la mujer de reutemann, clave del portazo
La otra Mimicha de Lole
Verónica Ghío cobró valor político como también lo tiene –aunque por otras razones– la primera esposa del senador que desintegró al Peronismo Federal.
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Por Roberto García | 12.11.2010 | 22:57
Quizás por el escarnio de la otra “Banelco”, se mitigó el atentado de Carlos Reutemann contra sus colegas/compañeros del Peronismo Federal o disidente. Al partir de ese núcleo dejó una bomba desintegradora, alimentando el retiro de otros fragmentos previsibles (Felipe Solá, por ejemplo), hundiendo a Eduardo Duhalde y hasta privando al sector que él mismo construyó de su propia alternativa presidencial, a la que dice negarse como una adolescente que juraba no entregar su virginidad en el asiento de atrás de un auto. Aunque guste explicar que su deserción no significa el salto al cristinismo explícito –episodio de dudoso buen gusto, ya que en el velatorio recibió más de un silbido de esa franja partidaria–, ese abandono debe de haber sido una de las pocas noticias placenteras que en las últimas horas recibió la Presidenta. Jugada elemental a favor del oficialismo, casi una “borocotización” sin que mediara –como en Diputados– la suspicacia de una tarjeta de crédito. El posible pase de una celebridad, de un rival eventual, y gratis. Ni en una liquidación de fin de temporada se espera tamaño regalo, el mejor tiempo de vuelta para él, tal vez, aunque no se sabe si quemó el motor.
Hay explicaciones de niveles diferentes. Una, a la que nadie aludió, recuerda el comunicado que el propio Reutemann insistió en difundir acompañando la asunción de Cristina a la Casa Rosada. Entonces, fatigó redacciones para explicar su apoyo irrestricto a la mandataria. Entonces contestaba el teléfono, daba explicaciones, era educado. A los amigos, inclusive, hasta les explicaba su actitud basada en la confianza que ella le despertaba, en las funciones que habían compartido en el Senado, en lo inteligente que la consideraba y en la capacidad de autonomía que le imaginaba del propio Néstor Kirchner (al que consideraba abusador e impiadoso en el uso de la caja). Sobre éste, claro, no hacía referencias, no reprochaba el autoritarismo ni la falta de transparencia. Ese comunicado fue una amarga carga, según Cabrera Infante, cuando explotó el conflicto del campo y él se volvió terco contra un kirchnerismo no menos obtuso; pero, claro, desde ese bando nunca lo calificaron de gorila, aristócrata, terrateniente o explotador. Para él, Néstor, era “un amigo”.
Otra explicación, más sombría, incluye faldas y apetencias menos loables. Empezó en Santa Fe, cuando la pareja de Reutemann, Verónica Ghío –entusiasmada con ciertas expectativas públicas, tal vez seducida por tentaciones políticas de Francisco de Narváez– afirmó que el Lole no había refrendado ciertos documentos del PJ federal. Luego, en Buenos Aires, Reutemann explicó a sus partners (Duhalde, Rodríguez Saá, Romero, Puerta, Solá) que su mujer no había sido bien interpretada y que él confirmaba su adhesión al grupo. Pero, declaraciones quizás apresuradas del misionero Puerta, siempre más cerca de Mauricio Macri que de Reutemann, expusieron en público la impericia política de la mujer de éste (cuya voluntad figurativa se mostró el día en que le dejó a Duhalde un papelito con el número telefónico para que conversaran más tranquilos de política). Consecuencia: reyerta en el hogar, dulce hogar, condimentos nuevos aportados por la diputada Celia Arena y, finalmente, el senador ingresa en boxes y anuncia su retiro de ese sector peronista. Entiende que corresponde darle tiempo a Cristina, mantener el duelo, no confrontar (al margen de decir, casi inopinadamente, “ojo que ahora se cargó de votos”).
Al margen de versiones, si el oficialismo con crespón negro brindó con champán por el neutralismo reutemanista, en segundos masacró esa ventaja: la perdió con creces en Diputados, al no prosperar el proyecto oficial de desfiguración presupuestaria. Se empeñó el Gobierno en arrancar voluntades por determinación presidencial, alterando viejos y fracasados procedimientos del desaparecido Néstor. Por sus características omnívoras, al revés que gobiernos anteriores, nunca utilizó profesionales de la mediación; él mismo se ocupaba de las captaciones (a lo sumo derivaba en algún bisoño parte de la gestión), conquistó territorios hasta su última Cancha Rayada cuando le impusieron el 82% de los jubilados y obligó a que su esposa vetara la decisión. Para no repetir esa frustración, esta vez cambiaron de método para tratar el Presupuesto y forzar su aprobación: con ese objetivo aparecieron personajes propios y ajenos, funcionarios y aliados, espontáneos de toda laya, un ejército, en suma, para la desembozada tarea de ofertar prebendas, convencer, canjear o repartir obsequios a cuanto legislador opositor navegara por la Cámara. De milagro no brotó algún comedido que hasta pensara en arropar a la Juana de Arco del recinto, Elisa Carrió. Por cumplir con un dictado, congraciarse con la dama, sin política ni gestores idóneos, esa masividad de emisarios expuso al Gobierno a un escándalo más mediático, seguramente, que de consecuencia judicial. En la operación quedaron, además, fragmentos –como en el caso de la salida de Reutemann– en casi todo el frente opositor: peronistas, radicales, macristas, progresistas. Sólo unos pocos legisladores quedaron libres de sospecha, ya que unos cuantos cedieron a la provocación crematística de tener un aguinaldo anticipado (a pesar de que Mauricio Macri anda con las manos chamuscadas, luego de decir que las ponía en el fuego por su gente).
Más lamentable es el tropiezo para el Gobierno porque arrastra una historia de contradicción indeleble. A partir de que, en tiempos de Fernando de la Rúa, el vicepresidente Carlos Alvarez se envolviera en un anónimo –redactado por un peronista al que odia, curiosamente el mismo que, a su vez, desprecia graciosamente a Chacho– para renunciar y desestabilizar a su propio gobierno con el caso de la Banelco, fue el kirchnerismo más puro de la primera época el que resucitó el episodio para mejorar y vender la calidad de su propia pureza política. El “Nunca más” legislativo con sello de la Jefatura de Gabinete. Y, en la ocasión, enlodó gente ya enlodada, estimuló arrepentidos, prodigó espacios publicitarios y periodísticos, hizo el relato de una historia pasada hasta permitirse extraer de la nómina vergonzante a quienes le resultaban afines, un par de gobernadores, cierto embajador, algún amigo apartado. Una notable muestra de duplicidad moral en la que pocos quisieron reparar. De ese antecedente, de esa ética pregonada, acaban en la subasta pública de esta última semana en la Cámara de Diputados.
Hay explicaciones de niveles diferentes. Una, a la que nadie aludió, recuerda el comunicado que el propio Reutemann insistió en difundir acompañando la asunción de Cristina a la Casa Rosada. Entonces, fatigó redacciones para explicar su apoyo irrestricto a la mandataria. Entonces contestaba el teléfono, daba explicaciones, era educado. A los amigos, inclusive, hasta les explicaba su actitud basada en la confianza que ella le despertaba, en las funciones que habían compartido en el Senado, en lo inteligente que la consideraba y en la capacidad de autonomía que le imaginaba del propio Néstor Kirchner (al que consideraba abusador e impiadoso en el uso de la caja). Sobre éste, claro, no hacía referencias, no reprochaba el autoritarismo ni la falta de transparencia. Ese comunicado fue una amarga carga, según Cabrera Infante, cuando explotó el conflicto del campo y él se volvió terco contra un kirchnerismo no menos obtuso; pero, claro, desde ese bando nunca lo calificaron de gorila, aristócrata, terrateniente o explotador. Para él, Néstor, era “un amigo”.
Otra explicación, más sombría, incluye faldas y apetencias menos loables. Empezó en Santa Fe, cuando la pareja de Reutemann, Verónica Ghío –entusiasmada con ciertas expectativas públicas, tal vez seducida por tentaciones políticas de Francisco de Narváez– afirmó que el Lole no había refrendado ciertos documentos del PJ federal. Luego, en Buenos Aires, Reutemann explicó a sus partners (Duhalde, Rodríguez Saá, Romero, Puerta, Solá) que su mujer no había sido bien interpretada y que él confirmaba su adhesión al grupo. Pero, declaraciones quizás apresuradas del misionero Puerta, siempre más cerca de Mauricio Macri que de Reutemann, expusieron en público la impericia política de la mujer de éste (cuya voluntad figurativa se mostró el día en que le dejó a Duhalde un papelito con el número telefónico para que conversaran más tranquilos de política). Consecuencia: reyerta en el hogar, dulce hogar, condimentos nuevos aportados por la diputada Celia Arena y, finalmente, el senador ingresa en boxes y anuncia su retiro de ese sector peronista. Entiende que corresponde darle tiempo a Cristina, mantener el duelo, no confrontar (al margen de decir, casi inopinadamente, “ojo que ahora se cargó de votos”).
Al margen de versiones, si el oficialismo con crespón negro brindó con champán por el neutralismo reutemanista, en segundos masacró esa ventaja: la perdió con creces en Diputados, al no prosperar el proyecto oficial de desfiguración presupuestaria. Se empeñó el Gobierno en arrancar voluntades por determinación presidencial, alterando viejos y fracasados procedimientos del desaparecido Néstor. Por sus características omnívoras, al revés que gobiernos anteriores, nunca utilizó profesionales de la mediación; él mismo se ocupaba de las captaciones (a lo sumo derivaba en algún bisoño parte de la gestión), conquistó territorios hasta su última Cancha Rayada cuando le impusieron el 82% de los jubilados y obligó a que su esposa vetara la decisión. Para no repetir esa frustración, esta vez cambiaron de método para tratar el Presupuesto y forzar su aprobación: con ese objetivo aparecieron personajes propios y ajenos, funcionarios y aliados, espontáneos de toda laya, un ejército, en suma, para la desembozada tarea de ofertar prebendas, convencer, canjear o repartir obsequios a cuanto legislador opositor navegara por la Cámara. De milagro no brotó algún comedido que hasta pensara en arropar a la Juana de Arco del recinto, Elisa Carrió. Por cumplir con un dictado, congraciarse con la dama, sin política ni gestores idóneos, esa masividad de emisarios expuso al Gobierno a un escándalo más mediático, seguramente, que de consecuencia judicial. En la operación quedaron, además, fragmentos –como en el caso de la salida de Reutemann– en casi todo el frente opositor: peronistas, radicales, macristas, progresistas. Sólo unos pocos legisladores quedaron libres de sospecha, ya que unos cuantos cedieron a la provocación crematística de tener un aguinaldo anticipado (a pesar de que Mauricio Macri anda con las manos chamuscadas, luego de decir que las ponía en el fuego por su gente).
Más lamentable es el tropiezo para el Gobierno porque arrastra una historia de contradicción indeleble. A partir de que, en tiempos de Fernando de la Rúa, el vicepresidente Carlos Alvarez se envolviera en un anónimo –redactado por un peronista al que odia, curiosamente el mismo que, a su vez, desprecia graciosamente a Chacho– para renunciar y desestabilizar a su propio gobierno con el caso de la Banelco, fue el kirchnerismo más puro de la primera época el que resucitó el episodio para mejorar y vender la calidad de su propia pureza política. El “Nunca más” legislativo con sello de la Jefatura de Gabinete. Y, en la ocasión, enlodó gente ya enlodada, estimuló arrepentidos, prodigó espacios publicitarios y periodísticos, hizo el relato de una historia pasada hasta permitirse extraer de la nómina vergonzante a quienes le resultaban afines, un par de gobernadores, cierto embajador, algún amigo apartado. Una notable muestra de duplicidad moral en la que pocos quisieron reparar. De ese antecedente, de esa ética pregonada, acaban en la subasta pública de esta última semana en la Cámara de Diputados.
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