La muerte y el nacimiento
Por Nicolás Rigaudi
Aún recuerdo la primer sensación que tuve al ingresar a aquel acto del 17 de octubre. No era poca cosa, meterse solitario, sin encuadramiento colectivo alguno, nada más que con un compañero con el que nos animamos a vencer algunos prejuicios, en aquella furibunda manifestación de pasión popular. Un socavón de muchos metros de diámetro, estaba poblado de banderas, cuerpos, bombos, ruidos. Todo allí dentro parecía fantástico, un ejército de características épicas se alistaba para dar la batalla. No eran humanos los que estaban ahí, mucho menos individuos, sin duda se trataba de un malón de características aberrantes. Pero de igual modo seductor. La encarnación del mal, en esos miles de cuerpos no podía ser menos que la manifestación del aquel oprobioso acto de emancipación que milenariamente los detractores de la humanidad se encargaron de estigmatizar con sofisticadas y rebuscadas figuras que oscilan entre la maldad, las mil formas del diablo, el infierno y demás amenazas de ultratumba.
Hablaba Néstor. Nada más que eso me llamó la atención. Ni sé por qué me sentí atraido por la posibilidad de escucharlo. Allá fuimos, nos introdujimos en ese malevaje, nos colocamos bien cerca del palco y escuchamos sus pocas palabras. Ya Mirta lo supo desde el principio “¿es verdad que se viene el zurdaje?”Muy bien, allí estábamos. Un torrente de historia circulaba en los gritos, los cantos, la presencia de los cuerpos, la militancia. Habló Néstor, también lo hicieron Moyano y Urribarri, nuestro gobernador. Habló Néstor y nuevamente abrió las puertas, como lo hizo ya en el 2003, pero está vez más aún: no era sólo rescatar la democracia, estábamos dentro del peronismo, en una de sus manifestaciones más acabadas (obviamente que el peronismo siempre tiene un rostro peor). Kirchner nos regaló esa posibilidad, transeúnte incansable de las tripas del movimiento, ejerció la paciencia cuando la oscuridad era la reina, hasta alcanzar el momento. Y con las patas rengas de lo que nos dejó los 90, cojos, cogidos, renegridos, mal hablados, cono ese puñado de hombres malcomidos, malvestidos y malenseñados, formó de nuevo el proyecto.
Su profesión era la de la irrupción, su método, marcadamente súbito, y así como vivió, murió. Súbita fue su aparición hablando de la historia, cuando sólo nos quedaba la de borrarnos del mapa, cuando parecía que habíamos tocado fondo. Súbita fue su muerte, dejando la piedra y el cincel, la historia inconclusa escrita sobre el papel resplandeciente, y el tintero volcándose sobre el escritorio, como la sangre continúa derramándose en el barrio de barracas. Como una cinta de fuego, al decir de Yupanqui, recorrió Nestor Kirchner los campos yermos de la juventud forjada en los ochenta y los noventa. La incendió, la prendió fuego, desparramó verbos por todos lados, a granel y así alcanzó septiembre de 2010, en el Luna Park, nuevamente su corazón había avisado, pero la juventud quería hablarle, y él conversar con ella. Supinos del peronismo, de la perspectiva nacional y popular, supimos de la lucha, de la esperanza y el amor. Supimos de la lealtad, de los proyectos colectivos, supimos de la historia, y de nuestro necesario accionar. Y como consecuencia, como quien es castigado por que se lanza a volar, supimos también de desapariciones y asesinatos.
La muerte de Ferreyra y la de Néstor están unidas por algo más que la coincidencia de una semana, el mismo día, muerte de miércoles. El asesinato político en manos de la patota sindical duhaldista de Pedrazza no tendría lugar sino fuera en relación a la necesidad de arrojarle su primer muerto (como Julio Lopez fue su primer desaparecido) al gobierno que se apellida Kirchner. Ferreyra murió en la interna del PJ, el único partido capaz de involucrar a todos los argentinos en sus luchas intestinas. Esa lucha comenzó cuando desde el interior del partido, el ex presidente y su esposa decidieron tensar las contradicciones y retomar una construcción histórica inconclusa: la construcción de una Argentina libre, justa y soberana. Ferreyra y Kirchner son vértices de una misma figura que tiene el recupero de la política como punto nodal. Son los extremos de un mismo vector que recorre cuarenta años de lucha, desde los setenta hasta la actualidad.
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