SUBNOTAS
· Dos fechas
Por Mario Wainfeld
Por Mario Wainfeld
· La negatividad absoluta
Por José Pablo Feinmann
Por José Pablo Feinmann
· El ’75, un gran ensayo antes del golpe
Por Martín Granovsky
Por Martín Granovsky
· Homenaje
Por Hugo Soriani
Por Hugo Soriani
· La muerte argentina
Por Osvaldo Bayer
Por Osvaldo Bayer
· Vera
Por Victoria Ginzberg
Por Victoria Ginzberg
· El feriado
Por Sandra Russo
Por Sandra Russo
· De qué hablar
Por Eduardo Aliverti
Por Eduardo Aliverti
· Me acuerdo
Por Rodrigo Fresán
Por Rodrigo Fresán
· Veinticuatro por veinticuatro
Por Juan Sasturain
Por Juan Sasturain
· El golpe y la memoria
Por Mempo Giardinelli
Por Mempo Giardinelli
· Hacer memoria: un desafío educativo
Por Washington Uranga
Por Washington Uranga
· Las espirales del tiempo
Por Marta Dillon
Por Marta Dillon
· El golpe militar de 1976: 35 años después
Por Atilio A. Boron
Por Atilio A. Boron
Dos fechas
Dos hechos quiere entreverar el cronista en esta nota, el aniversario imborrable y los largos 27 años de la recuperación democrática. El fluir del tiempo, cree y desea, resignifica todo. Los recuerdos personales son vívidos, aunque quizá la memoria juegue alguna mala pasada. La noche del 23 de marzo, cuando el golpe era un hecho, escuchando la radio, hablando por teléfono de línea, yéndose a dormir con una declaración de Lorenzo Miguel, quien decía que no pasaría nada. La mañana siguiente, con los comunicados de la Junta Militar en cadena oficial, la música marcial atronando los oídos, las primeras informaciones de compañeros sobre secuestros o sobre el asesinato del teniente coronel Bernardo Alberte, patotas militares circulando, amigos que se “guardaban”...
Una transmisión de fútbol alivió la cadena, distrajo un rato, la Selección (no chequeo el dato porque evoco vivencias personales, lo que admite el error o la transposición de fechas) acaso le ganó a Polonia, de visitante. Las proclamas volvieron pronto, machacaban lugares comunes, remanidos, infatuados, vibrantes de amenazas.
El 2 de abril un discurso de José Alfredo Martínez de Hoz, también propagado en cadena, le dio sustancia económica a esos fraseos torvos. Si el cronista no se chispotea, fue larguísimo e interrumpió la transmisión de otro partido de fútbol, del torneo local, tal vez Huracán contra Banfield.
Durante pocos días más de cuatro creímos, así fuera en parte, el relato de los milicos, que describía un golpe convencional y grupos desatados que prolongaban las prácticas de la Triple A. Tanto se creyó –el lector informado lo sabe– que hubo familiares cercanos que entregaron a sus hijos a las autoridades para preservarlos. Un grupo que integraba el cronista sondeó hacer lo mismo con un compañero a quien le habían profanado la casa, en ausencia. Por milagro, nadie quiso hacerse cargo. El cronista se estremece 35 años después pensando en lo que pudo pasar. El compañero sigue vivo y actuando.
Pronto se fue entendiendo. El terror fue una viga fundante de la dictadura. Ya entonces, el economista Adolfo Canitrot explicó en un artículo luminoso escrito en una publicación de baja tirada y respetable las pretensiones fundacionales del plan económico. Con el devenir se hizo un tópico decir que ese cambio de paradigma era el objetivo central de la dictadura. El cronista piensa que el planteo, así expresado, es reduccionista. La dictadura era también eso, pero su proyecto era más integral: romper la trama política de una sociedad demandante, movilizada y hasta jacobina. Desmembrar al Estado benefactor y a la miríada de militantes y dirigentes que bregaban por una sociedad mejor. Cambiar la capacidad (y hasta el ansia) de demanda construida en décadas de luchas populares.
La dictadura fue –tal era su designio– mucho más que un programa económico o un plan de exterminio. Fue una vejación cotidiana a todos los argentinos, a los que no padecieron tormentos, incluso a los que no se percibían como víctimas. La palabra “proceso” es notablemente descriptiva. Un devenir que embrutecía y aplastaba a todos. Una degradación diaria, la sustracción de saberes, de información, de derechos básicos que iban mucho más allá de los políticos en sentido estricto.
El genocidio es una bisagra en la historia argentina. La búsqueda de memoria, verdad y justicia, un legado ineludible, todavía pendiente en buena medida. Miles de vidas y de familias fueron tronchadas; las víctimas asesinadas o desaparecidas, y las víctimas que las sobrevivieron ocupan un sitial majestuoso en la historia ulterior. La más noble, la más democrática, la más ejemplar, la más infatigable militancia de que se tenga recuerdo. Tanto les debemos a las Madres y las Abuelas. Tan claro lo tienen los enemigos de la democracia. Tanto se equivocan quienes, elogiándolas en general, minimizan su acción y su legado con argumentos mezquinos, que mudan según las épocas.
La democracia que advino en 1983 dista de ser un dechado de virtudes, lo sabemos y lo marcamos en este diario, con asiduidad. La desigualdad, el gatillo fácil, un sistema penal que castiga sólo a los pobres, la pérdida de la igualdad de oportunidades son apenas una muestra de las flaquezas que atravesamos.
Y, sin embargo, vivir en una democracia imperfecta es cualitativamente (y no sólo cuantitativamente) distinto a hacerlo en una dictadura. En parte por lo que habilita, en parte por sus (ay, demasiadas) virtualidades no concretadas. Cada día de democracia, con sus titubeos, con sus zigzagueos y (da pudor subrayarlo pero se asume el riesgo) con sus potencialidades pendientes es un paso que nos aleja del terror y también contra el proyecto de un país para pocos, huero de libertades, enemigo de la diversidad.
El pasado está presente en las vidas de muchos, las evocaciones del cronista quieren resaltarlo, desde la subjetividad. El pasado pesa en la agenda institucional cotidiana, en buena hora. El futuro se va construyendo.
El cronista tenía 28 años cuando ocurrió el golpe, entre sus hijos sólo la menor no superó esa edad. Viven en una sociedad mejor, aunque quizá no les parezca tanto. Integran una generación de argentinos que atravesó toda su existencia en democracia. Sus perspectivas serán otras, mejor el modo en que se socializaron. El voto de esos jóvenes, muchos de los cuales accedieron a su primer trabajo en los años recientes, será decisivo en las próximas elecciones. Es una gran noticia, si se mira bien.
La negatividad absoluta
La experiencia del genocidio nazi sorprendió a los europeos y también al resto de eso que llamamos humanidad. Algún consuelo acerca un dictum que se dice en una obra de Samuel Beckett, Final de partida: Después de todo, ahora ya no queda mucho que temer. La frase intenta ser trabajada y acaso ahondada por Theodor Adorno en su Dialéctica negativa, pero no es mucho lo que consigue, sólo oscuridades (ver: Dialéctica negativa, Akal, Madrid, 2005, p. 332). Sin embargo, hay una frase que brilla. ¿Por qué es tan devastador el texto de Beckett? ¿Por qué tiene ese tono de resignación ante el horror y la certeza de que ya no veremos otro que lo supere? Porque –después de Auschwitz– “la negatividad absoluta es previsible, ya no sorprende a nadie” (Ibid., p. 332). La negatividad absoluta significa que todo ser humano puede ser tratado como el Otro absoluto. Nadie sabe –es una de las enseñanzas de Kafka sobre el horror del siglo XX– en qué momento, en qué circunstancias puede transformarse en un culpable. No bien integra este grupo de malditos se convierte en el Otro absoluto. Pasa a formar parte del grupo de los designados para morir. Toda sociedad autoritaria establece de inmediato (como esencia de su nacimiento y de su autojustificación) el señalamiento de un Otro absoluto. Pocas cosas unen tanto a una sociedad cuya unión peligraba que indicarle al responsable de todas las desgracias, al Otro demoníaco. Es por ese Otro que hemos llegado a padecer hambre. Que nuestras cosechas fueron malas. Que nuestros inviernos fueron crudos y la tuberculosis se llevó a tantos viejitos y las enfermedades respiratorias a tantos ciudadanos útiles. Es por ese Otro que somos pobres. Ese Otro no pertenece al linaje de nuestra patria. Quiere destruirlo. Está en contra de nuestro estilo de vida. Está en contra de la pureza de nuestra tierra y de nuestra sangre. Son más inteligentes que nosotros, que somos limpios. De aquí que se apoderen de nuestras riquezas. Que se adueñen de nuestra economía. Están en contra de la lucha contra el imperialismo, del hombre nuevo que queremos construir. Están en contra de nuestro comunismo soviético que conduce nuestro supremo camarada, quieren hacernos retroceder a la época de los zares. Son los terroristas del Islam. Son los que volaron nuestras Torres, injuriaron nuestra patria antes intocada. Iremos a buscarlos donde se escondan y conocerán la ira de los Estados Unidos, porque Dios no es neutral, está con nosotros. Son la subversión apátrida. Son los enemigos de nuestros valores y de nuestra religión. No reemplazarán la bandera de Belgrano por el rojo trapo de Lenin.
Así, subrayar quién es el Otro demoníaco, explicitar por qué lo es, delimita de inmediato un grupo de ciudadanos (cuyas dimensiones son imprecisas como imprecisos son los elementos para incluirlos entre los malditos) que son pasibles de sufrir la persecución y la negatividad absoluta. Esta negatividad se les aplica no bien se los incluye en el grupo de la otredad demoníaca, culpable. Cuya eliminación es fundamental para que la patria y los valores que le dan sentido tengan vigencia y no sean reemplazados. O no sean derrotados los nuevos valores de toda revolución triunfante. “Ya no hay nada que temer”, dice Beckett. Pero, ¿acaso no se teme a la repetición del horror? No digo esto para refutar la frase del creador de Godot, que es un poderoso disparador reflexivo. Sí, nada peor puede pasar después de Auschwitz. Pero la desgracia de la humanidad es que sigue pasando. No hay nada que temer porque se llegó a los límites del horror. Bien, si se llegó hasta ahí, ¿no habría que detenerse? Porque la frase de Beckett podría entregar cierta resignación o verificar tristemente que eso que creíamos que nunca iba a ocurrir –llegar al extremo absoluto del horror, de la vejación– ya ocurrió y nada nuevo puede ocurrir. Pero no. Si se hubiera llegado al límite del horror y alguien hubiera anunciado: Ahora ya está. ¿Para qué repetir lo que ya se consiguió?, tal vez algún alivio penetrara en nuestras conciencias. No es así. No se irá más allá, pero se insistirá en esos ejercicios del ultraje sin nombre. Y hasta –por qué no– se los supere. Los verdugos no pierden la esperanza. En la ESMA se cometieron más horrores que en Auschwitz. En Auschwitz la tortura no era esencial. Nadie era enviado a Auschwitz para extraerle información. No, iban ahí a trabajar de modo infame hasta morir. De ahí ese cartel siniestro: “El trabajo os hará libres”. Pero la ESMA era un campo de tareas de “inteligencia”, que, según la enseñanza francesa de los paras de Argelia, se realiza por medio de la tortura. Los números de muertos serán distintos. Pero, ¿desde cuándo importan las estadísticas cuando hablamos de seres humanos? Un secretario de Cultura que puso la actual administración de la Ciudad de Buenos Aires dijo la siguiente atrocidad: “En Europa diez mil muertos no son nada”. Esa cifra le había destinado a los desaparecidos de la Argentina, la comparaba con las de los judíos, las de los armenios, las de los camboyanos y concluía: ¿qué son diez mil muertos? ¿Qué es un muerto? Para el que muere es todo. Es la negatividad absoluta. No hay que transformar la vida en una estadística. Cada ser que muere es un absoluto. De ahí esa notable reflexión: no mataron seis millones de judíos. Mataron a uno seis millones de veces. No mataron treinta mil argentinos (todos inocentes, ya que ninguno fue juzgado): mataron a uno treinta mil veces. Y si uso esta cifra es porque es la única en la que creo. Porque la enunció el único grupo humano en el que puedo creer: las Madres, las Abuelas. En resumen, tiene razón Beckett: nada peor que el 24 de marzo puede sucedernos ya. Pero eso implica dedicar nuestras vidas a imposibilitar sus condiciones de posibilidad. Porque –si lo pensamos bien y hasta el punto de la angustia– no es cierto que nada peor pueda ocurrirnos. Hay algo peor, cuyo espanto hiela nuestra sangre y hasta detiene los latidos vitales de nuestro corazón frente a esa posibilidad: que ocurra otra vez. Eso puede pasarnos, eso sería mucho peor y luchar contra eso es un imperativo categórico cotidiano que los hombres nobles, los que en este país respetan la vida y, sobre todo, la vida de los otros, llevamos sobre nuestras espaldas a veces exhaustas, erosionadas por muchos desencantos, pero nunca vencidas.
El ’75, un gran ensayo antes del golpe
El golpe de 1976 vino después de un año maldito: el ’75.
El ’75 fue el año de los grandes ensayos.
Las Fuerzas Armadas consiguieron del gobierno constitucional de Isabel Perón el encargo de articular la represión.
Por influencia de uno de sus hombres en el gobierno, Italo Argentino Luder, lograron combatir con medios desproporcionadamente militares a la pequeña guerrilla foquista organizada por el Ejército Revolucionario del Pueblo en Tucumán.
Igual que en Campo de Mayo antes del golpe, el Ejército montó en Tucumán un campo de tortura y muerte, la Escuelita de Famaillá.
El ’75 homogeneizó a los altos mandos. Jorge Rafael Videla se hizo cargo del Ejército, Emilio Massera consolidó su poder en la Armada y juntos cambiaron la plana mayor de la Fuerza Aérea para remover a los dubitativos e instalar al golpista Orlando Ramón Agosti.
Dentro de la jerarquía de la Iglesia Católica ganó espacio el Vicariato castrense, núcleo del integrismo en expansión.
La afirmación de Massera representó la inserción aún mayor de la organización fascista Propaganda Dos, con origen en Italia y ramificaciones en la Argentina y Brasil. Integraban la P-2, por ejemplo, el secretario privado de Isabel, José López Rega; el jefe del Primer Cuerpo de Ejército, Carlos Suárez Mason; y el diplomático experto en limpieza interna y operaciones sucias, Federico Barttfeld.
El puente entre Italia y la Argentina fue Licio Gelli, condecorado por Juan Perón en 1973. Designado funcionario en la embajada argentina en Italia, conservó el puesto con la dictadura.
El ministro de Economía, Celestino Rodrigo, ensayó el capitalismo salvaje, que llamaba “sinceramiento”, con un gobierno peronista. Devaluó la moneda un 160 por ciento. A fin del ’75 la inflación llegaría al 183 por ciento. Su mano derecha fue Ricardo Zinn, luego funcionario de la dictadura y, con Carlos Menem, diseñador de las privatizaciones iniciales.
Entre marzo y mayo de 1975, las Fuerzas Armadas, las de seguridad y los grupos parapoliciales se ejercitaron primero en un operativo conjunto contra los obreros clasistas del polo metalúrgico asentado en Villa Constitución, al sur de Santa Fe, y luego contra el pueblo que tomó como propia la lucha de los trabajadores.
El entronizamiento de Rodrigo como prolongación de López Rega cambió la naturaleza del enfrentamiento principal. Desde 1973, un polo era la izquierda peronista de la Tendencia Revolucionaria y otro, la ortodoxia sindical aliada al lopezreguismo. En 1975, ya liquidado el primer polo incluso como opción minoritaria de poder, fue la ortodoxia sindical de Lorenzo Miguel la que presionó, con miles de obreros en las calles, hasta lograr que López Rega dejara el gobierno y el país. Pero ya era tarde. El peronismo, decantado sobre una alfombra de sangre y fracturado, no podía derrotar al golpe en marcha. El partido militar se había rearmado y se disponía a transformar la Argentina mediante niveles inéditos de concentración económica y un plan científico de asesinatos masivos.
El poder militar pasó a controlar la jefatura de la Policía Federal con Albano Harguindeguy, futuro ministro del Interior.
Sin necesidad ya de la Triple A, que había cumplido su papel de represión selectiva y herramienta para sembrar el terror y generar la necesidad de orden, las Fuerzas Armadas disciplinaron y subordinaron a los grupos de choque de la extrema derecha, como la Concentración Nacional Universitaria.
En términos sudamericanos, el ’75 marcó la superioridad de la interpretación internacional realizada por el bloque que tomaría el poder el 24 de marzo de 1976. La paz en Vietnam de enero de 1973 no había inaugurado una era de decadencia de los Estados Unidos en la región, como pensaba la izquierda, sino, al contrario, una etapa de mayor virulencia. Esa etapa, claro, suponía el control de todo el continente.
La duda es si marcar el ’75 como un año maldito no puede ser una dispensa para la maldición mayor, la que comenzó en 1976. Alguno podrá preguntarse si la regresión sin vueltas no habrá empezado en el enfrentamiento de Ezeiza del 20 de junio de 1973. Dejando de lado los planteos deshonestos –los que están armados para disculpar, efectivamente, a la dictadura militar al quitarle su carácter novedoso–, cualquier hipótesis merece ser discutida. Incluso la que se ofrece aquí: el gran ensayo fue, a veces con intención manifiesta de serlo y a menudo de hecho, como suele ocurrir en la historia, aquel tremendo año de 1975.
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Homenaje
No nombraré a ninguno porque estas líneas son para todos. Algunos ya no están porque murieron en estos últimos años, y otros murieron en prisión, fusilados por la represión o por la pena.
Voy a recordar a los presos políticos de la dictadura militar.
Eran más de diez mil personas que habían sido detenidas antes del nefasto 24 de marzo, luego ya no hubo presos políticos, solamente desaparecidos.
En esas cárceles convivieron durante nueve, diez, doce años, muchachos de veinte años, pocos más o menos, con hombres de cincuenta, a veces de sesenta, por los que los más jóvenes sentían devoción y respeto ya que venían de otras luchas, sobrevivientes de un país asolado por las dictaduras.
Ellos habían peleado contra la de Lanusse, y algunos contra la de Onganía, y contaban experiencias que los más jóvenes escuchaban con avidez, curiosidad e impaciencia.
No nombraré a ninguno porque fueron todos, los que hora tras hora, día tras día, año tras año, resistieron en conjunto la política de exterminio que se instrumentó para destruirlos. Los que inventaron un código para comunicarse en el silencio, los que violaron todas y cada una de las consignas y prohibiciones que los guardianes imponían a diario. Los que con valentía, ingenio y audacia inventaron las trampas necesarias para sobrevivir sin bajar sus convicciones.
Los que no firmaron ninguna nota de arrepentimiento, pese a las represalias.
Los que en la oscuridad de los calabozos de Rawson fueron golpeados hasta desmayarse y reanimados con agua helada en madrugadas con quince grados bajo cero, para luego dejarlos desnudos y repetir la historia al otro día, y al otro, y al otro.
Los que denunciaron sus torturas a monseñor Tortolo, en la cárcel de La Plata, y escucharon como respuesta que “Videla es oro en polvo” de los labios del monseñor. Los que escribieron minúsculas notas en finísimo papel de cigarrillos para comunicar al exterior lo que sucedía tras los muros.
Los que en días de hambre compartieron la poquísima comida.
Los que golpearon los jarros de metal contra las rejas festejando el triunfo de la revolución sandinista en Nicaragua, en julio del ‘79, pese a los golpes y los gritos de los guardianes, que trataban de impedirlo.
Los que lloraron la muerte de John Lennon, en diciembre del ochenta, porque junto a él imaginaron que no eran los únicos soñadores.
Los que en la cárcel de Magdalena conocieron en persona la ferocidad del general Bussi, antes de que fuera el célebre carnicero de Tucumán.
Los que fueron rehenes en Córdoba durante el Mundial bajo amenaza de fusilamiento, mientras los genocidas se abrazaban con Menotti.
Los que fueron sacados del pabellón de la muerte en la cárcel de La Plata, y sabiendo que iban a ser fusilados, se despedían de sus compañeros gritando sus consignas.
Los que sobrevivieron en ese pabellón y denunciaron lo que estaba pasando, con riesgo de sus propias vidas.
Los que en el patio de la cárcel de Córdoba vieron estaquear y morir compañeros y no bajaron la mirada, como querían los guardianes para humillarlos.
Las mujeres presas en la cárcel de Devoto, que durante años resistieron las requisas vejatorias. Esas mismas mujeres que, enteras y dignas, ya libres, escribieron un libro imprescindible: Nosotras, presas políticas.
Los que en la cárcel de Caseros vivieron hacinados en celdas miserables, sin saber cuándo era de noche o cuándo de día.
Los que no perdieron el humor, sobre todo el humor negro, y se rieron de sus propias desgracias.
Los que en julio del ‘83, en la cárcel de Rawson, con más coraje que inteligencia, decidieron acompañar el ayuno que Pérez Esquivel realizaba en Buenos Aires, sin que nadie, pero nadie se enterara de lo que estaban haciendo. Y lo continuaron diez días más que él porque, debido al aislamiento al que estaban sometidos, no supieron que el Premio Nobel ya lo había levantado al conseguir sus objetivos.
Los que escribían poesías malas, pero fueron poetas.
Los que se sabían de memoria el Génesis o el Exodo, porque la Biblia fue la única lectura permitida. Y a veces ni eso.
Los que cantaron, dibujaron, soñaron y actuaron, inventando la manera de esquivar la muerte o la locura.
Los que en todas las cárceles, en todas, sólo tuvieron durante años una pared blanca a dos metros de distancia como único horizonte.
Los que durante nueve, diez, doce años no hicieron el amor ni tomaron un vaso de vino o una taza de café.
Los que no vieron crecer a sus hijos.
Los que salieron con lo puesto y sin tener una casa a dónde ir o un trabajo para mantenerse.
Los que fueron recibidos con desconfianza, porque eran sobrevivientes.
Los que sentían toda la culpa del mundo por ese mismo motivo.
Para todos ellos, presos políticos de la dictadura, que hoy, a treinta y cinco años del golpe militar son testigos de los juicios a los genocidas, militantes en sus barrios, delegados en sus trabajos, funcionarios comprometidos y trabajadores de la política en su sentido más noble, cualquiera sea el lugar donde los haya llevado la vida. Para ellos, estas líneas de recuerdo y de homenaje.
La muerte argentina
Se cumplen treinta y cinco años. Escribo esto para los jóvenes que no vivieron ese pasado. Es una síntesis para tener en cuenta. Sólo queda el recuerdo del dolor ante crímenes como nunca habían ocurrido antes en la Argentina. De militares que se creyeron dueños de la vida y de la muerte. Con una sociedad civil cómplice. Una dictadura de la quema de libros y de la “desaparición”. De campos de concentración, de torturas y robos de las pertenecias de las víctimas. De personajes uniformados que se creían omnipotentes. De sectores económicos, intelectuales y religiosos que apoyaron desembozadamente ese sistema para “pacificar el país”. Miles de exiliados. La Muerte con todo su rostro de cinismo.
Pero las Madres.
Increíble el heroísmo de esas mujeres que dieron un ejemplo al mundo. Pocas veces en la historia humana se ha visto nacer un movimiento así, del dolor, solas ante una sociedad enemiga con miedo. Salir a la calle y reclamar por el destino de sus hijos.
Esos dos son los ejemplos que nos quedan de un período tan aciago. Los crímenes más inimaginables y el coraje de esas mujeres. Como resumen final del extremo de la crueldad, nada mejor que expresarlo en la muerte de las tres madres fundadoras de ese movimiento: Azucena Villaflor, Teresa Careaga y María Ponce: después de torturas indecibles, arrojadas al mar vivas desde aviones. ¿La humanidad ha asistido alguna vez acaso a un acto que supere algo tan sádico? Esto ocurrió en la Argentina.
Todo para asegurar un sistema económico de base liberal-capitalista que tiene un apellido imborrable: Martínez de Hoz.
Pero no nos detengamos sólo en la realidad de esa dictadura militar perversa y voraz, sino preguntémonos cómo fue posible. Fue posible por el fracaso de la sociedad civil. El horror ya había comenzado antes. Las Tres A fueron el símbolo de lo que luego iba a llegar al extremo. Prólogo: matar al enemigo político. Prefacio que terminaría en la desaparición de personas. Los partidos políticos gobernantes fueron cavando la tumba a la democracia tan esperada luego de que el pueblo consagrara a Cámpora con su voto y su deseo de democracia y de más justicia social. Pero apenas unos días después, Ezeiza y el reemplazo de Cámpora por el pariente de López Rega: Raúl Lastiri. Aquí ya comenzó a delinearse el espíritu de la represión que vendría poco después con toda fuerza. Tengo una experiencia personal. Mi primer libro, Severino Di Giovanni, el idealista de la violencia, fue prohibido por un decreto de Lastiri. Así, sin explicaciones. Preví entonces que vendrían tiempos muy difíciles. Primero se prohibiría, luego se quemaría y luego se asesinaría a sus autores. López Rega como poder omnipotente en las sombras. Luego de nueve meses de Perón, que terminaría con su fallecimiento, comenzará ya la lucha abierta.
El 12 de octubre de 1974 no sólo se prohibió el libro La Patagonia Rebelde, cuyos tomos estaba publicando, sino también el film del mismo nombre. Hablo de mi experiencia, pero es que esto pasó a ser una regla general con algo peor todavía: el asesinato en la calle de todo aquel sospechado de izquierdista. Isabel Perón, ascendida no por su capacidad sino por su nombre.
Sí, hubo intentos de salir del pozo, como la caída de López Rega, pero igual ya se iba directamente a la caída final. Los militares. Tres nombres para recordar: Videla, Massera, Agosti.
Ensuciaron nuestra historia para siempre. No ya la Década Infame. La década perversa. La perversión desde la Casa Rosada. “No están ni vivos ni muertos, están desaparecidos”, dirá el general Videla a los periodistas extranjeros. Cuando le preguntaron sobre gente que había sido detenida. Desaparecidos. Los generales harán lo de Malvinas para salvarse ante la historia. Pero demostraron la incapacidad de su oficio. Quedaron más de 600 soldados muertos en plena juventud.
El sistema de Videla-Viola-Galtieri produjo también otro crimen pocas veces registrado en la historia del ser humano: el robo de niños. A las mujeres embarazadas detenidas les quitaban el hijo en el momento del parto. El destino: esos niños iban a parar a matrimonios de militares, policías o adeptos al sistema que no podían tener hijos, bueno, pues a ellos iba el recién nacido. La madre que acababa de dar a luz, en casi todos los casos, era asesinada. En un país católico, con cardenales, arzobispos y obispos.
Todo esto es ya sabido. Ha salido todo a la luz. Pero nos empecinamos en repetirlo para que no se olvide de ninguna manera. Tuvieron que pasar más de dos décadas de la dictadura para que en nuestro país se comenzara a hacer verdadera justicia. Ni obediencia debida ni punto final ni indultos. La verdadera justicia.
Toda una historia trágica. Las dictaduras militares típicas de la Argentina. Tres décadas y media hace que comenzó a gobernar el cinismo más cruel. La lección nos dice que sólo nos queda el camino de la verdadera democracia, que no sólo debe conformarse con dar la libertad de poner el papelito en la urna cada dos años, sino lograr una sociedad en libertad, con derechos igualitarios. Todavía mueren niños de hambre en la Argentina. Cuando ya no haya estadísticas con esa vergüenza nacional, cuando ya las villas miseria pertenezcan al pasado, podremos decir que cumplimos con los principios de nuestros héroes de Mayo.
El nunca más a la Muerte Argentina.
Vera
Cuando en 2006 se instauró el 24 de marzo como Día de la Memoria y se estableció que sería de allí en más feriado nacional, la decisión no me generó grandes expectativas. La sensación era confusa. No estaba en contra, pero tampoco a favor (como el personaje que parodia a las señoras que dejan mensajes en la radio), tenía mis dudas. ¿Lo tomarán algunos como un día de festejo? ¿Aprovecharán para irse de vacaciones? En fin, ¿se terminaría banalizando la fecha? Mi abuela Laura, en cambio, era una defensora entusiasta de la iniciativa y eso me hacía pensar que algo bueno saldría de aquello.
El 24 de marzo del año pasado, en el auto, de camino a la marcha, mi hija mayor, Vera, anunció: “Diego nos contó algo malo que pasó acá hace mucho tiempo”. Entendí que en el jardín habían estado hablando de la dictadura y que, más allá de la buena o mala voluntad de los docentes, el 24 de marzo ya no podía pasar desapercibido en los contenidos escolares porque era una fecha marcada en rojo en el almanaque. Entendí también que no importaba cuánta gente se iba afuera el feriado si un día antes, o dos, o incluso una semana después los maestros en las escuelas hablaban con los chicos y ellos hablaban con sus padres.
“¿Qué les contó Diego?”, pregunté. (Diego era el maestro de sala de cuatro de mi hija.) “Que hace mucho, mucho tiempo, cuando ninguno de nosotros existía, unas personas malas les hicieron mal a otras” (y, además, parece que era muy joven). “Bueno, Vera, no fue hace taaanto tiempo. Papá y yo sí existíamos”, le dije. Hasta ese momento, mi hija sólo sabía que sus abuelos estaban muertos y que se habían muerto cuando yo era muy chiquita. Le expliqué como pude, usando sus palabras simples, acorde con lo intuí que una nena de cuatro años puede procesar sobre estos crímenes (aunque los chicos siempre sorprenden), que mis papás fueron algunas de las personas a las que les habían hecho “mal”, que los habían matado y que estaban desaparecidos.
En mayo fuimos al paseo del Bicentenario. Cuando entramos en el pabellón de los Derechos Humanos, Vera preguntó (vio las fotos o lo olió en el aire, vaya uno a saber): “Mamá, ¿esto es algo de los malos?”. Contesté que sí, que ahí se explicaban algunas de las cosas que habían pasado. Ella miró las imágenes y no dijo mucho más, pero lo que más le gustó ese día fue la instalación de las Madres, esa especie de calesita en la que unas estatuas daban vueltas a la Pirámide (bueno, ¡tenía cuatro años!). A la noche, mientras la bañaba, se despachó con todas las preguntas que había acumulado durante dos meses. “¿Por qué las Madres tuvieron que dar vueltas en la Plaza? ¿Por qué nadie las ayudaba? ¿Dónde estaba la policía? ¿Dónde estabas vos? ¿Por qué y cómo te salvaste? ¿Cómo se salvó la bobe (su abuela, mi tía)? ¿Cómo llegaste a su casa? ¿A los chicos no les hacían nada, no? (En este punto omití deliberadamente algunos datos.) ¿Cómo eran los malos? ¿Qué ropa usaban? ¿Tenemos fotos de los malos? ¿Viven los malos? ¿Ahora ya no pasa más eso, no? ¿Dónde están ahora los malos...?” Cuando llegamos a esto suspiré aliviada, como se dice. “Los malos están en la cárcel, encerrados, no pueden salir”, contesté. Ya sé, no están tooodos presos, pero agradecí poder decirle eso a mi hija. Agradecí que fuera cierto y que mi hija pudiera esperar al menos hasta entrar en la primaria para aprender la palabra impunidad. Cada tanto Vera me pregunta: “¿Los malos no se pueden escapar de la cárcel, no?”. Y yo le aseguro que no.
Hasta ese momento creía que los juicios a los represores eran importantes no tanto por el hecho de que unos cuantos centenares de viejos decrépitos fueran detenidos sino más bien porque esos arrestos proporcionan una certeza jurídica sobre lo que había pasado en el país. Las miles y miles de fojas escritas afirman que entre 1976 y 1983 el Estado se volvió criminal y que secuestrar, torturar, asesinar está mal, que no tiene justificativo. Las sentencias ahuyentan la teoría de los dos los demonios y permiten avanzar con el convencimiento de que no tiramos la basura bajo la alfombra. Contribuyen, si no son la base, a lo que algunos gustan llamar “calidad institucional”. Pero esa noche me di cuenta de otra cosa. Así como antes había comprendido la importancia de la fecha marcada en rojo, entendí que los juicios sirven también para algo más importante, más básico, más íntimo. Sirven para que mi hija duerma tranquila. A veces la asustan otros monstruos, pero sabe que los asesinos de sus abuelos no pueden venir a buscarnos.
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El feriado
Por Sandra Russo
El feriado del 24 de marzo, en su momento, fue un tema debatido. No en los términos en los que estamos acostumbrados ahora a discutir las cosas, pero en 2006, cuando Kirchner envió ese proyecto al Congreso, se insinuaba todavía que los feriados eran contraproducentes porque este país necesitaba trabajar. Era absolutamente cierto, pero todavía no era visible, porque el ciclo recién empezaba, que este país iba hacia un modelo en el que los feriados iban a incluir también a trabajadores tomándose unos días y a la industria turística pimpante. En perspectiva, haber convertido este día en feriado fue un verosímil del modelo que se insinuaba pero embrionariamente, y un hito en la batalla cultural que hoy es explícita.
En este primer feriado del 24 sin Néstor Kirchner me vino a la cabeza una conversación que tuve en esos días con un compañero de este diario. Yo había estado de acuerdo con el feriado casi automáticamente, sin razonarlo ni medirlo ni sopesarlo. Aquel compañero, que había estado exiliado, me dijo “a partir de ahora, gobierne quien gobierne, ese día se cuenta la verdad”. Me lo dijo con asombro y casi como una deducción. Era la época en la que muchos militantes de derechos humanos sin vínculos con el peronismo empezaban a admitir que no había diferencia alguna entre las políticas de Estado que habían reclamado siempre y las que Kirchner hacía suyas.
Ese era el sentido del feriado, su inercia fuerte, su textura. Que a partir de entonces, gobernara quien gobernara este país, el feriado indicara un sentido. El sentido era el de las víctimas del genocidio. Para ese entonces, ya no había dos demonios ni guerra sucia ni defensa del ser nacional ni la salvación de la patria de individuos con ideas foráneas que venían a destruir el modo de vida argentino, y todos esos otros eufemismos que nos habían acompañado, como sonido ambiente, desde 1976. La Justicia había hablado de genocidio y eso se sellaba con un feriado y la institución del Día por la Memoria de la Verdad y la Justicia.
El sentido de este feriado fue y es, en consecuencia, anclar en nuestra idiosincrasia un grado de verdad que no fue declamativo ni cosmético, sino que fue acompañado de políticas que elevan los derechos humanos por sobre cualquier discusión ideológica. Sobre ideología se puede discutir todo. Sobre la masacre, sobre los secuestros, sobre las desapariciones, sobre el robo de bebés, sobre los cuerpos tirados al río, sobre los campos clandestinos, sobre esa monstruosa capa de sombra y muerte que implicó el golpe del 24 de marzo de 1976, ya no se puede decir nada. “Ya no tiene vuelta atrás”, dijo hace poco el presidente de la Corte Suprema de Justicia, Ricardo Lorenzetti. El feriado recogió evidencia jurídica e histórica, y la puso en contacto con las vidas reales de millones de ciudadanos argentinos: es la Nación la que admite el lamento por aquel día.
Siempre hubo y habrá actos organizados por los organismos de derechos humanos, siempre hubo y habrá plazas para recordar a las víctimas. Pero el feriado institucionalizó ese dolor. De alguna manera, cerró una discusión, marcó un fin de época y le dio carácter al ciclo nuevo. Desde escasos nichos recalcitrantes de la derecha siguen diciendo hasta hoy que este período es el de “la revancha” de los que “perdieron la guerra sucia”. Hemos leído esos argumentos hace muy poco, cuando tanto el gobierno porteño como el arzobispo de La Plata plantearon objeciones ante cuestiones curriculares que hablan del golpe del 24 de marzo.
Dicen que son “gramscianas”, sin aclarar qué de Gramsci está mal. Pero lo que hoy está muy claro es que esas objeciones son evidentemente ideológicas, y lo que dice el feriado va más allá de cualquier ideología. No se debe interrumpir el orden constitucional. No se debe matar. Si nos circunscribimos a esas dos oraciones, ¿quién y por qué motivo puede oponerse? ¿Qué tendencia política u orientación ideológica puede no estar dispuesta a atenerse y a congratularse de que todas las tendencias y orientaciones se atengan a su vez a esas dos reglas? No se debe interrumpir el orden constitucional. No se debe matar. ¿Quién no firma?
Aunque a veces parezca que lo que llamamos batalla cultural se circunscribe a una pulseada coyuntural, se trata de algo mucho más profundo y sedimentario. Se trata de la raíz de nuestras percepciones de la realidad y de nuestras explicaciones sobre el mundo. Así como no hubo nunca dos demonios, y el terrorismo de Estado se elevó solo y terrible a la categoría de las peores pestes que pueden asolar a una sociedad, tampoco hay ahora dos maneras de entender el sentido del feriado. No se debe interrumpir el orden constitucional. No se debe matar. Somos otro país si creemos eso.
De qué hablar
Hay que dejar de hablar del golpe, únicamente, como la instancia más trágica de la historia argentina. Hay que animarse, de una buena vez por todas, a opinar que en algunos o varios aspectos pasamos a ganar. Pero por favor: no confundir esa apreciación con los juicios de quienes estiman que ya están podridos de que (les) hablen de la dictadura. Porque se trata justo de lo contrario.
La bestialidad de lo parido hace 35 años, o un poco antes, es precisamente lo que hace resaltable cierto aspecto del presente. En lo personal, incluso, quien firma se pasó la mayor parte de estas tres décadas y media, en casi cada uno de estos aniversarios, dedicando sus columnas a advertir más que nada sobre la sobrevivencia de lo que la dictadura dejó. La destrucción del aparato industrial; el ninguneo masivo a participar o comprometerse en política, por fuera de aquella primavera alfonsinista que en verdad fue un veranito; la profundización del desprecio ideológico, racista, hacia la actividad sindical y ante los desesperados llamados de atención de los excluidos; la discursividad facha de una vasta clase media (¿Macri no es acaso el hijo civil perfecto de los milicos?); el deterioro de la movilidad social ascendente, quitadas las fantasías patéticas del uno a uno de la rata; la precarización laboral. Puestos en el orden que se quiera, esos y otros componentes son inescindibles del punto de inflexión que significó la dictadura. Aun ahora cabe tener la seguridad o la certidumbre de que en el ámbito educativo en general, por las fallas objetivas y subjetivas que fueren, permanece potente –en el mejor de los casos– la idea y traslación de que hace 35 años aparecieron, desde la nada misma, asesinos lunáticos y capaces de esparcir una de las carnicerías humanas más alucinantes del siglo XX. ¿Cuántos y cómo son hoy los docentes (y comunicadores, y periodistas, y referentes “culturales”, y etcétera) que no saben o no quieren explicar que la mayor tragedia de nuestra historia fue producto de la necesidad y vocación de la clase dominante, para acabar por medio del terror y de raíz –creyeron– con todo signo de rebeldía que anidara en las entrañas y en la militancia activa de una porción de esta sociedad?
Como habíamos propuesto al comienzo: esa bestialidad de los mandantes de los milicos, de los grandes grupos económicos que pusieron todo el gabinete del golpe, y toda la jerarquía eclesiástica para bendecir las torturas, y toda la complicidad directa de los emporios de prensa (que viene ser todo lo mismo), obliga a animarse no solamente a la pregunta de cuánto de aquello sigue vivo sino –por fin– a la de cómo fue y es probable que tenga tanto de muerto. Y la respuesta directa es que apareció una normalidad o anomalía, susceptible de sacar de quicio a quienes, durante 200 años, se acostumbraron a la victoria final e inevitable de sus intereses. De sus ganancias fáciles de país agroexportador, y listo. De sus estratagemas comunicacionales. De su seguridad de tenerla más larga, siempre. Nadie dice que al final (¿qué es el final?) no vuelvan a tener razón. Pero por lo pronto, alguien, algo, les metió una baza después de tanto tiempo. Alguien, algo, les produjo diarrea. Habrá sido que se les fue la mano en su canibalismo de clase parasitaria, en su impericia dirigencial para heredarse, en su exceso de confianza. En no darse cuenta de que había espacio para la aparición de un outsider que leyera la realidad mejor que ellos. Como sea, algo (les) pasó como para que, a “nada más” que 35 años, lo persistente del golpe que dieron conviva poco menos que en desventaja con lo que cambió.
Tantos milicos a quienes ya no tienen como última reserva de la Patria. Tantos pibes que no les tienen miedo. Tanto que dependen de unos medios y unos periodistas en los que se cree cada vez menos. Tanto que el enamoramiento de las astronómicas tasas de interés de la etapa neoliberal empieza, de a poco, a compartir novia con un modelo que privilegia el mercado interno, al punto de quebrarles varios de sus frentes corporativos (la UIA, la Mesa de Enlace). Tanto problema para encontrar dirigentes políticos que les obren de gerentes: hay, pero no convencen a la sociedad. También disponen de caudillos sindicales del viejo aparato burocrático que se resiste a morir, pero que carece del peso de otrora.
Y tanto boludo ideológico, por ser en extremo suaves, que dice que todo eso que cambió, o va cambiando, compele a dejar de hablar de la dictadura, cuando precisamente se trata de hablar más que nunca para tener noción de por qué cambian las cosas.
Me acuerdo
Me acuerdo de Me acuerdo (título original I remember), ese legendario libro de Joe Brainard homenajeado por Georges Perec en su Je me souviens y admirado por Paul Auster por el modo en que “traza el mapa del alma humana y altera de forma permanente la manera en que miramos al mundo”.
Me acuerdo de que Me acuerdo –no me acuerdo en qué estante de mi biblioteca lo tengo– está construido en base a puntos y apartes y frases breves y puntos que siempre comienzan con un “Me acuerdo...”. Ejemplos: “Me acuerdo del día que dispararon a John Fitzgerald Kennedy” o “Me acuerdo de lo tonto que parece todo por la mañana”.
Me acuerdo –toda cosa que se piensa en el acto un segundo después ya es un recuerdo– de haber pensado que el “mecanismo” de Me acuerdo sería un buen recurso para escribir esto que me piden que escriba sobre el golpe, treinta y cinco años después.
Me acuerdo de que “It was thirty-five years ago today / General Videla thaught the country to pray”.
Me acuerdo de que entonces yo tenía doce años.
Me acuerdo de que yo no estaba en Buenos Aires, Argentina.
Me acuerdo de que yo estaba en Caracas, Venezuela.
Me acuerdo de que al golpe lo vi por televisión, en blanco y negro.
Me acuerdo de que alguna vez pensé que la memoria (la historia íntima) es sepia, pero la Historia pública es en blanco y negro. Y que lo sigue siendo. En el blanco y negro de los televisores de entonces.
Me acuerdo de que había un Gran Muerto y el fantasma de Esa Mujer y un Brujo y demasiados hechizados.
Me acuerdo de que se lo veía venir (al golpe) y de que se la veía caer (a Isabelita).
Me acuerdo de que Isabelita se fue volando. En helicóptero. Como si dejara su propio y privado Saigón que era, también, el de tantos otros.
Me acuerdo de pensar que el golpe (el acto en sí, el Puñetazo, la Patada) era apenas el knock-knock al que seguiría el bang-bang.
Me acuerdo de que nos llamaban por teléfono para preguntarnos “qué se dice por ahí de acá”. Me acuerdo de que los teléfonos eran una especie de Radio Caracas, de sucursal de Radio Colonia.
Me acuerdo que también nos llamaban para contarnos quién era el nuevo muerto, quién había desaparecido. Me acuerdo a la perfección de la llamada que comunicó el final de Rodolfo Walsh.
Me acuerdo de que entonces no existía Twitter y que nadie podía twittear cosas como “Acaba de parar un Falcon verde frente a la casa del vecino” o “Algo habrá hecho”.
Me acuerdo de que nosotros nos habíamos ido de Argentina un tiempo antes. Habíamos sido los casi primeros habitantes de una Caracas súbitamente intelectual y muy emigré donde día a día se iban sumando nombres y apellidos que llegaban huyendo de días nublados, de noches oscuras, de listas negras y de agendas en llamas.
Me acuerdo de que yo habitaba ese limbo entre la infancia y la adolescencia, pero que ya había tenido experiencias dignas de un cuento: paseo en un auto feo con empleados de la Triple A, padres en el calabozo, abandono de hogar dejando todo ahí dentro y abrazo de aeropuerto.
Me acuerdo de que un argentino tuvo la idea de vender en un kiosco de Sabana Grande, Caracas, revistas y diarios argentinos. Me acuerdo que, años después, alguien me contó que lo habían asesinado.
Me acuerdo de que mi padre y mis amigos compraban allí –con fruición casi masoquista– Gente y me acuerdo del primer número de Somos con Videla en la portada. Me acuerdo de que lo habían apodado La Pantera Rosa, confundiendo a un animal animado con un animado animal. Me acuerdo de que muchos salieron a la calle a aplaudirlo cuando dejó de procesar. Me acuerdo de la cara de Massera. ¿O era una máscara de Halloween? Del Chiflado N. 3 no me acuerdo mucho. Pero me acuerdo de Viola. Y cómo olvidar a Galtieri. Y me acuerdo de que muchos decían que Bignone –como Lanusse– “era bueno” o al menos “no era tan malo”.
Me acuerdo de la Iglesia argentina y... ¿De verdad tengo que acordarme de la Iglesia argentina? Señorita: me duele la panza y tengo ganas de vomitar.
Me acuerdo de que en esa misma calle de Caracas donde vendían Gente y Somos muchos argentinos salieron a festejar el Mundial ‘78 sin entender muy bien por qué lo hacían, aunque la explicación que escuché muchas veces era “Por lo menos que los de allá tengan una alegría”.
Me acuerdo de que yo, en cambio, prefería leer Skorpio y Corto Maltés y las nuevas versiones de Pif Paf y Tit-Bits.
Me acuerdo de leer una y otra vez la reedición de El eternauta buscando recordar y no olvidar allí las calles de un Buenos Aires que comenzaba a desvanecerse.
Me acuerdo de que alguien me comentó que habían matado a H. G. Oesterheld y yo recordé que, sí, al final ganaban los Ellos.
Me acuerdo de volver a Buenos Aires en el invierno de 1979 y que todo –comparado con el ensordecedor y caótico y colorido tropicalismo de Caracas– me parecía tan firme y de frente marchen y silencioso y en blanco y negro y, sobre todo, en gris.
Me acuerdo de que el silencio era salud y los argentinos eran derechos y humanos y que yo esperaba el día en que salía el nuevo número de Humor o de Súper Humor o de Hurra (y de Skorpio y Corto Maltés y las nuevas versiones de Pif Paf y Tit-Bits) como otros esperaban una victoria o, al menos, una tregua.
Me acuerdo del día que dispararon a John Winston Lennon y –qué loco– de que lo primero que pensé al enterarme fue: “Seguro que intentó robar un banco”.
Me acuerdo de haber ido al primero de muchos conciertos de Seru Giran y de, querida Alicia, cantar a los gritos las canciones apenas en código de Charly García.
Me acuerdo de la voz de Graciela Mancuso y de la risa de Hugo Guerrero Marthineitz y de las muletillas de Juan Alberto Badía.
Me acuerdo de salir corriendo por la Avenida del Libertador, a la salida de tantos Obras, para esquivar los patrulleros y los camiones que esperaban afuera con ganas de regalarnos varios bises.
Me acuerdo de leer por primera vez El hombre en el castillo de Philip K. Dick y de fantasear con que, en realidad, quién sabe, tal vez en otra dimensión...
Me acuerdo de que estábamos ganando y seguíamos ganando y que la gente donaba comida y joyas para darle de comer a los hijitos extraviados luchando por la hermanita perdida.
Me acuerdo de que por esos días –yo era clase ‘63– un tipo detrás de un mostrador me gritó “Traidor” cuando fui a renovar mi pasaporte y que, por supuesto, no me lo renovó.
Me acuerdo que después de eso –y de eso, y de eso también, y de todo lo demás también– eso se acabó como se acaban tantas cosas: nunca acabándose del todo. Siempre habrá voraces Cascarudos, enormes Gurbos, zombificados Hombres-Robot, mortales Glándulas del Terror, líricos Manos abducidos, y todo eso. La Casa nunca está en orden y el Proceso siempre va por dentro.
Me acuerdo –disculpas, por las dudas– de que siempre me olvido y de que nunca estoy del todo seguro de cómo es eso del dequeísmo y del queísmo.
Me acuerdo de que me sigo acordando.
Me acuerdo de que no me voy a olvidar.
Veinticuatro por veinticuatro
Puedo escribir los versos más tristes esta noche, o acaso hacerlo por la tarde.
Puedo imitar, por ejemplo, las largas tiradas asonantes de Francisco Luis Bernárdez.
Puedo hacer, como María Elena Walsh, la pálida elegía de un otoño imperdonable.
Uno puede decir todo: incluso suponer que en ciertos casos, sería mejor callarse.
Uno mira el almanaque y se encuentra, en colorado, un fin de semana largo.
Uno siente que es regalo de un recuerdo deleznable: el veinticuatro de marzo.
Uno comprende que hoy, las heridas de la Historia cicatrizan descansando.
Ahora, pasados los años –como el Primero de Mayo–, la Dictadura es feriado.
Ahora que parece cierto que el nunca más nos entró, finalmente, en la cabeza.
Ahora que sobran los datos –nombres, juicios, apellidos– para contar la vergüenza.
Ahora que todos sabemos qué pasó, qué nos hicimos, en esos años de mierda.
Acaso llegó la hora de revisar entretelas, de hacer nuestras propias cuentas.
Acaso sirva pensar que al llegar la Dictadura, la mayoría la apoyaba.
Acaso haya que mirar –los más grandes, sobre todo– cada uno dónde estaba.
Acaso no haya bastado la condena a los milicos, hacerlo cosa juzgada.
Porque –viéndonos ahora– aunque revisamos mucho, no aprendimos casi nada.
Porque se sigue pensando el país como una empresa: la lógica del dinero.
Porque se sigue mirando –desde el volante de un auto– cómo molestan los negros.
Porque se sigue creyendo que el otro, el pobre o distinto, seguro que algo habrá hecho.
Dejo, para otra ocasión, el vómito por la amnesia y el cinismo de los medios.
Dejo constancia de todo lo que me hierve la sangre, me hace ser mal agorero.
Dejo dicho, sin embargo, que siempre vale la pena recordar aquel tormento.
Dejo tirada en el piso la amargura y me preparo para el próximo entrevero.
Y dejo escrito el poema: como los muertos, no tiene fecha de vencimiento.
Puedo imitar, por ejemplo, las largas tiradas asonantes de Francisco Luis Bernárdez.
Puedo hacer, como María Elena Walsh, la pálida elegía de un otoño imperdonable.
Uno puede decir todo: incluso suponer que en ciertos casos, sería mejor callarse.
Uno mira el almanaque y se encuentra, en colorado, un fin de semana largo.
Uno siente que es regalo de un recuerdo deleznable: el veinticuatro de marzo.
Uno comprende que hoy, las heridas de la Historia cicatrizan descansando.
Ahora, pasados los años –como el Primero de Mayo–, la Dictadura es feriado.
Ahora que parece cierto que el nunca más nos entró, finalmente, en la cabeza.
Ahora que sobran los datos –nombres, juicios, apellidos– para contar la vergüenza.
Ahora que todos sabemos qué pasó, qué nos hicimos, en esos años de mierda.
Acaso llegó la hora de revisar entretelas, de hacer nuestras propias cuentas.
Acaso sirva pensar que al llegar la Dictadura, la mayoría la apoyaba.
Acaso haya que mirar –los más grandes, sobre todo– cada uno dónde estaba.
Acaso no haya bastado la condena a los milicos, hacerlo cosa juzgada.
Porque –viéndonos ahora– aunque revisamos mucho, no aprendimos casi nada.
Porque se sigue pensando el país como una empresa: la lógica del dinero.
Porque se sigue mirando –desde el volante de un auto– cómo molestan los negros.
Porque se sigue creyendo que el otro, el pobre o distinto, seguro que algo habrá hecho.
Dejo, para otra ocasión, el vómito por la amnesia y el cinismo de los medios.
Dejo constancia de todo lo que me hierve la sangre, me hace ser mal agorero.
Dejo dicho, sin embargo, que siempre vale la pena recordar aquel tormento.
Dejo tirada en el piso la amargura y me preparo para el próximo entrevero.
Y dejo escrito el poema: como los muertos, no tiene fecha de vencimiento.
El golpe y la memoria
Quién hubiera dicho que acabaríamos escribiendo sobre aquel golpe de Estado como de un acontecimiento lejano. Porque el ‘76 está acá nomás. Y sin embargo, tan lejos. Si parece cuento, ahora, que aquel 1976 fue el año del avión supersónico Concord y de las Olimpíadas de Montreal donde asombró al mundo una muchachita de Rumania (país comunista entonces) que se llamaba Nadia Comaneci.
Fue el año de la España de Adolfo Suárez, de la matanza en Soweto y el inicio del ocaso del apartheid sudafricano. El de la muerte de Mao y el fin de la Revolución Cultural china que devino madre del gigante actual. El año, también, en que Jimmy Carter sucedió a Richard Nixon.
Y el año en que murieron escritores fundamentales de mi generación: José Lezama Lima, André Malraux, Raymond Queneau, Agatha Christie, Dalton Trumbo y el mexicano José Revueltas.
En poco menos de tres meses de aquel aciago 1976, millones de argentinos y argentinas ya sabíamos que se venía la noche. Empezaba a gestarse una palabra símbolo de la época: “desaparecidos”. Y también empezaba la cuenta de lo que no se iba a olvidar jamás.
Aquel 24 de marzo del ‘76 ya está muy escrito, aunque quizá no suficientemente. Quién podría dar esa medida de suficiencia. Pero lo que nosotros, los de entonces, podemos y debemos hacer todavía es testimoniar lo que fue y ya no es: aquel gobierno ineficiente y genuflexo, las Tres A, el terror imperante y la violencia generalizada, incontenible.
Hoy sólo siguen vigentes algunas estupideces clasemediera y argentinamente eternas: “Cuanto peor, mejor”; o “esto no se aguanta más”.
Los que entonces éramos jóvenes, chicos y chicas como los que hay ahora y hubo siempre, en esencia sólo queríamos lo que siempre quieren los jóvenes: que el mundo en que viven sea mejor. Y también queríamos que la democracia en la Argentina no fuese el engaño condicionado que era entonces.
Han pasado 35 años –eso es por lo menos dos generaciones– y es cierto que todo se difumina en la memoria, pero no el dolor y el agravio. Por eso la memoria se sostiene, y ni se diga en nuestra sociedad donde tenemos pilares que cargan la memoria sobre sus espaldas, y sobre todo cuando no hay justicia, o tarda tanto, y no se puede perdonar porque no hay arrepentimiento. Si el dolor no tiene plazo de vencimiento, ¿por qué va a tenerlo el olvido?
La memoria no se rige por razones sino por emociones; la memoria no acepta reglas sino que es regla en sí misma. Es el único laberinto del que los humanos no sabemos salir. Por eso la mejor actitud es entrar y vivir allí. No mansamente sino activamente. Para que la memoria sea motor y no ancla. Para que sea maestra de vida futura y no temor a un pasado que paraliza.
Por eso hace 35 años, o más, que no hay olvido ni perdón. No puede haberlos porque el olvido es siempre razón de la mentira. Y los que proponen olvidos, aquí y dondequiera, como los que se “hartan” de la memoria, son unos mentirosos. Y si borran con el codo lo que alguna vez escribieron con la mano, son unos pobres mentirosos.
No está de más, me parece, decir esto en la actual circunstancia argentina. Después de todo, 35 años después del horror que se simboliza en esta fecha, sigue dependiendo de cada uno de nosotros el seguir forjando la esperanza.
Hacer memoria: un desafío educativo
A medida que el tiempo nos aleja del momento en el que ocurrieron los hechos, se hace más necesario –imprescindible– trabajar la memoria como una propuesta reflexiva que permita a la sociedad la construcción adecuada de una representación y de un imaginario sobre aquellos acontecimientos que consideramos significativos, trascendentes para la comunidad en la cual vivimos. Y esto debe hacerse de manera colectiva –porque nos referimos a hechos históricos que involucran e inciden en la experiencia también colectiva– y, al mismo tiempo, con la creatividad necesaria para que la narración de lo sucedido genere sentido en quienes no participaron de manera vivencial en los hechos relatados.
¿Qué significa para los jóvenes de hoy el recuerdo de la dictadura? O, dicho de otra manera: ¿Cómo transformar la memoria en aprendizaje colectivo, en densidad de saberes que cimienten la práctica política, social y cultural de los actores contemporáneos?
Cada año que transcurre desde el nefasto acontecimiento que instaló la dictadura militar en 1976, se convierte para quienes fuimos testigos y víctimas de aquel hecho en un desafío que, siendo político, se transforma en educativo. Porque hacer memoria es mucho más que narrar los hechos o transmitir las sensaciones que esos acontecimientos produjeron en quienes estuvieron involucrados en los mismos.
Los relatos están sujetos a la perspectiva de quien enuncia. Y para transformarse en aprendizaje requieren de un proceso de debate y apropiación colectiva. Las sensaciones son únicas, imposibles de transmitir. Pueden ser comprendidas, valoradas, pero nunca suscitarán en los nuevos actores vivencias similares a las experimentadas por los actores originales.
Recordar debe entenderse como la elaboración de una trama que permite recrear con otros, distintos y diversos en recorridos, en edad y en experiencias. Esa tarea de recreación tiene por finalidad configurar nuevas formas de relaciones en el presente, partiendo de la memoria pero dando lugar a un nuevo relato, que es resignificación del pasado en tensión con el presente. La memoria sólo está viva cuando se puede dialogar con otros sobre ella. Y ésta es la única manera de que haya sentido para las generaciones que no vivieron aquellos acontecimientos que estamos rememorando.
Este proceso es lo que nos convoca permanentemente a hacer de la memoria un desafío educativo que permita, a partir del diálogo con los más jóvenes, transformar la narración en acervo cultural, suma de criterios y valores para afrontar la cotidianidad presente. Abrir la ventana para asomarnos al pasado sólo tiene sentido si se apunta a generar acciones transformadoras en el presente, buscando nuevos horizontes y proyecciones hacia el futuro, organizando criterios de reflexión y acción a través de la apropiación colectiva de la historia.
Este desafío educativo requiere hoy también de la producción de bienes culturales que, con la misma creatividad, respondan a la estética y a la tecnología de la comunicación contemporánea. Documentar la memoria de lo ocurrido en la dictadura requiere hoy, como todo hecho cultural, incursionar con audacia y creatividad en diversidad de estilos y formas. De lo contrario se convertirá en un ejercicio estéril, inútil y carente de sentido para las generaciones que no vivieron ese momento.
Las espirales del tiempo
Hay determinadas fechas en las que es fácil advertir la curva del tiempo, quitarle la ilusión que tensa una línea y que pretende que haya atrás y adelante, hojas marcadas y hojas en blanco en un calendario que nunca se repite. El 24 de marzo es una de esas fechas. Hacia esa marca en el calendario se dirige marzo antes de dar su vuelta, con asfixia parecida los días previos, con algo de alivio cuando la noche se desarma, para mí, en una plaza llena de papeles, olor a choripán y una alegría discreta que da cuenta de lo necesarios que son ciertos abrazos, la falta que hace caminar con otros y con otras en el mismo sentido.
La curva de este año en la espiral del tiempo, ligeramente distinta a la del año anterior. Y a la del año anterior. Y al anterior. Este año, por ejemplo, mi familia es más numerosa que la última vez que marchamos juntos. Tal vez este año tenga que volver a insistir para que vengan todos, los niños, los adolescentes, las adultas. Que no nos venza la fobia, que no dejemos que otros lo hagan por nosotras. O tal vez no.
Entre la perseverancia por hacer profundo el mismo camino y esas ligeras variantes que permiten dar cuenta de que cada paso tiene su impronta y es necesario, así es como se construye la vida, una vida, esta vida.
No puedo recordar cada marzo de los últimos 35 por más que se insista en la palabra memoria. No puedo recordar siquiera a todos los compañeros y compañeras con quienes he caminado los días previos hacia el 24, y el 24 mismo hacia la Plaza, aunque hay algo de esa huella que siempre vuelve. Puedo recordar en cambio las veces que lloramos de impotencia, hace 15 años sin ir más lejos, porque lo que repetíamos entonces era un grito voluntarioso y convencido, pero tan duro de aferrar como una rama de cactus. No decíamos nada que ahora no suene a consigna, incluso repetida: decíamos Juicio y Castigo, decíamos que No Olvidábamos, decíamos que era imperioso recuperar a nuestros hermanos y hermanas apropiados. Eran 20 años del golpe y yo estaba bajo la bandera de H.I.J.O.S. Y ese llanto del que tengo memoria es apenas un detalle de un cuadro más generoso: el del consuelo de quienes hoy se convirtieron en mis hermanos y hermanas, el orgullo de poder ofrecer un brazo a las Madres de la Plaza para que se sostengan de nuestra rabia, la alegría de haber encontrado el lugar en el que queríamos estar en el mismo lugar en el que pretendían habernos dejado: ya no éramos huérfanos –aunque la orfandad sea como una manchita en el iris, la mirada suele fugarse por ahí– sino hijos e hijas de una historia que queríamos contar y que nos contaran de nuevo. Llorar, desde entonces, ya no es lo mismo, es algo más dulce, algo a lo que se vuelve como buscando agua fresca, algo que limpia.
Pero la manera en que transcurre marzo mantiene algo como una constante. Por largo tiempo creí, creímos, que lo único constante era la impunidad. Y aun así nunca dejamos de inventar, de buscar, de creer que lo imposible sólo se demora, pero no siempre se escabulle. La rabia se mantuvo intacta, el grito despierto, el dolor atento, la alegría lista para terminar un escrache bailando en la calle porque la calle así era nuestra. ¿Cómo escribir, a 35 años del golpe, sin apropiarme de un plural que me salvó de tantas maneras la vida? No hubiera podido sola. Todavía me acuerdo de cuánto asfixiaba marzo cuando no sabía con quién caminar. Y ahora, de pronto, ese plural se ha ensanchado. Lo que antes vociferábamos unos pocos, de pronto tiene lugar en la grilla escolar, en el discurso oficial, entre la gente, en el colectivo. En el jardín de mi hijo menor, los más grandes hacen trabajitos en los que aparece la bandera de H.I.J.O.S. ¿Se habrá moderado nuestra bronca, nuestro impulso, nuestra potencia? Puede ser, es lo de menos. No se agotan todas las luchas en una y no está mal desprenderse de algunas costras. La impunidad, puedo decirlo, ya no es la misma, aun cuando no sepa los nombres de los ejecutores de mi madre que quedó tendida en una vereda, cuando tenía, justo, 35 años. Pero puedo contar su historia. Puedo contarla frente a la ley, en un juzgado, buscando condenas. Pocas e insuficientes; condenas.
Hoy, marzo se acerca como siempre, dando cuenta de la curva del tiempo. Pero ya no hay que esperar a esta fecha para que se hable en los medios de la identidad de dos jóvenes criados en las entrañas del poder económico, probablemente apropiados, hija e hijo de padres y madres desaparecidos. De eso se habla. Y es un alivio. Es un alivio aunque la ausencia de Julio López nos haya marcado la cara con una cicatriz fresca y la muerte de Silvia Suppo, su homicidio, no permitan que la rabia ceda. Ni siquiera son los 35 años, el aniversario casi redondo, lo que habilita estas palabras tan íntimas y tan públicas. Es la escucha lo que ha cambiado. Y eso, estoy segura, lo hemos logrado a fuerza de gritos pelados y también gracias a la habilidad para bajar el tono cuando somos invitados e invitadas a hablar.
Este marzo, como todos, se acerca con su dosis de angustia. Y se desarmará después de una cantidad de abrazos necesarios en los alrededores de una Plaza con olor a choripán y esa particular electricidad que genera la acción, el dolor y la alegría compartida.
El golpe militar de 1976: 35 años después
Es importante, al cumplirse 35 años del golpe, continuar ejercitando la memoria. El olvido o la negación sólo servirían para facilitar la repetición de tan atroz experiencia. Recordar y actuar, pero sin limitarnos a las manifestaciones políticas del terrorismo de Estado y sus políticas de exterminio. Hay que llegar al cimiento sobre el cual éstas se construyeron: el proyecto neoliberal, que para prevalecer requiere de una dosis inaudita de violencia y de muerte. Gracias a la anulación de las leyes de punto final y obediencia debida algunos de los tenebrosos ejecutores del plan genocida están entre rejas, pero hasta ahora sus instigadores han logrado evadir la acción de la Justicia. Hoy, veintiocho años después de recuperada la democracia, ya no es mucho lo que se puede hacer teniendo en cuenta la edad de los principales responsables. Esta es una de las lecciones para recordar: se juzgó a los responsables del terrorismo de Estado, y en ese sentido es importante destacar que en esta materia la Argentina se ubica indiscutiblemente a la vanguardia en el plano internacional. Pero los instigadores y beneficiarios del terrorismo económico y sus cómplices, en los medios, en los partidos, los sindicatos, la Iglesia, la cultura y las universidades, han disfrutado, hasta ahora, de total impunidad. Se ha juzgado y condenado a quienes fueron su instrumento, pero dejando de lado el enjuiciamiento a quienes pusieron en marcha un plan que sabían muy bien sólo lograría imponerse mediante la más brutal violación de los derechos humanos. El proceso llevado a cabo en el caso de Papel Prensa es un avance, así como algunas causas en las cuales se ha involucrado a Martínez de Hoz; pero siendo importantes son insuficientes. Esta es una de las asignaturas pendientes que debe ser aprobada cuanto antes. Ojalá que la discusión suscitada por este luctuoso aniversario pueda servir para profundizar la investigación sobre los instigadores y cómplices antes de que sea demasiado tarde.
La experiencia internacional de países como Alemania, Italia, España y Portugal demuestra que los legados autoritarios no son de fácil o inmediata asimilación. Son procesos de largo plazo y, en nuestro caso, se impone averiguar cuáles son las herencias que ha dejado una experiencia tan traumática como la de la última dictadura militar. Es razonable suponer, por ejemplo, que algunos de los crímenes más estremecedores de los últimos tiempos como los asesinatos de Darío Santillán y Maximiliano Kosteki, del maestro Carlos Fuentealba, del joven Mariano Ferreyra, de los aborígenes qom en Formosa, o el de los ocupantes del Parque Indoamericano, amén de las desapariciones de Julio Jorge López y Luciano Arruga, son ecos luctuosos de aquel desgraciado período de nuestra historia. Otros legados, como la impunidad castrense, fueron metabolizados y superados, pero los absurdos privilegios de que goza la renta financiera, anclados en la Ley de Entidades Financieras de Martínez de Hoz, insólitamente vigente luego de tantos años, continúan ejerciendo su perniciosa influencia, al igual que la extranjerización de los principales sectores de la vida económica, la inequidad del régimen tributario y el despojo de las riquezas nacionales. Una herencia particularmente gravosa de aquel aciago período es la destrucción del Estado nacional, obra en la cual lo iniciado por la dictadura –recordar su consigna: “achicar el Estado es agrandar la nación”– adquirió inédita profundidad y ribetes escandalosos durante el decenio menemista. Los gobiernos sucesores sólo tímidamente emprendieron la urgente y necesaria tarea de reconstruir al Estado, misión imposible sin una reforma impositiva que asegure el adecuado financiamiento del aparato estatal. De ahí la paradoja, que no pasa inadvertida para nadie, de una economía que crece aceleradamente en convivencia con un Estado muy pobre que, por ejemplo, debe confiar en las declaraciones de los oligopolios petroleros o mineros para saber cuál es el monto o la cuantía de sus exportaciones, porque ni el Estado nacional ni los estados provinciales disponen de los recursos humanos y técnicos para dicha tarea; o que depende de otro país para imprimir el papel moneda que necesita su población. Acabar con este deplorable legado es una de las tareas más urgentes: sin un Estado reconstruido y dotado de los recursos que exigen sus múltiples y esenciales funciones, difícilmente la bonanza económica podrá traducirse en progreso social.
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