio, no puede envasarse y venderse como un souvenir. Es algo infabricable y está fuera del universo del cálculo en el que ese relato sobre el relato kirchnerista también lo instaló a él. Claro que Néstor supo calcular. Milimétricamente calculó la correlación de fuerzas cuando ser un presidente argentino era casi nada, era arriesgarse a ser el sexto consecutivo en ser echado por una institucionalidad deshecha. Y cuando hizo esos cálculos, sabía que ese 22 por ciento que le correspondía por primera vuelta no era nada. Cuando leyó su discurso inaugural y dijo que no dejaría sus convicciones en la puerta de la Casa Rosada y dijo también que “cambio” era el nombre del futuro, sabía que lo que tenía por delante era un trabajo disparatadamente titánico: la única estrategia con posibilidad de éxito era hacer. Ya en ese momento, aquel 25 de mayo de 2003, Néstor sabía –o mejor dicho: decidía– que su legitimación dependía de sus políticas. Lo que otros desvían hacia el marketing o la imagen, él lo depositó en sus políticas.
Hay un correlato perfectamente racional por el que esas personas que hoy siguen llorando a Néstor podrían describir las razones de la identidad política que lleva el apellido de Kirchner. La que hoy, nueve años después, constituye la fuerza política más grande de la Argentina. Podrían hablar de la reestructuración de la deuda externa, o de la política de derechos humanos, o del rechazo al ALCA, o de la creación de millones de puestos de trabajo, o la iniciativa de crear un espacio político inclusivo en el que no sólo los peronistas sintieran que estaban siendo convocados. Podrían decir que él le devolvió a la política su versión trascendente, podrían decir que él se animó a conducir políticamente la economía cuando eso no lo hacía casi nadie en el mundo, apenas dos o tres presidentes latinoamericanos. La lista podría seguir, pero no es con un solo hemisferio cerebral que uno abraza una causa política: se hace con todo el cerebro y con el corazón.
Además de todas sus políticas, que le devolvieron la estabilidad y la capacidad de proyección no sólo al país en general sino también a millones de ciudadanos en particular, Néstor fue el presidente de la democracia que más veces habló de amor. Si se repasan sus discursos, fue insistente. Era un llamado a la sintonía. A lo superador. Porque no hay nada que podamos sentir, como individuos y como pueblo, que sea más superador que el amor. Pero Néstor no hablaba ni del amor romántico, ni del amor de San Valentín, ni del amor religioso, ni del amor de la new age. Ya en 2003 él hablaba de amor político. O, dicho de otra manera, de un tipo de política que fuera capaz de enraizarse en lo profundo de cada quien, guiada por el motor de las convicciones. De lo que uno cree que hay que hacer. De lo que uno cree que es justo. De lo que uno cree que es un derecho. Un amor basado en la afirmación y no en la negación. Una política inspirada en el amor y no en el odio. El amor afirma y el odio niega.
Han pasado dos años y nada ha dejado de moverse, de latir, de vibrar. Los que mejor escucharon el llamado de Néstor fueron los jóvenes, porque fue a ellos que el mensaje estuvo dirigido desde el comienzo. En aquel país del que se vayan todos, ese sueño del que Néstor habló en su discurso inaugural sólo era viable con nuevas generaciones que tomaran la posta sin compromisos y barros preexistentes. Se fue pidiendo mil flores y han crecido muchas más, para las que Néstor, como para muchos otros, hoy es un símbolo íntimo y colectivo, una bandera que, antes que de ninguna otra cosa, hoy sigue hablando de amor.

Imágenes de N


 
Por Horacio González *
Las escenas del Sur se me hacen borrosas. El recuerdo fija los hechos retrospectivos con cierta exageración y a veces la idea de un destino ayuda para considerar episodios sueltos como si fueran una premonición. Pero podemos ir un poco más allá, hacia la Universidad de La Plata en los años ’70. Allí la memoria encuentra auxilio en lo que, además de ser fácilmente imaginable, sigue siendo motivo de debate para toda una generación. Si un buffet de abogado en Río Gallegos parece difuso, un pasillo platense del viejo edificio de la Calle 7 podría ser fácilmente representado. Todos gritamos algo o mucho en ésos u otros pasadizos. Imaginemos una agrupación denominada Eva Perón. En esos tiempos se trataba de recobrar el nombre que había tenido dos décadas antes la ciudad de La Plata. El peronismo, para miles y miles de personas, se proponía como cicerone de fogosos retornos. Tanto en los hechos colectivos como en el dadivoso garabato de la imaginación.
La militancia estudiantil suele encontrar su fuerza en su disponibilidad sin condiciones. Es un noviciado que perdurará de diversas maneras en los avatares futuros. Enteras cofradías de abogados o ingenieros pueden mentar mucho después las imágenes militantes del pasado y el modo en que en cierto tiempo postrero perduran. O bien se difuminan, en esas vidas que se creían habitadas por lo incondicionado. La Plata fue una ciudad alcanzada por una represión redoblada. La vida en las pensiones estudiantiles se hizo peligrosa. Apareció un avieso signo en las conciencias entusiastas de la época; algo que la quebraba. Hubo una diáspora, inevitable suceso que a lo largo de la historia toca de muchas maneras a grupos, generaciones y conglomerados humanos. Hubo que pensar, además, si se seguía una ensoñación, la vía armada. No como prefiguración obligada o mentalidad de época surgida de los vibrantes espectros de las revoluciones presentes y pasadas, sino como opción personal, específica, existencial.
La vuelta a la ciudad natal es un movimiento conocido. Maneras de un exilio, de un gesto de retiro que guarda las posibilidades de vida y deja atrás el trasto de un remordimiento. ¿Actuamos en un mundo de ideas que contrastan entre sí y las elegimos libremente? ¿O por debajo de todo ello está la desconocida fibra interior que cubre de razonamientos y justificaciones un resorte secreto que nos lleva a preservar nuestra existencia? No se hace política a pesar de esto, sino precisamente porque queremos explicar esto. No veo de otro modo la figura de N en sus años de Río Gallegos, en los que parece intuirse, luego de agotada su figura de militante universitario, una carrera política de forma tradicional. Eso hubo, sin duda. Es lo que hace de N un político que cargaba una aparente cancelación pública de un pasado y una penitencia secreta por ese mismo pasado.
En aquellas previsibles unidades básicas de una ciudad ventosa –así debemos intuirla– no parecía existir el utopismo estudiantil de la Universidad donde habían sido rectores Joaquín V. González y Alfredo Palacios. Pero se estaba elaborando una frase entre la maraña menos majestuosa de todas las frases que un intendente y un gobernador deben pronunciar a diario. Por ejemplo, futuras frases como “somos parte de una generación diezmada”, o “somos hijos de las Madres de Plaza de Mayo”. Tales frases eran protoformas que esperaban su emisión definitiva en tiempo y lugar adecuados. Un lugar de fusión entre el remoto estudiante que no había extinguido las anteriores estrías de su memoria, y un espacio físico cuya toponimia sabemos todos: Plaza de Mayo. En uno de sus primeros discursos desde el balcón, señaló un ángulo allá abajo: “Allí estaba yo en el ’73”.
Cuando preguntan qué vimos, qué experimentamos con esas palabras, los que cuestionan no saben, no tienen a su alcance la idea de un tiempo circular, algo mítico, es cierto, pero muy alejado de lo que consideran el gazapo de un político astuto. Arriesgo mi tesis sobre N. N no era astuto. En verdad, N era un ingenuo. Tenía en su conciencia una olvidada arenga estudiantil, un abandonado resorte que resurgiría como lo que es propio de una conciencia culpable. Apresuro la aclaración: la conciencia culpable es la honra de los realizadores, la cosa grande que anima las conciencias políticas al margen de todo cálculo. Aunque los hayan hecho. Aunque, incluso, creyesen que eran calculistas cuando en realidad actuaban en nombre de un callado candor estudiantil. Que negoció, batalló con lenguajes rudos con toda clase de personajes seudorrespetables, que habló el idioma del político realista o, como suele decirse, pragmático. Sí, porque había como si dijéramos dos almas en N. Por un lado, estaba la veta del político que trataba con respeto devocional las circunstancias empíricas que reclama siempre lo político. Por otro, la aptitud y la vocación para hacer un llamado. ¿Cuándo llega un político a la edad del llamado? Difícil decirlo: para eso se precisa más candor que artificios, lo que no es comprendido por los que se fijan solo en el Kirchner que manejaba todas las vetas sagaces del ensayo y error de un político. Pero no hacía otra cosa que llamar, dale que dale en el teléfono y en la ardua telepatía del intercambio simbólico entre épocas. Fue un político telefonista, hizo del llamado un modo de recordarles a todos que, detrás de nuestras trivialidades, había otro vector encerrado que era necesario liberar. El de un pasado contrito, y la posibilidad de redimirnos viéndonos otra vez al costado de la Plaza, con la muchedumbre que va de la esperanza al miedo, y del miedo a la esperanza. Viéndonos en el futuro del pasado y viceversa, solo con melancolía vital, sin mitologías de ocasión.
Llamó a muchos, directa o indirectamente. Me llamó a mí, entre tantos y tantos. Ahora prefiero ensayar la rememoración o el ensayo de invocarlo con una suerte de omisión litúrgica. Quizás debamos recordarlo, a fuer de seguir en estas luchas, con un ideograma no místico, pero sí sugerente de nuevas posibilidades de nombrar las cosas. Me parece inevitable que esta necesidad surja ahora. Se ha abusado de la letra inicial de su apellido, enclaustrándolo en una cifra que lo enclava en un momento tieso del alfabeto. ¿K? Sea. No obstante, diciendo N refrescamos su relación con el acto principal de la política: ofrecer nombres. Fijémonos en su itinerario de La Plata a Río Gallegos y de Río Gallegos a Buenos Aires. En el mapa se dibuja así una suerte de letra N, desde abajo hacia arriba del territorio, hacia la ciudad estudiantil. Luego hacia abajo, la vuelta al pago y el inesperado llamado posterior, trazando la patita ascendente de la letra, que lo sitúa en esa Plaza, que también lo incluía y nos incluía: yo estaba allí.
* Sociólogo, director de la Biblioteca Nacional.
 

Lo inesperado


 

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Por Ricardo Forster *
1. La actualidad argentina tiene la marca de lo excepcional y, claro, de lo no previsible. Como un viento huracanado que se lleva todo por delante, algo de lo no esperado se abrió paso en mayo de 2003 y cristalizó alrededor de la figura, anómala y desconocida para la mayor parte de la sociedad, de un hombre alto y desgarbado, gracioso e informal, extrañamente memorioso de lo que muchos ya querían archivar y olvidar, venido del sur patagónico. Decir que somos contemporáneos de una anomalía no supone, como algunos creen, desconocer las fuerzas, muchas veces ocultas o subterráneas, de la historia ni caer en una suerte de providencialismo. Significa algo más sencillo pero no por eso menos enigmático: reconocer los momentos de ruptura o de inflexión que desplazan las fuerzas inerciales y dominantes en esa historia que aparecía como repetitiva e inexpugnable, para asumir que algo distinto, quizá imprevisto y no escrito en ninguna causalidad ni en ninguna garantía histórica, se hace presente y hace saltar los goznes de esas continuidades asfixiantes que, la mayoría de las veces, suelen ser la expresión de un discurso del fin de la historia y de la muerte de las ideologías que, claro, terminan por afirmar el modelo de la dominación proyectándolo hacia una eternidad inexorable.
Momentos excepcionales en los que la continuidad se quiebra en mil pedazos y surge lo no previsto que recoge fuerzas y experiencias preexistentes pero que, fundamentalmente, les da una nueva dimensión incorporándolas a un giro de la historia que acaba por englobar y por trascender a esas fuerzas, a veces, incluso, contra la dinámica que las constituyó. Esas circunstancias se presentan muy de vez en cuando y, la mayoría de las veces, acaban en frustración o en resignada aceptación de la imposibilidad de torcer las fuerzas inerciales del sistema. Alfonsín, que llegó en un momento clave de la historia argentina, que tuvo el apoyo popular para avanzar hacia otro proyecto de país, supo del poderío de las corporaciones económicas y también supo de la resignación que, como una maldición, recorrió los gobiernos democráticos desde Frondizi en adelante. Pero la anomalía que significó la llegada de Néstor Kirchner debe ser inscripta también en una época, la de principios de siglo, muy poco dispuesta para aceptar y procesar aquello que traía en su mochila alguien que insistía con reconstruir los puentes rotos entre la generación del setenta y una actualidad que había atravesado la hegemonía neoliberal, la caída del modelo socialista, la crisis de las tradiciones nacionalpopulares junto con el “olvido” del legado de Marx y de las izquierdas en general. Un tiempo termidoriano que había dejado a nuestras espaldas las grandes ideas de una modernidad en estado de disolución, ideas arrojadas al tacho de los desperdicios o convertidas en objeto de estudio sin relevancia en las encrucijadas del presente, materia prima de historiadores y de arqueólogos de objetos en desuso. Kirchner, su nombre, al igual que otros procesos contemporáneos que se abrieron en Sudamérica, produjo un asalto anacrónico a la fortaleza del “fin de la historia” y a las resignaciones de una posmodernidad entre banal y despolitizada. Su irrupción debe ser leída en el interior de la ruptura de esa linealidad recurrente y repetitiva que venía asolando toda esperanza en un cambio del decurso de la historia. No nació de un repollo ni careció de antecedentes; simplemente enloqueció lo esperado abriendo las compuertas de otro tiempo de la vida nacional a contrapelo de la tendencia mundial dominante.
2. La historia muy pocas veces es lineal. Imaginar, entre nosotros, un recorrido causal y necesario es suponer que el hilo del tiempo discurre con placidez, alejado de tormentas y sorpresas, de situaciones inesperadas y de bruscos giros que suelen sacar de quicio aquello que supuestamente responde a una racionalidad subyacente. El tiempo, el de un país, el nuestro, zigzagueante y espasmódico, entrañable y trágico, suele responder a una extraña alquimia de materialidades realmente existentes y acontecimientos que dislocan lo previamente anunciado como esperable. Ruptura y continuidad se entrelazan marcando a fuego la complejidad de un presente anómalo; de un presente capaz de persistir atravesado de viejas matrices, a la vez que nos ofrece el panorama de lo nuevo que disloca lo establecido hasta configurar una escena inimaginable de acuerdo con la fuerza inercial de una historia que, eso parecía evidente e inmodificable, seguía una marcha hacia una decadencia siempre anunciada como destino irrevocable. Muy de tanto en tanto, cuando no se lo espera, algo sucede, algo intenso, que viene a alterar las escrituras del poder. Algo de eso, en su excepcionalidad, aconteció a partir del 25 de mayo de 2003. Lo insólito, lo que no podía estar pasando, simplemente comenzó a derramarse sobre una época descreída que, en muchos que continuaron aferrados a su incredulidad, condujo a la teoría de la impostura. De una suerte de relato de ficción astutamente desplegado por el saltimbanqui y prestidigitador venido del sur y dispuesto a engañar para que todo siguiese igual. Hubo que esperar hasta su muerte, también inesperada, para terminar de desgarrar el velo de la impostura de la impostura, de ese relato mentiroso y autoexculpatorio que tanto les sirvió a ciertos intelectuales y políticos supuestamente progresistas a la hora de consolidar su opción por el poder corporativo y la restauración conservadora.
El vértigo estaba marcado por la caída al abismo, por esa espera del cumplimiento de lo peor que venía arrojándonos, en tanto que habitantes de esta geografía sureña y muchas veces destemplada, a la intemperie. Sin horizonte, pero también sin pasado a redimir. Puro presente de angustia, corroboración de un destino estrellado contra el muro de ilusiones vanas o de engreimientos ahuecados después de años de horrores, miedos, desilusiones, banalidades, fiestas dispendiosas, cualunquismos diversos y profetismos quiméricos. Años en los que los puentes entre las generaciones se rompieron y en los que lenguajes y tradiciones emancipatorias se transformaron en objetos arqueológicos, piezas de colección de un museo temático en el que el presente, como tiempo de llegada al fin de la historia, se volvía escenario de un mundo sin sueños ni esperanzas. Apenas entre sus pliegues o en sus napas soterradas, persistían legados y herencias maltratados por las inclemencias de una realidad despojadora de ilusiones y de proyectos alternativos al de un capitalismo neoliberal que parecía devorarse todo a su paso.
Kirchner, su nombre, vino a invertir esa inercia, vino a enloquecer la marcha del tiempo argentino quebrando la repetición maldita y abriendo fisuras, cada vez más hondas, en el muro de un sistema (amasado entre la dictadura y el menemismo) capaz de aniquilar memorias de equidad y tradiciones populares al vil precio del consumismo y la exclusión como etapa final del miedo destilado sobre cuerpos y conciencias. Su impronta, su firma, que era un jeroglífico para la mayoría de una sociedad que no sabía quién era ni de dónde venía (sabía, apenas, que era gobernador de Santa Cruz pero desconocía su pasado, sus antiguas lealtades, la persistencia, en él, de historias clausuradas por la violencia dictatorial pero a la espera de una reparación), su firma, decía, selló lo inesperado, aquello caudaloso que se liberó en un discurso alocado, inusual, antiguo y lozano, admirable y sorpresivo que pronunció, entre la seriedad de la investidura presidencial y la informalidad de un personaje subvertidor de todo protocolo, lúdico en momentos de extrema gravedad y serio para aliviar, con sus malabares simbólicos con el bastón de mando, la incredulidad de una sociedad demasiado lastimada y, también, envilecida.
Una doble reparación comenzó en un país incrédulo. Reparación del pasado al reabrir no sólo los expedientes cerrados por las leyes de la impunidad y los indultos, sino al destrabar una memoria que lograba, con esfuerzos pero con intensidad, interrogar críticamente por una época decisiva, preñada de utopías y de errores, de sueños revolucionarios y de violencias, de generosas entregas generacionales y de poderes asesinos que se preparaban para quebrarle el espinazo a un tiempo crepuscular y soñador pero potente en su capacidad para jugar a fondo los destinos del país. Una época que dejó una marca indeleble en cuerpos y memorias pero que había sido arrojada a la pieza de los trastos viejos, formas espectrales de un pasado tabicado y ausente que, pese a todo, seguían susurrando desde una lejanía que se volvió, en el giro loco de la historia abierta de nuevo, actualidad e interpelación. Kirchner, haciéndose eco y cargo de los mil hilos resistentes de los movimientos de derechos humanos y de antiguos mandatos que se guardaban en su propia deuda impaga, habilitó, como no se lo hacía desde los comienzos del gobierno de Alfonsín, la dimensión entrecruzada de la memoria, la verdad y la justicia. Pero también, y allí se guarda lo no previsto, oxigenó el debate sellado de los setenta y lo hizo recobrando las luces y las sombras de una extraordinaria apuesta generacional. Lo que parecía ya no tener lugar, lo destinado a ser invisible o a convertirse en polvo que se lleva el viento huracanado del “progreso”, interrumpió el presente reescribiendo las páginas de la memoria que siempre transforman lo heredado, lo guardado en lo recóndito del recuerdo y lo vivido como tiempo presente supuestamente alejado de esas deudas con un pasado “olvidado”.
En ese giro reparador hacia el pasado (en esa suerte de imposible redención de las víctimas devolviéndoles rostros, ideas, convicciones, sueños, pesadillas, cuerpos, justicia) también se abrieron las puertas de una casa que habían permanecido cerradas hacia el futuro. Una doble maldición pendía sobre Argentina: la maldición de un pasado irresuelto cuyas figuras espectrales permanecían irredentas, y el borramiento de toda esperanza en el mañana. Sin pasado y sin futuro, arrojados a un puro presente impiadoso y descreído. Néstor Kirchner, emergiendo de lo previo y de lo anómalo, heredero de fuerzas sociales y de tradiciones en disonancia con una época hegemonizada por la práctica y el relato de los vencedores, giró la inercia del tiempo histórico y le dio forma, en un mismo movimiento, a la reparación, todavía en curso, del pasado y del futuro. De ese modo, y los festejos del Bicentenario dieron testimonio de lo caudaloso de ese giro en las sensibilidades y en las conciencias, el daño abisal causado por la dictadura y perpetuado por la impiedad del capitalismo neoliberal más las expresiones prostibularias emergentes de tradiciones que eran supuestas portadoras de ideologías populares pero travestidas en instrumentos de la reacción, inició su camino de reparación. El peronismo le debe demasiado al flaco desgarbado que inició su rescate del envilecimiento menemista; en él, en su lenguaje y en sus gestos, lo que se hizo presente fueron los espectros fundacionales del 17 de octubre, sus metamorfosis en la generación del setenta y los desafíos de una realidad, la actual, cargada de sus propias novedades. Allí, en esa alquimia renovadora, en esa apropiación salvaje de viejos y nuevos símbolos, se encuentra eso que llamamos, con cautela pero con entusiasmo, kirchnerismo. El pueblo, el olvidado y el dañado durante tantos años, lo supo y por eso dio testimonio caudaloso de su profunda tristeza entramada, como no podía ser de otro modo, con la fuerza del agradecimiento y del apoyo decidido a su compañera de toda la vida.
Quedará por ver, de acuerdo con los recorridos de una realidad que se expande hacia nuevas regiones de la vida social y política, hasta qué punto el 27 de octubre, ese día sellado por un pacto entramado con la despedida y la afirmación, con la tristeza y la decisión, constituye nuestro punto de inflexión, la entrada en un tiempo argentino en el que el nombre de Kirchner no sólo puede ser leído en el interior de la experiencia del peronismo sino, decisivamente, como forjador de una inquietante novedad. Los signos están allí, se multiplican entre nosotros y van dejando sus huellas ofreciéndonos la posibilidad de vislumbrar lo que de nuevo y excepcional porta una actualidad que sufrió una colosal sacudida aquel 27 de octubre en el que también, aunque bajo otras condiciones y viniendo de distintos lados, emergió el “subsuelo de la patria sublevada” no para rescatar al coronel preso sino para dar testimonio de la tristeza y del compromiso con una historia abierta a fuerza de romper la inercia de las continuidades malsanas.
* Doctor en Filosofía, profesor de la UBA.

El legado

 
Por Mario Rapoport *
La conjunción de la debacle económica con la fractura de la legitimidad neoliberal impuso la necesidad de articular en la Argentina una salida de la crisis del 2001. Por un lado, para responder, en el plano material y de manera urgente, a las acuciantes necesidades de los vastos estratos sociales caídos en el desempleo o sumergidos en la pobreza o la indigencia. Por otro, para desplazar el eje de la economía desde lo financiero hacia la esfera productiva. En este sentido, el rechazo a lo acontecido durante los años noventa constituyó el núcleo central del planteo que el gobierno de Néstor Kirchner enarboló desde el 2003 en aras de revertir la precaria legitimidad de origen que derivaba del magro porcentaje de votos con que había alcanzado el poder.
Desde su discurso de asunción, que sonaba muy distinto de la ideología neoliberal que había dominado hasta allí por interminables décadas el panorama político y económico del país, Kirchner retomaba diversos aspectos de la experiencia vivida durante la industrialización sustitutiva. Entre otros, el objetivo del pleno empleo, el desarrollo de la industria nacional, la recomposición del mercado interno, la reivindicación de la soberanía política y el afán de emancipación respecto de intereses extranjeros, ahora representados por el FMI y favorecidos por la gran deuda externa. Se planteaba también terminar con el default, ampliar la presencia comercial en el mundo y, sobre todo, revertir una situación social crítica. La política de derechos humanos, la profundización de los mecanismos de integración regional y otros aspectos de la política exterior acompañaron este proceso.
Salir del cerrojo de la Convertibilidad fue el primer paso, necesario aunque no suficiente, dado en 2002 por el gobierno que lo precedió, pero que condujo también, con la devaluación del peso, a mayores niveles de desigualdad y problemas sociales. La clave estuvo, desde un principio, en comprender que era preciso aprovechar las nuevas circunstancias internacionales para desendeudar al país, en momentos en que la economía mundial había comenzado un desenfrenado incremento del endeudamiento público y privado, cuyo origen estaba en la desigualdad de ingresos y las políticas neoliberales. Como lo marcaba la experiencia argentina, que fue precursora en este sentido, el mundo desa­rrollado aplicaba medidas que favorecían a las grandes fortunas y perjudicaban a los sectores medios y bajos. Esto suponía en los países ricos disminuir el consumo; abaratar costos trasladando procesos de industrialización hacia la periferia y aumentando el desempleo de sus propios ciudadanos, y arriesgar inversiones en el casino de los mercados financieros. Políticas y procesos que ya se advertían negativos, lo que obligó a adoptar, para paliarlos, una solución espuria: endeudar a los Estados y a las familias cuyos ingresos se reducían. Aquí no fue exactamente igual porque la palanca crediticia no funcionaba del mismo modo, aunque el falso tipo de cambio permitió un fugaz mantenimiento del consumo mientras la economía real se hundía por el cierre de las empresas que no podían competir con las importaciones baratas, y esta burbuja tuvo los mismos efectos destructivos que en el Norte desarrollado.
Darse cuenta de ello no era fácil en un país como el nuestro, acosado por intereses internos y externos que se resistían al cambio, arruinado económicamente y con un grave déficit social. La nueva oportunidad que se abría, favorable (para nosotros) en la economía internacional, podía derivar en otra frustración. Un país que crecía, pero atado aún al carro de la especulación financiera y en beneficio de unos pocos. El desendeudamiento era entonces una prioridad y así se hizo: una segunda atadura, luego del abandono de la Convertibilidad, dejaba de serlo. Había que tener cierta clarividencia para comprender por anticipado lo que ocurriría a partir del 2007, o al menos hacer una buena lectura de lo que nos había pasado con la experiencia propia. Eso ya era un mérito, pero no significaba todo.
Dar un nuevo papel al Estado, reindustrializar el país y redistribuir los ingresos constituían tareas pendientes, que se fueron cumpliendo poco a poco. Todo ello dio lugar a una notable recuperación, con un crecimiento del producto, que salvo una caída en el pico de la crisis, se mantuvo durante nueve años, caso único en la historia argentina. En todo ello Néstor Kirchner, que puso siempre la política delante de la economía, jugó como conductor un rol clave, con aciertos y errores, empujado por una férrea voluntad de cambio que terminó costándole la vida.
No fue menor su aporte en el proceso de transformación del mapa político de América del Sur, donde se fortalecieron estrategias heterodoxas y autonómicas que apuntaron a encontrar soluciones propias para los problemas históricos de la región. Con su impulso, junto a Lula, Chávez, Morales y otros presidentes, se inauguró una nueva instancia regional que completaba y reforzaba estratégicamente el Mercosur: la Unasur (Unión de Naciones Suramericanas), señalando un camino para la consolidación de los intereses de los países que la integran mediante la conformación de un bloque común frente a los grandes poderes mundiales. Como fruto de ello se fueron encadenando otros hechos significativos como el rechazo conjunto al ALCA (Area de Libre Comercio de las Américas) propuesto por EE.UU.; la incorporación formal de Venezuela al Mercosur, un punto álgido en las relaciones regionales; y la participación de Argentina y Brasil en el G-20, un reconocimiento internacional de la importancia que había adquirido la región.
El recuerdo de Néstor Kirchner está también fuertemente asociado a estas instancias, que lo tuvieron como protagonista y marcaron su estatura de estadista. Ese fue su legado.
* Economista e historiador.

Lupin look

 

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Por María Moreno
Nunca me canso de citar el fabuloso libro de Richard Sennett titulado El declive del hombre público, sobre todo en lo que ilumina acerca de la secularización del carisma y sus entramados con la política: la desaparición de la vida pública, que permite cada vez más las transacciones de paredes para adentro, el desarrollo de los medios electrónicos eficaces para hacer visible al poder a través de la vida privada de sus representantes, el culto de la personalidad favorecido por las tecnologías del yo, bajo el desarrollo de la psicología, habrían desviado la atención de la política hacia los políticos. Hoy un líder es más atractivo por la irradiación de su estilo que por sus acciones concretas. Los ejemplos de Sennett son pedagogía de primeros auxilios: la televisación de un presidente pulseando con un dirigente gremial en un club de barrio se vuelve más definitiva que el hecho de que esa misma tarde haya recortado beneficios sociales para los trabajadores. En 1952, Richard Nixon, acusado de corrupción, volvió a ganarse a sus votantes llorando en público, hablando de “la chaqueta de paño republicano” de su esposa y de su amor a los perros como el suyo, Chekers. El espectáculo de esa revelación desviaba la atención de los cargos. El catálogo del carisma es funcional y por eso capaz de contener valores antagónicos, la vehemencia puede identificarse a la rectitud y la seguridad en las convicciones, pero también a un descontrol traducible en despotismo, la honestidad ser indicio de debilidad para actuar en la trama del último capitalismo en donde el alma bella parece menos apta que el comisario –¿quién confiaría hoy en un Lisandro de la Torre dejando 250 pesos para su entierro, antes de suicidarse?–, la estupidez da idea de una no actuación en medio de la creencia mayoritaria de la política como mascarada.
¿En qué consistía el carisma de Néstor Kirchner? Hay que recordarlo: su carne no era estetizable como la del Che merced al dramatismo de la técnica de solarización fotográfica, ni ofrecía un perfil nítido como Perón y Evita, pregnantes para la silueta victoriana. Es más: una mímesis de su rostro precede a su carne pública en el de un personaje de historieta. Su oratoria no era notable a la hora de crear metáforas o resonancias culturales, carecía de poder hipnótico. Su fuerza semiótica: Kirchner se veía espontáneo hasta el despropósito. La diferencia entre ser espontáneo y poner en escena la espontaneidad es la de la estrategia, sólo que la estrategia no es un plan sino el fruto de una interpretación que se acciona a conciencia entre el síntoma personal y el comando de un efecto que, si es eficaz en lograr consenso, puede capitalizarse. El triunfo de Kirchner se asocia a un chichón y unas gotas de sangre. Es una versión bizarra y peruca de La rosa púrpura del Cairo, el objeto de la imagen embiste la cámara, pero eso también es una imagen. Uno de sus primeros ademanes fue salirse del balcón, lo que podía leerse como un deseo de fundirse cuerpo a cuerpo con la multitud –hasta muchas veces caerse en ella– hasta anular la distancia –arriba, lejos, en custodia– naturalizada en el poder, pero también como la declinación de una iconografía gastada.
Sin pudor, aunque con la coartada del factor carisma, sus críticos le han discutido características negativas más propias de figurar en un manual para modelación del carácter que del debate político: la ira, la prepotencia, la intemperancia. ¡A ver, educandos de la UBA, ¿para cuándo una tesina sobre la incidencia del carácter en el debate político 2003-2012?!
Sin embargo, ¿no fue la oposición antiperonista la autora del sentimiento más flamígero, más Tía Vicenta –la disparatada tía gorila de Landrú– del vademécum de pasiones políticas argentinas? La indignación cuyo mero enunciado en primera persona certifica per se la pertenencia a la razón (justicia), libertad (antiperonista), educación (decencia). En el teatro político donde un Fidel o un Chávez hipnotizan por un titanismo discursivo que no escatima el acompañamiento gestual commedia dell’arte a la latina, el carisma de Kirchner proyecta el efecto de ser incapaz de simular: todo en él sería aunque furioso, descortés, excesivo: verdadero.

Cash

Hay en la política, en su protocolo bélico, dos palabras afantasmadas que, más allá de sus sentidos, se usan como conjuro ante el adversario en aras de una disputa en donde prima la voluntad de prontuario y que no suele escapar a lo especular: “corrupción” y “seguridad”. La primera alude a un enriquecimiento que aseguraría a su detector en un tiempo por fuera de la relación esfuerzo-remuneración o siquiera legitimidad-herencia y conseguido por fuera de la ley, pero no del poder sino desde su interior o con su vista gorda y beneficio; la segunda aludiría a la amenaza sobre bienes cuyo origen es ajeno a la acepción y que incluyen la propia vida. Quizás una tarea intelectual loable debería ir más allá de la aceptación de estos términos-conjuro funcionales a la puja política para devolverlos a la historia. Hace algunos años, Alvaro Abós escribió Delitos ejemplares. Historias de la corrupción argentina, 1810-1997, en donde consigna casos que van desde un Santiago de Liniers, por dos veces reconquistador de Buenos Aires que se armó junto a su hermano una fábrica de pastillas de carne y gelatinas que abastecieron a los ejércitos reales y fueron consumidas en buques de guerra, mercantes y hospitales sin pagar impuestos, hasta el de los niños cantores que hicieron tongo en el sorteo de la Lotería Nacional del 4 de septiembre de 1942 para que saliera el número 31.025, de donde el Estado –el presidente era Ramón Castillo–- sacó su parte en calidad de impuestos. Pero no se trataría ahora de buscar antecedentes para lavarse las manos en una idea de destino, sino de preguntarse en qué condiciones políticas, económicas y sociales una palabra multiplicada en la prensa se vacía de historia, falsifica sus pruebas o las multiplica en espejos enemigos hasta convertirse en un mero instrumento en busca de consenso.
Por ejemplo: “niño” no siempre tuvo las resonancias actuales. En la primera década del siglo, el caso del petiso Orejudo, asesino probado de un niño, niño él mismo, y al que endilgaron crímenes de otros, contribuyó a un cambio en el concepto de castigo, que pasó de la sanción legal por un crimen cometido a la sanción legal en prevención de un crimen en potencia. El valor “niño” no era el de hoy. El caso, de gran resonancia especulativa académica y como no ficción popular, sólo duró una semana en la portada de los diarios y la sensibilidad social ante la víctima o las posibles víctimas se tradujo en instituciones de protección de los niños argentinos contra los niños hijos de inmigrantes.

De cero

El sentido parecía transparente. Si se iban todos los que estaban, el que vendría tenía que ser un virgen político o parecerlo. Quien no puede fingir fue un maestro en fuertes ademanes simbólicos devolviéndole al término su sentido de aquello que no podría faltar en cualquier fundación y no de imaginario u ornamental. Manda descolgar los retratos de los generales Jorge Rafael Videla y Reynaldo Bignone de los salones del Colegio Militar; es crudo y fuera de todo protocolo de cortesía en un desayuno organizado por la Confederación Española de Organizaciones Empresariales (CEOE), demostración empírica de que la cortesía es una sublimación de la violencia a fin de negociar y convivir, pero entre iguales o en una posición equivalente; paga la deuda externa no como el que la paga porque calcula pusilánime el riesgo de no pagarla ni como el que no la paga como gesto ideológico que se imagina más allá del cálculo de los efectos de no hacerlo, la paga como quien tiene y puede. El 24 de marzo de 2004, en un gesto que sería mezquino colocar en serie junto a los otros, pidió perdón en nombre del Estado y recuperó en su representación los predios y el edificio de la ESMA, anunciando en su lugar la próxima fundación de un Museo de la Memoria.
Hay en Kirchner, de menor a mayor, una autoatribución del lugar de regeneración simbólico, expuesto como producto de una suerte de partogénesis política. De los pasados de los que se lo acusan en nombre del desagradecimiento, la deuda o la impureza, él elige uno releyéndose en los valores de la política revolucionaria de los años setenta. Buscar una comprobación fáctica de su compromiso, fechar como pruebas descalificatorias una supuesta militancia prêt-à-porter en los derechos humanos es no entender que el presente no es la actualización del pasado, sino lo que nos permite entender ese pasado y el lugar que ocupábamos en él. Observar en ése y otros actos de Kirchner la razón instrumental es dar por sentado que quien realiza una investigación sobre corrupción es un adalid de la batalla moral y no alguien que también opera con cálculo en la coartada coyuntural de la disputa política.
Mesías o recienvenido según quién califique, Kirchner parece concurrir al llamado de un azar imaginado como profecía. Alguna vez Enrique Raab entrevistó a Enrique Pavón Pereyra y le habría escuchado decir: “Porque si Perón no le da respuesta a este país, no sé quién le va dar respuesta. La solución tiene que venir del Sur. Ya se lo predijo Teddy Roosevelt al perito Moreno. El futuro de la Argentina nacerá del triángulo mágico: entre Puerto Camarones, Rawson y otra localidad más. Ahí se va a dar el hombre que salvará a la Argentina”.

Kirchner y los usos de la República


 
Por Eduardo Jozami *
Hace un año, en ocasión del primer aniversario de la muerte de Néstor Kirchner, el movimiento político que él liderara parecía haber alcanzado una victoria decisiva. Solo cuatro días antes de esa fecha, Cristina había obtenido el 54 por ciento de los votos frente a una oposición desarticulada y sin opciones: se iniciaba con notable entusiasmo una tercera etapa, signada por el compromiso de la profundización, que tenía a la igualdad como eje principal. En este nuevo balance que siempre impone la recordación del fundador del kirchnerismo, ¿cómo caracterizar la situación actual? Es evidente que aquel cuadro de hace un año se mantiene en muchos aspectos esenciales –la Presidenta ganaría hoy una elección, según todas las encuestas–, pero sería tonto negar los cuestionamientos que provocan algunas medidas en ciertos sectores medios, la sucesión de hechos tan curiosos como sospechables que dejan al Gobierno en posición difícil, la tensión permanente que imponen en la coyuntura quienes parecen dispuestos a resistir a cualquier precio la aplicación de la ley de medios.
Quizás alguien pensó que aquel respaldo masivo garantizaría al Gobierno un tránsito más sosegado. No ocurrió así y muchos achacan a la Presidenta la responsabilidad por la notable tensión del actual clima político. Probablemente, Cristina Kirchner tenga en esto mucho que ver, pero no por el estilo de gobierno, que la oposición cuestiona, sino porque insiste a rajatabla en seguir avanzando por el camino que la gente plebiscitó. Desde la perspectiva opositora, esto es lo inadmisible. Por eso, no es exagerado señalar que la misma democracia es el blanco de estos ataques que quieren evitar que se respete la voluntad popular.
Como los cuestionamientos al Gobierno se centran en temas político–institucionales, la oposición se proclama con naturalidad como republicana, adoptando una costumbre de los sectores más tradicionales del conservadorismo. En tiempos de la República llamó Federico Pinedo –-ascendiente del diputado cacerolero– la reseña de su recorrido por la política argentina que lo había llevado a las más altas posiciones durante la Década Infame. Publicado el libro en momentos del advenimiento del peronismo, el título era un modo de invocar la tradición frente a los temores que generaba el aluvión popular. En ese mismo sentido, el diario La Nación invoca tradicionalmente a la República como conjuro contra cualquier desborde mayoritario.
En ese razonamiento de la derecha subyace la idea de que la democracia es un peligro para la República, lo que la lleva necesariamente a optar por esta última. Como consecuencia se concluye que quienes ponemos el acento en la participación popular somos naturalmente antirrepublicanos. Esto es particularmente falso en la Argentina actual, porque fue el kirchnerismo el que recuperó la legitimidad del funcionamiento de las instituciones después del fundado descrédito en que habían caído en diciembre del 2001. Habrá que acostumbrarse a ver a Néstor Kirchner no sólo como el presidente de los derechos humanos y el iniciador de un proceso de transformación de la sociedad argentina, sino, también, como quien impulsó la relegitimación de la política y de las instituciones republicanas. Así debe entenderse, más allá de su significación particular, el conjunto de medidas adoptadas en los inicios de la gestión presidencial. Quienes hoy han vuelto a disfrutar de sus bancas, y de la posibilidad de caminar por las calles sin ser abucheados, harían bien en pensar cuánto deben a la voluntad del presidente republicano que mostró que la política y las instituciones podían servir para cambiar las cosas y restableció, en gran medida, en torno de ellas el consenso de la sociedad.
Otro de los equívocos, en la desatada ofensiva opositora, tiene que ver con las clases medias. Esta denominación parece abarcar a contingentes cada vez más amplios si consideramos la elevación de los ingresos de algunos sectores de asalariados y, además, la generalización de comportamientos y consumos tradicionalmente considerados de clase media. Mientras los medios opositores identifican clase media y caceroleros, parece obvio que el cuestionamiento en bloque a este sector social, característico en algunos discursos del peronismo y de la izquierda, es una actitud política errónea y peligrosa. Resulta curioso que, muchas veces, se invoque a Jauretche para justificar esa actitud, olvidando que si bien El medio pelo en la sociedad argentina critica hasta el ridículo esas pretensiones de las clases medias que las llevaron a oponerse a los movimientos populares, en muchos de sus textos el mismo Jauretche abogó por la necesidad de un frente social más amplio para asegurar la victoria popular y llegó a enfrentarse con Perón cuando consideró que su política podía llevar a espantar a los sectores medios.
Creo que a Néstor Kirchner, hombre de principios, pero político hábil que no caía en los esquemas fáciles, estas reflexiones no le habrían disgustado. La mesura que ha demostrado el Gobierno para evitar las mil provocaciones en las que se pretende involucrarlo en estos días constituye la contracara de la firmeza con que se avanza en la movilización para exigir la aplicación de la ley de medios y desbaratar todas las maniobras del monopolio. Esa combinación de consecuencia en los principios y apertura para ganar aliados constituye el mejor homenaje a Néstor y su legado para avanzar en esta compleja coyuntura argentina.
* Director del Centro Cultural de la Memoria Haroldo Conti.
 
 

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