Tras la paliza, el peligro
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Fue una paliza y entraña un peligro. Me llama la atención que casi ningún analista haya utilizado el término paliza para definir lo que sucedió el domingo. Porque la cantidad de votos que obtuvo Cristina Fernández de Kirchner, la diferencia de 38 puntos que consiguió por sobre el segundo, la legitimidad que le dio el nivel se asistencia y el análisis fino por zona y clase social hacen al triunfo más impresionante todavía. Es más: no recuerdo otra elección nacional en la que el primero haya sacado tanta luz sobre el segundo. Ni siquiera Carlos Menem, quien en 1995 le ganó a la alianza de José Octavio Bordón y Carlos Chacho Alvarez con el 50% de los votos, pudo lograr una diferencia semejante. Ella ganó en el Norte, el Sur, el Centro, el Este y el Oeste. Ganó donde Mauricio Macri había arrasado y Miguel del Sel había dado la sorpresa. Ganó donde prevaleció José Manuel de la Sota. Y hasta le salieron bien las picardías contra el gobernador Daniel Scioli, el otro gran triunfador de la noche.
Ella ganó, por más o por menos, entre los pobres y entre los ricos. En el campo y en la ciudad. Entre los profesionales de clase media y entre los ejecutivos. Y ganó también en la batalla por imponer fiscales y por hacer desaparecer boletas de la oposición, lo que determinó que la diferencia fuera más notable todavía.Ella ganó por el crecimiento económico, la Asignación Universal por Hijo y todos los planes sociales; el Fútbol para Todos y Tecnópolis; el supuesto millón de netbooks y los cientos de miles de empleados públicos que siguen engrosando la administración nacional y los gobiernos provinciales y municipales; la muerte de Néstor Kirchner y la simpatía por la mujer viuda que sigue gobernando, a pesar del dolor.
Ella le ganó al mito que dice que la gente que toma una bolsa de comida o recibe un plan social después vota otra cosa. Le ganó también a las denuncias de corrupción, porque nunca preocuparon tanto como el temor a perder lo conquistado.
Ella ganó porque logró imponer el relato casi completo, mientras la oposición, en vez de construir poder alternativo, se miraba el ombligo, pensando que el desgaste del ejercicio de gobierno la iba a terminar esmerilando.
Es curioso. Los anti K sin proyecto terminaron haciendo lo mismo que le criticaban al kirchnerismo. Se encerraron en sí mismos mientras la realidad les pasaba por encima. En el último mes y medio, los encuestadores que menos se venían equivocando habían planteado la posibilidad de que Cristina Fernández llegara al 48% de los votos, y que el segundo no superara el 20. Lo escribí en este mismo espacio. Intenté explicar por qué, una y otra vez. Sin embargo, muchos de mis colegas y amigos me preguntaron, un poco en broma y un poco en serio, si no había sido picado por el bichito del Cristina. Horas antes de las elecciones, uno de ellos me dijo lo mismo que había escuchado hace doce años, cuando Menem fue reelecto con holgura: "Revisá tus datos porque debés tener algo mal. Yo me muevo por todos lados y pregunto. Te aseguro que no conozco a nadie que vaya a votar a Cristina". En su pequeño mundo, a la Presidenta le iba a costar mucho alcanzar el 40%, Eduardo Duhalde se venía cortando con fuerza hacia los 30 puntos, Ricardo Alfonsín lo seguía de cerca y Binner tocaba los 20 con comodidad, augurando una segunda vuelta para el 20 de noviembre. Ayer hablé otra vez con él. Ahora se pregunta: "¿No habrá prevalecido el voto vergonzante? ¿No será que, como pasó una vez con Menem, la votaron muchos que no les decían a los encuestadores que la iban a votar?"
La paliza fue tan fuerte que todavía una buena parte de los analistas no la terminan de asimilar y ni siquiera advierten el peligro que entraña la nueva hegemonía.
Es digno de reconocimiento el comportamiento público de la Presidenta después de ganar con semejante amplitud. Su llamado a un "gobierno de unidad" y su "no hay que creérsela , yo no me la creo nunca" es lo más sensato que le escuché decir desde hace mucho tiempo. Pero la verdad de la cuestión pasa por otro lado. Lo que viene es más de lo mismo. O peor todavía. Es el candidato a vicepresidente Amado Boudou con su interpretación de que entre los grandes derrotados hay que colocar a los medios. Es Gabriel Mariotto, otro de los ganadores de esta elección, presionando al juez de manera pública para que valide el artículo 61 de la ley de medios y obligue a multimedios como Clarín a desprenderse de alguna de sus licencias. Es más dinero para los amigos y ataques más virulentos para los enemigos. Y no habrá llamado real a la unidad y la concordia, sino más decisiones discrecionales, porque todavía cuentan con una enorme caja y una más indiscutible cuota de poder. No es una afirmación caprichosa. Es parte de la doctrina de Néstor Kirchner. "¿Para qué vamos a cambiar ahora, si nos está yendo tan bien con lo que venimos haciendo?", se podría preguntar la Presidenta, más allá de sus discursos públicos con vistas a la elección de octubre.
¿Y qué se puede decir de la oposición que no se haya dicho? La oposición se empezó transformar en nada con la pelea entre Mauricio Macri, Francisco de Narváez y Felipe Solá. Se volvió todavía más patética con la ruptura entre Ricardo Alfonsín y Binner. Se terminó de desmoronar con el papelón entre Duhalde y Alberto Rodríguez Saá. Y ahora se reduce a un intento testimonial de buscar cierto equilibrio en el Parlamento. Mientras tanto, "los pibes de Cristina", que siguen "haciendo política" mientras todos duermen, ya empezaron a hablar con diputados y senadores de la oposición para invitarlos a sumarse a los bloques del Frente para la Victoria.
Pero hay un peligro mayor todavía. El peligro de que, con semejante victoria y casi ningún contrapeso, disparates como la manipulación de las estadísticas oficiales, los hechos de corrupción ostensibles y la sistemática persecución a sindicalistas, empresarios, medios y periodistas que no piensan como el Gobierno pueden continuar y crecer todavía más, porque no van a recibir castigo de ningún tipo.
© La Nacion.
Elecciones 2011
Jueves 18 de agosto de 2011 | Publicado en edición impresaLa anatomía política del país que emergió de las urnas se puede sintetizar en dos números: 50 y 38. El primero es el porcentaje que obtuvo Cristina Kirchner . Indica que su fracción alcanzó por primera vez la mayoría, y que, por lo tanto, su gobierno será muy fuerte. El otro es la diferencia entre ella y el segundo. Indica que sobre el Gobierno habrá un déficit de control. El 50% habla de las capacidades del oficialismo. El 38% habla de la incompetencia de la oposición.
Para la caracterización de la democracia argentina es mucho más revelador el vacío del 38 que la consistencia del 50. Muchos países están regidos por administraciones con gran respaldo popular. En cambio, las sociedades que no cuentan con una alternativa a quienes las gobiernan pagan las consecuencias de ese desequilibrio de poder. El hiato de 38 puntos que hay entre gobierno y oposición es la señal más clara de que la crisis de 2001 sigue abierta. Más aún: al cabo de diez años, podría indicar que se está volviendo crónica.La asimetría del 38% anticipa que el kirchnerismo verá facilitadas sus pulsiones cesaristas. El balance de poder en el Congreso, por ejemplo, volverá a la frontera de 2007.
La carencia de una alternativa de poder se proyectará también sobre las relaciones entre el Gobierno y la sociedad civil. El empresariado, los sindicatos, la prensa serán territorios más disponibles a la colonización oficial. Es decir, se difundirá un espíritu cortesano propio de las monarquías, no de las repúblicas. Es una falta de armonía que atemoriza la inversión.
Estas deformaciones no son simples vicios del kirch-nerismo. Son las consecuencias del formato que ha adquirido la política. Ese diseño sólo será corregido cuando una fuerza, sin necesidad de combinaciones exóticas, alcance un consenso equivalente a, por convenir una cifra, el 35% de los votos. Esa es la tarea que les espera a los rivales del Gobierno. Mejor dicho: ésa es la tarea que está esperando, sobre todo, a la dirigencia no peronista, desde que colapsó el radicalismo, en el año 2001. Es la empresa a la que estaban convocados Mauricio Macri, Francisco De Narváez, Julio Cobos, Elisa Carrió, Ricardo López Murphy, o la dirigencia que quedó al frente del radicalismo residual. Hermes Binner, al parecer, se ha propuesto ahora alcanzar ese objetivo.
La formación de esa organización alternativa demanda operaciones de por sí virtuosas. La primera es la confección de una red humana de suficiente despliegue territorial. Desde el hundimiento de la UCR no hay fuerza política alguna, salvo el peronismo, que pueda ofrecer una prestación tan elemental como la de contar con personal para las fórmulas de presidente y vicepresidente, y de gobernador y vicegobernador de Buenos Aires, Santa Fe, Córdoba y Capital Federal. La oposición al kirchnerismo intenta llenar esa grilla con un rompecabezas endiablado. Y no lo logra.
Esa red no debería ser la reproducción del viejo aparato burocrático, sino una urdimbre vinculada con los nuevos sectores y actores que emergieron con el ciclo económico abierto en 2001, aprovechando, entre otros medios, las facilidades de las tecnologías de la información.
La existencia de ese entramado de alcance nacional impulsaría un salto de calidad metodológico: las decisiones y estrategias pasarían a ser el resultado de procesos colectivos. Es decir, pasarían a ser hijas de la interlocución y del debate, sin los cuales no hay ideas. La ausencia de estas prácticas, que tanto se le reprocha al Gobierno, es un rasgo sobresaliente del arco opositor. Con una desventaja: el decisionismo es más patético en quienes carecen de poder.
La construcción de una fuerza que pueda seducir a un 35% del electorado requeriría, además, la elaboración de una imagen del país alternativa a la del oficialismo, y la formulación de un mensaje capaz de comunicarla. El kirchnerismo está en poder de ese activo. Arcaizante, de escasa base empírica, difusa, hay una visión de la Argentina atribuible a los Kirchner. La oposición o carece de ella o comparte la oficial.
El urdido de una organización humana y la formulación de un mensaje demandan una perseverancia propia de las grandes personalidades políticas. La oposición requiere hoy de un Mitre, un Roca, un Yrigoyen, un Perón, un Raúl Alfonsín. Así de simple. Así de exigente. Sobre todo porque no se trata de competir con otro partido, sino con el aparato del Estado, administrado con espíritu faccioso.
Los rivales del Gobierno vienen eludiendo esa tarea a través de cuatro atajos. El primero es la esperanza mesiánica en una figura que genere detrás de sí una ola de adhesión. Por ejemplo: Cobos, al votar contra las retenciones móviles, o Raúl Alfonsín, al fallecer, protagonizaron fenómenos de popularidad que introdujeron en la vapuleada UCR esa corriente de pensamiento mágico.
La segunda vía rápida es la fractura del peronismo. Es la ilusión óptica que produjeron en su momento Carlos Reutemann o Daniel Scioli, de quien muchos siguen esperando su "pronunciamiento de Urquiza". Figuras muy relevantes como Mauricio Macri o Francisco De Narváez vienen demorando sus carreras con la candorosa expectativa de que gobernadores e intendentes descontentos se sacudirán alguna vez el yugo de los Kirchner. También hombres más curtidos, como Eduardo Duhalde, vendieron y compraron esa fantasía. Las primarias desmintieron esta leyenda.
Otro amuleto del antikirchnerismo es el de la "unidad de la oposición". El experimento es sencillo cuando el Gobierno está atrapado por una figura demonizada por la opinión pública, como fue entre 2008 y 2010 Néstor Kirchner. Con sólo vituperar al "demonio" muchos opositores consiguen ser vistos como ángeles. Ese método sirve para canalizar un repudio. No para obtener un mandato.
Un rasgo central y riesgoso de esta estrategia es su perezosa confianza en las denuncias de la prensa. Suele suceder que, cuando esas denuncias no conducen a nada por la falta de iniciativa política, las sociedades que las consumen terminan anestesiándose. Es difícil aceptar un infierno sin salida.
La desaparición de Kirchner significó para este curso de acción la pérdida de un activo principal. El empeño por mantenerlo en un contexto distinto al de 2009 mostró una enorme inconsistencia. Recuperada la imagen del Gobierno, el rompecabezas opositor comenzó a mostrar sus juntas mal soldadas.
La oferta opositora de este año comprueba que hay tradiciones y sensibilidades políticas que se resisten a las alquimias electorales. También demuestra que el axioma " Cristina ya ganó " fue asumido como propio por muchos líderes que, ante la perspectiva de una derrota inevitable, apostaron nada más que a conservar su identidad. Es la razón por la cual Binner, en Santa Fe, donde triunfa, exhibe una plasticidad para asociarse que se le desconoce a escala nacional.
Por supuesto, existe una sociología electoral homogénea, que alimentó en su hora al radicalismo, cuya representación está fragmentada de modo artificial. Es bastante evidente que Alfonsín, Binner y Carrió no están separados tanto porque piensen distinto, sino porque quieren lo mismo. Convendría releer a Freud, quien definía como "narcisismo de las pequeñas diferencias" a la obsesión de los que quieren distinguirse de lo más familiar y parecido.
Si las estrategias de la oposición tienen bastante de quimérico es porque se sostienen sobre una misma falla: un tedioso menosprecio sobre la capacidad de la voluntad en la política. El mayor pecado de la oposición radica en la suposición de que se puede llegar al poder por el mero aprovechamiento de una escena organizada por otro. Por las calamidades del Gobierno, por la llegada de un redentor, por la fractura del PJ o por la influencia de la prensa. Detrás de esa fantasía hay una renuncia grave. Es la renuncia a construir la escena, la renuncia a intervenir en el curso de la historia.
Elecciones 2011
Jueves 18 de agosto de 2011 | Publicado en edición impresaEl aplastante triunfo de Cristina Kirchner en los últimos comicios puede generar una grave confusión: creer que el muy amplio respaldo popular que obtuvo la Presidenta en las urnas -que incluye su predominio sobre el Congreso- le otorga derechos absolutos sobre los vencidos. Y la Justicia puede prestarse a ese error.
Por cierto, nada indica que, antes de octubre, la oposición vaya a generar una propuesta unificadora que le permita conquistar un número considerable de escaños en el Congreso. Por eso, es fácil prever que el oficialismo quedará muy cerca de lograr el quórum propio, lo cual le permitirá sancionar cualquier ley e, incluso, aspirar a alcanzar los dos tercios del total de legisladores para habilitar la reforma constitucional.Se presentará un escenario similar al de 1994, cuando un radicalismo casi desahuciado cedió a la embestida reformista del entonces presidente Carlos Menem. La estrategia de los partidos para sobrevivir y rearmarse, muchas veces, no es buena consejera. Por eso, si bien el jefe de Gabinete, Aníbal Fernández, aseguró que no está en la cabeza de la Presidenta introducir la reelección indefinida, habrá que ver si la vocación del Gobierno por continuar en el poder -bajo el lema de garantizar "el modelo"- no termina prevaleciendo. Por otro lado, el resultado electoral acaba de empujar a Ricardo Alfonsín, Elisa Carrió, Eduardo Duhalde y a los dirigentes más relevantes a una crisis casi terminal de liderazgos. Tendremos una oposición más débil, hasta que se consoliden nuevas figuras emergentes.
Pero el Gobierno tiene en su agenda un objetivo más urgente: si bien Cristina Kirchner pronunció un discurso conciliador, varios funcionarios criticaron a la prensa y el secretario de Medios, Gabriel Mariotto, reclamó al juez Edmundo Carbone que declare la validez de la obligación que estableció el artículo 161 de la ley de medios para que los grupos salgan a vender sus licencias. Mariotto fue elocuente, a tal punto que, ayer, en alguna medida sugirió que no había querido presionar a la Justicia. Pero no fue sincero: su reclamo, en rigor, no apunta al magistrado -que dictó la medida cautelar, confirmada por la Cámara y por la Corte-, sino que está dirigida al alto tribunal, para que acorte la vigencia de esa medida cautelar.
Mariotto debería asumir que el artículo 161 no sólo está suspendido, sino que hay argumentos para sostener que es inconstitucional, porque afecta retroactivamente derechos adquiridos. Difícilmente el Estado podría ganar ese juicio. Y, tal vez por eso, el Estado hizo reiterados planteos dilatorios de incompetencia y para que se levante una cautelar que está confirmada. Hace varios meses, la Cámara Civil y Comercial Federal advirtió que la ley de medios no puede ser una excusa para avasallar derechos (licencias) adquiridos. La pregunta, ahora, es: ¿buscará el Gobierno, con el respaldo de las urnas y con el control del Congreso, asfixiar a la Corte?
En esa misma dirección, los jueces y fiscales más politizados podrían plantearse una reflexión similar: ¿qué incentivo pueden tener ellos en investigar casos de corrupción -como el caso Schoklender, la embajada paralela de Venezuela o el enriquecimiento de Ricardo Jaime-, si la sociedad parece haber premiado al gobierno al que se vinculan esas personas o, por lo menos, emitió su voto tomando en consideración otros factores?
No puede descartarse que el Gobierno busque crear un microclima: la victoria sólo da derechos al vencedor. Tal vez haya jueces dispuestos a asumir esa máxima.
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