en campaña
Las ideologías y las ofertas electorales
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Por Manuel Mora Y Araujo | 16.04.2011 | 23:26
Mientras en el campo opositor las candidaturas van cobrando algún tenue grado de definición, el oficialismo avanza en línea recta con un enfoque claro. De acuerdo con ese enfoque, el oficialismo suma todo lo que le resulta posible, provenga de donde provenga, y se da el lujo de postergar la decisión de ungir a Cristina Fernández candidata a presidenta. En el campo opositor, gran parte de lo que sucede parece responder a una estrategia de restar antes que de sumar –aun cuando algunos dirigentes hablan de la conveniencia de conformar coaliciones, las conductas no están llevando a ellas; además, varios de los principales referentes de los espacios opositores explícitamente rechazan las alianzas transversales y reclaman coincidencias ideológicas que su electorado no les está pidiendo–. La estrategia electoral del oficialismo exhibe un fuerte pragmatismo; a la sombra de él, hay algún lugar para los grupos más ideológicos, pero no es un lugar central en la oferta electoral.
En el plano discursivo, el kirchnerismo se pretende ideológico; en los hechos, lo es en medida limitada. Esa dosis de ideologismo le permite al Gobierno nacional mantener en su coalición a grupos de la izquierda peronista que reivindican el accionar de esa izquierda en el pasado, y logra un posicionamiento internacional con el que el gobierno actual se siente cómodo –tal como ocurría con el gobierno de Néstor Kirchner–. Eso es todo lo que le aporta; y lo cierto es que no le cuesta demasiado: el grueso de sus votantes de las clases más bajas es indiferente a esa retórica y por lo tanto su efecto es neutro. La estrategia comunicacional del oficialismo no pone un acento excesivo en esos ingredientes ideológicos; de hecho, está diseñada para preservar los votos de abajo y a la vez captar tantos votos como sea posible de la clase media que tiende a no sintonizar con la retórica de izquierda. Es, por lo tanto, una estrategia cuyo eje no es la simbología ideológica. Cuando hace falta, la Presidenta emite señales explícitas de desautorización de mensajes demasiado ideologizados que salen de sus filas.
Los sectores opositores se diría que carecen de una estrategia electoral. Cada uno de los numerosos grupos sigue un camino propio centrado en sus respectivos dirigentes. La dirección de esos múltiples caminos está lejos de ser clara, de manera que la mayoría de los ciudadanos sólo registra movimientos sin destino comprensible; un día algunos de ellos dan señales de acercamiento para al día siguiente alejarse. Los cronogramas de pasos conducentes a definir candidaturas son difícilmente entendibles; cuando hay internas, el ciudadano común se pregunta por qué algunos dirigentes participan de ellas y otros no.
Lo ocurrido en la UCR es sintomático al respecto. Hace varios meses se observaba un movimiento definido hacia una reconstitución orgánica del partido y la integración de lo que había sido la diáspora disparada a partir de 1999. Eso prometía darle al radicalismo una ventaja competitiva valiosa: hubiera sido el único verdadero partido organizado nacionalmente en la Argentina de 2011. De pronto, todo eso explotó. Los sectores internos que parecen más fuertes en las bases duras del radicalismo (la cual, por lo demás, resultó aniquilada en la elección de 2003 y no parece haber crecido demasiado desde entonces) se apoyan en un discurso ideológico –como lo vienen haciendo desde hace décadas–. Otros grupos políticos opositores también lo hacen. Se sienten compelidos a definirse como ideológicamente cercanos al “socialismo”. Este fenómeno no es nuevo; tampoco lo es el hecho de que sus votantes no se sienten “socialistas” y, cuando los votan, es a pesar de eso y no por eso. Esa desconexión entre el ideologismo de los dirigentes y el pragmatismo de sus votantes es una de las causas de sus magros resultados electorales. Si hay dudas al respecto, el caso del laborismo inglés es ilustrativo: cuando su electorado se movió al “centro” y sus dirigentes siguieron atados a un discurso ideológico, el laborismo fue perdiendo votos progresivamente, hasta que surgió la renovación pragmática liderada por Tony Blair y cambió la historia.
Las ideologías pueden servir, a veces, para fundamentar decisiones de gobierno. Raramente sirven para conseguir votos. El voto en la Argentina se define por fenómenos de identificación y de representación política. El votante vota a quien siente que le está hablando a él; la mayoría de la gente no busca representantes por motivos ideológicos.
*Rector de la Universidad Torcuato Di Tella.
En el plano discursivo, el kirchnerismo se pretende ideológico; en los hechos, lo es en medida limitada. Esa dosis de ideologismo le permite al Gobierno nacional mantener en su coalición a grupos de la izquierda peronista que reivindican el accionar de esa izquierda en el pasado, y logra un posicionamiento internacional con el que el gobierno actual se siente cómodo –tal como ocurría con el gobierno de Néstor Kirchner–. Eso es todo lo que le aporta; y lo cierto es que no le cuesta demasiado: el grueso de sus votantes de las clases más bajas es indiferente a esa retórica y por lo tanto su efecto es neutro. La estrategia comunicacional del oficialismo no pone un acento excesivo en esos ingredientes ideológicos; de hecho, está diseñada para preservar los votos de abajo y a la vez captar tantos votos como sea posible de la clase media que tiende a no sintonizar con la retórica de izquierda. Es, por lo tanto, una estrategia cuyo eje no es la simbología ideológica. Cuando hace falta, la Presidenta emite señales explícitas de desautorización de mensajes demasiado ideologizados que salen de sus filas.
Los sectores opositores se diría que carecen de una estrategia electoral. Cada uno de los numerosos grupos sigue un camino propio centrado en sus respectivos dirigentes. La dirección de esos múltiples caminos está lejos de ser clara, de manera que la mayoría de los ciudadanos sólo registra movimientos sin destino comprensible; un día algunos de ellos dan señales de acercamiento para al día siguiente alejarse. Los cronogramas de pasos conducentes a definir candidaturas son difícilmente entendibles; cuando hay internas, el ciudadano común se pregunta por qué algunos dirigentes participan de ellas y otros no.
Lo ocurrido en la UCR es sintomático al respecto. Hace varios meses se observaba un movimiento definido hacia una reconstitución orgánica del partido y la integración de lo que había sido la diáspora disparada a partir de 1999. Eso prometía darle al radicalismo una ventaja competitiva valiosa: hubiera sido el único verdadero partido organizado nacionalmente en la Argentina de 2011. De pronto, todo eso explotó. Los sectores internos que parecen más fuertes en las bases duras del radicalismo (la cual, por lo demás, resultó aniquilada en la elección de 2003 y no parece haber crecido demasiado desde entonces) se apoyan en un discurso ideológico –como lo vienen haciendo desde hace décadas–. Otros grupos políticos opositores también lo hacen. Se sienten compelidos a definirse como ideológicamente cercanos al “socialismo”. Este fenómeno no es nuevo; tampoco lo es el hecho de que sus votantes no se sienten “socialistas” y, cuando los votan, es a pesar de eso y no por eso. Esa desconexión entre el ideologismo de los dirigentes y el pragmatismo de sus votantes es una de las causas de sus magros resultados electorales. Si hay dudas al respecto, el caso del laborismo inglés es ilustrativo: cuando su electorado se movió al “centro” y sus dirigentes siguieron atados a un discurso ideológico, el laborismo fue perdiendo votos progresivamente, hasta que surgió la renovación pragmática liderada por Tony Blair y cambió la historia.
Las ideologías pueden servir, a veces, para fundamentar decisiones de gobierno. Raramente sirven para conseguir votos. El voto en la Argentina se define por fenómenos de identificación y de representación política. El votante vota a quien siente que le está hablando a él; la mayoría de la gente no busca representantes por motivos ideológicos.
*Rector de la Universidad Torcuato Di Tella.
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