sábado, 30 de abril de 2011

Homenaje al maestro, algunos de sus textos en fragmentos

Ernesto Sábato nació en Rojas, provincia de Buenos Aires, en 1911. Hizo su doctorado en física y cursos de filosofía en la Universidad de La Plata. Trabajó luego en el Laboratorio Curie, en París, y abandonó definitivamente la ciencia en 1945 para dedicarse exclusivamente a la literatura. Ha escrito varios libros de ensayos sobre el hombre en la crisis de nuestro tiempo y sobre el sentido de la actividad literaria -El escritor y sus fantasmas (1963), Apologías y rechazos (1979)-, y tres novelas: El túnel (1948), Sobre héroes y tumbas (1961), y Abbadón el exterminador (1974).
Dice Sábato: "Puede parecer un acto de horrible esnobismo que tres crisis fundamentales de mi vida se sucedieran en París, pero efectivamente así fue. La primera se produjo en el invierno de 1935, cuando yo era un muchacho de 24 años. Desee 1930 milité en la Juventud Comunista, cuando la dictadura del general Uriburu. Abandoné estudios, familia y mis comodidades burguesas. Viví con nombre supuesto en La Plata, en cuyos suburbios estaban los dos frigoríficos más grandes del país, donde se explotaba despiadadamente a toda clase de inmigrantes, que vivían amontonados en tugurios de zinc, rodeados de pantanos de aguas podridas. Repartíamos manifiestos, participábamos de la organización de huelgas. Hacia 1933 fue ya secretario de la Juventud Comunista, cuando habían empezado mis dudas sobre el estalinismo, y entonces resolvieron mandarme a las Escuelas Leninistas de Moscú, a purificarme. Si hubiese ido, no habría vuelto jamás vivo. Tenía que pasar previamente por Bruselas, por un congreso contra el fascismo y allí supe con horrendos detalles de los "procesos" de Moscú. Me escapé a París, viví un invierno muy duro en la piecita de un compañero disidente, mientras el partido me buscaba. Logré volver a la Plata, donde proseguí mi carrera en física-metemática. Cuando terminé mi dieron una bourse para trabajar en el laboratorio Curie, donde trabajé durante casi un año y, allí en París, asistí a la ruptura del átomo de uranio, que se disputaban tres laboratorios: ganó la "carrera" un alemán. Pensé que era el comienzo del Apocalipsis. Viví en una confusión horrible, mientras escribía mi primera novela y cometí la infamia de dejar que Matilde se volviera a la Argentina con nuestro primer hijo, de pocos meses, mientras yo tenía una amante rusa. La tercera crisis fue consecuencia de todo esto, y de mi vínculo con los surrealistas: Domínguez, Matta, Wifredo Lam y otros. En otro día de invierno fuimos con Domínguez, a la tarde, al Marché aux Puces y volvimos después en el Metro hasta Montparnasse, donde tenía su estudio Domínguez. En la calle, ya era de noche, en un especie de nevisca, Domínguez se detuvo y me dijo:"¿Qué te parece si esta noche nos suicidamos juntos ?" No era una broma, era muy propenso, como lo probó años después. Yo me negué, aunque también me atraía el suicidio: me salvó mi instinto, y aquí estoy, junto a la Matilde de todos los tiempos, una de esas "mujeres fuertes de la Biblia", que está muriendo, en medio del dolor más profundo de mi vida, en el final de una existencia muy compleja." (Ernesto Sábato, 24 de enero de 1995)
III. Informe sobre ciegos (parte I)
¿Cuándo empezó esto que ahora va a terminar con mi asesinato? Esta feroz lucidez que ahora tengo es como un faro y puedo aprovechar un intesísismo haz hacia vastas regiones de mi memoria: veo caras, ratas en un granero, calles de Buenos Aires o Argel, prostitutas y marineros; muevo el haz y veo cosas más lejanas: una fuente en la estancia, una bochornosa siesta, pájaros y ojos que pincho con un clavo. Tal vez ahí, pero quién sabe: puede ser mucho más atrás, en épocas que ahora no recuerdo, en períodos remotísimos de mi primera infancia. No sé. ¿Qué importa, además?
Recuerdo perfectamente, en cambio, los comienzos de mi investigación sistemática (la otra, la incosciente, acaso la más profunda, ¿cómo puedo saberlo?). Fue un día de verano del año 1947, al pasar frente a la Plaza de Mayo, por la calle San Martín, en la vereda de la Municipalidad. Yo venía bastante abstraído, cuando de pronto oí una campanilla, una campanilla como de alguien que quisiera despertarme de un sueño milenario. Yo caminaba, mientras oía la campanilla que intentaba penetrar en los estratos más profundos de mi conciencia: la oía pero no la escuchaba. Hasta que de pronto aquel sonido tenue pero penetrante y obsesivo pareció tocar alguna zona sensible de mi yo, alguno de esos lugares en que la piel del yo es finísima y de sensibilidad anormal: y desperté sobresaltado, como ante un peligro repentino y perverso, como si en la oscuridad hubiese tocado con mis manos la piel helada de un reptil. Delante de mí, enigmática y dura, observándome con toda su cara, vi a la ciega que vende allí baratijas. Había cesado de tocar su campanilla; como si sólo la hubiese movido para mí, para despertarme de mi insensato sueño, para advertir que mi existencia anterior había terminado como una estúpida etapa preparatoria, y que ahora debía enfrentarme con la realidad. Inmóvil, con su rostro abstracto dirigido hacia mí, y yo paralizado como por una aparición infernal pero frígida, quedamos así durante esos instantes que no forman parte del tiempo si no que dan acceso a la eternidad. Y luego, cuando mi conciencia volvió a entrar en el torrente del tiempo, salí huyendo.
De ese modo empezó la etapa final de mi existencia.
Comprendí a partir de aquel día que no era posible dejar transcurrir un solo instante más y que debía iniciar ya mismo la exploración de aquel universo tenebroso.
Pasaron varios meses, hasta que en un día de aquel otoño se produjo el segundo encuentro decisivo. Yo estaba en plena investigación, pero mi trabajo estaba retrasado por una inexplicable abulia, que ahora pienso era seguramente una forma falaz del pavor a lo desconocido.
Vigilaba y estudiaba los ciegos, sin embargo.
Me había preocupado siempre y en varias ocasiones tuve discusiones sobre su origen, jerarquía, manera de vivir y condición zoológica. Apenas comenzaba por aquel entonces a esbozar mi hipótesis de la piel fría y ya había sido insultado por carta y de viva voz por miembros de las sociedades vinculadas con el mundo de los ciegos. Y con esa eficacia, rapidez y misteriosa información que siempre tienen las logias y sectas secretas; esas logias y sectas que están invisiblemente difundidas entre los hombres y que, sin que uno lo sepa y ni siquiera llegue a sospecharlo, nos vigilan permanentemente, nos persiguen, deciden nuestro destino, nuestro fracaso y hasta nuestra muerte. Cosa que en grado sumo pasa con la secta de los ciegos, que, para mayor desgracia de los inadvertidos, tienen a su servicio hombres y mujeres normales: en parte engañados por la Organización; en parte, como consecuencia de una propaganda sensiblera y demagógica; y, en fin, en buena medida, por temor a los castigos físicos y metafísicos que se murmura reciben los que se atreven a indagar en sus secretos. Castigos que, dicho sea de paso, tuve por aquel entonces la impresión de haber recibido ya parcialmente y la convicción de que los seguiría recibiendo, en forma cada vez más espantosa y sutil; lo que, sin duda a causa de mi orgullo, no tuvo otro resultado que acentuar mi indignación y mi propósito de llevar mis investigaciones hasta las últimas consecuencias.
Si fuera un poco más necio podría acaso jactarme de haber confirmado con esas investigaiones la hipótesis que desde muchacho imaginé sobre el mundo de los ciegos, ya que fueron las pesadillas y alucinaciones de mi infancia las que me trajeron la primera revelación. Luego, a medida que fui creciendo, fue acentuándose mi prevención contra esos usurpadores, especie de chantajistas morales que, cosa natural, abundan en los subterráneos, por esa condición que los emparenta con los animales de sangre fría y piel resbaladiza que habitan en cuevas, cavernas, sótanos, viejos pasadizos, caños de desagües, alcantarillas, pozos ciegos, grietas profundas, minas abandonadas con silenciosas filtraciones de agua; y algunos, los más poderosos, en enormes cuevas subterráneas, a veces a centerares de metros de profundidad, como se puede deducir de informes equívocos y reticentes de espeleólogos y buscadores de tesoros; lo suficiente claros, sin embargo, para quienes conocen las amenazas que pesan sobre los que intentan violar el gran secreto.
Antes, cuando era más joven y menos desconfiado, aunque estaba convencido de mi teoría, me resistía a verificarla y hasta a enunciarla, porque esos prejuicios sentimentales que son la demagogia de las emociones me impedían atravesar las defensas levantadas por la secta, tanto más impenetrables como más sutiles e invisibles, hechas de consignas aprendidas en las escuelas y los periódicos, respetadas por el gobierno y la policía, propagadas por las instituciones de beneficencia, las señoras y los maestros. Defensas que impiden llegar hasta esos tenebrosos suburbios donde los lugares comunes empiezan a ralearse más y más, y en los que empieza a sospecharse la verdad.
Muchos años tuvieron que transcurrir para que pudiera sobrepasar las defensas exteriores. Y así, paulatinamente, con una fuerza tan grande y paradojal como la que en las pesadillas nos hacen marchar hacia el horror, fui penetrando en las regiones prohibidas donde empieza a reinar la oscuridad metafísica, vislumbrando aquí y allá, al comienzo indistintamente, como fugitivos y equívocos fantasmas, luego con mayor y aterradora precisión, todo un mundo de seres abominables.
Ya contaré cómo alcancé ese pavoroso privilegio y cómo después de años de búsqueda y de amenazas pude entrar en el recinto donde se agita una multitud de seres, de los cuales los ciegos comunes son apenas su manifestación menos impresionante

I. El dragón y la princesa (parte IX)
--Aquí es --dijo.
Se sentía el intenso perfume a jazmín del país. La verja era muy vieja y estaba a medias cubierta con una glicina. La puerta, herrumbrada, se movía dificultosamente, con chirridos.
En medio de la oscuridad, brillaban los charcos de la reciente lluvia. Se veía una habitación iluminada, pero el silencio correspondía más bien a una casa sin habitaciones. Bordearon un jardín abandonado, cubierto de yuyos, por una veredita que había al costado de un galería lateral, sostenida por las columnas de hierro. La casa era viejísima, sus ventanas daban a la galería y aún conservaban sus rejas coloniales; las grandes baldosas eran seguramente de aquel tiempo, pues se sentían hundidas, gastadas y rotas.
Se oyó un clarinete: una frase sin estructura musical, lánguida, desarticulada y obsesiva.
-- ¿Y eso? --preguntó Martin.
-- El tío Bebe --explicó Alejandra--, el loco.
Atravesaron un estrecho pasillo entre árboles muy viejos (Martín sentía ahora un intenso perfume de magnolia) y siguieron por un sendero de ladrillos que terminaba en una escalera de caracol.
-- Ahora, ojo. Seguime despacito.
Martín tropezó con algo: un tacho o un cajón.
-- ¡No te dije que andés con ojo! Esperá.
Se detuvo y encendió un fósforo, que protegió con una mano y que acercó a Martín.
-- Pero Alejandra, ¿no hay lámpara por ahí? Digo... algo... en el patio...
Oyó la risa seca y maligna.
-- ¡Lámparas! Vení, colocá tus manos en mis caderas y seguime.
-- Esto es muy bueno para ciegos.
Sintió que Alejandra se detenía como paralizada por una descarga eléctrica.
-- ¿Qué te pasa, Alejandra? --preguntó Martín, alarmado.
-- Nada --respondió con sequedad--, pero haceme el favor de no hablarme nunca de ciegos.
Martín volvió a poner sus manos sobre las caderas y la siguió en medio de la oscuridad. Mientras subían lentamente, con muchas precauciones, la escalera metálica, rota en muchas partes y vacilante en otras por la herrumbre, sentía bajo sus manos, por primera vez, el cuerpo de Alejandra, tan cercano y a la vez remoto y misterioso. Algo, un estremecimiento, una vacilación, expresaron aquella sensación sutil, y entonces ella preguntó qué pasaba y él respodió, con tristeza, "nada". Y cuando llegaron a lo alto, mientras Alejandra intentaba abrir una dificultosa cerradura, dijo "esto es el antiguo Mirador".
-- ¿Mirador?
-- Sí, por aquí no había más que quintas a comienzos del siglo pasado. Aquí venían a pasar los fines de semana los Olmos, los Acevedo...
Se rió.
-- En la época en que los Olmos no eran unos muertos de hambre... y unos locos...
-- ¿Los Acevedo? --preguntó Martín--. ¿Qué Acevedos? ¿El que fue vicepresidente?
-- Sí, esos.
Por fin, con grandes esfuerzos, logró abrir la vieja puerta. Levantó su mano y encendió la luz.
-- Bueno --dijo Martín--, por lo menos acá hay una lámpara. Creí que en esta casa sólo se alumbraban con velas.
-- Oh, no te vayas a creer. Abuelo Pancho no usa más que quinqués. Dice que la electricidad es mala para la vista.
Martín recorrió con su mirada la pieza como si recorriera parte del alma desconocida de Alejandra. El techo no tenía cielo raso y se veían los grandes tirantes de madera. Había una cama turca recubierta con un poncho y un conjunto de muebles que parecían sacados de un remate: de diferentes épocas y estilos, pero todos rotosos y a punto de derrumbarse.
-- Vení, mejor sentate sobre la cama. Acá las sillas son peligrosas.
Sobre una pared había un espejo, casi opaco, del tiempo veneciano, con una pintura en la parte superior. Había también restos de una cómoda y un bargueño. Había también un grabado o litografía mantenido con cuatro chinches en sus puntas.
Alejandra prendió un calentador de alcohol y se puso a hacer café. Mientras se calentaba el agua puso un disco.
-- Escuchá --dijo, abstrayéndose y mirando al techo, mientras chupaba su cigarrillo.
Se oyó una música patética y tumultuosa.
Luego, bruscamente, quitó el disco.
-- Bah --dijo--, ahora no la puedo oír.
Siguió preparando el café.
-- Cuando lo estrenaron, Brahms mismo tocaba el piano. ¿Sabés lo que pasó?
-- No.
-- Lo silbaron. ¿Te das cuenta lo que es la humanidad?
-- Bueno, quizá...
-- ¡Cómo quizá! --gritó Alejandra--, ¿acaso creés que la humanidad no es una pura chanchada?
-- Pero este músico también es la humanidad...
-- Mirá, Martín --comentó mientras echaba el café en la taza-- ésos son los que sufren por el resto. Y el resto son nada más que hinchapelotas, hijos de puta o cretinos, ¿sabés?.
Trajo el café.
Se sentó en el borde de la cama y se quedó pensativa. Luego volvió a poner el disco un minuto.
-- Oí, oí lo que es esto.
Nuevamente se oyeron los compases del primer movimiento.
-- ¿Te das cuenta, Martín, la cantidad de sufrimiento que ha tenido que producirse en el mundo para que haya hecho música así?
Mientras quitaba el disco, comentó:
-- Bárbaro.
Se quedó pensativa, terminando su café. Luego puso el pocillo en el suelo.
En el silencio, de pronto, a través de la ventana abierta, se oyó el clarinete, como si un chico trazase garabatos sobre un papel.
-- ¿Dijiste que está loco?
-- ¿No te das cuenta? Ésta es una familia de locos. ¿Vos sabés quién vivió en ese altillo, durante ochenta años? La niña Escolástica. Vos sabés que antes se estilaba tener algún loco encerrado en alguna pieza del fondo. El Bebe es más bien un loco manso, una especie de opa, y de todos modos nadie puede hacer mal con el clarinete. Escolástica también era una loca mansa. ¿Sabés lo que le pasó? Vení. --Se levantó y fue hasta la litografía que estaba en la pared con cuatro chinches.-- Mirá: son los restos de la legión de Lavalle, en la quebrada de Humahuaca. En ese tordillo va el cuerpo del general. Ése es el coronel Pedernera. El de al lado es Pedro Echagüe. Y ese otro barbudo, a la derecha, es el coronel Acevedo. Bonifacio Acevedo, el tío del abuelo Pancho. A Pancho le decimos abuelo, pero en realidad es bisabuelo.
Siguió mirando.
-- Ese otro es el alférez Celedonio Olmos, el padre de abuelo Pancho, es decir mi tatarabuelo. Bonifacio se tuvo que escapar a Montevideo. Allá se casó con una uruguaya, una oriental, como dice el abuelo, una muchacha que se llamaba Encarnación Flores, y allá nació Escolástica. Mirá qué nombre. Antes de nacer, Bonifacio se unió a la legión y nunca vió a la chica, porque la campaña duró dos años y de ahí, de Humahuaca, pasaron a Bolivia, donde estuvo varios años; también en Chile estuvo un tiempo. En el 52, a comienzos del 52, después de trece años de no ver a su mujer, que vivía aquí en esta quinta, el comandante Bonifacio Acevedo, que estaba en Chile, con otros exiliados, no dió más de tristeza y se vino a Buenos Aires, disfrazado de arriero: se decía que Rosas iba a caer de un momento a otro, que Urquiza entraría a sangre y fuego en Buenos Aires. Pero él no quiso esperar y se largó. Lo denunció alguien, seguro, si no no se explica. Llegó a Buenos Aires y lo pescó la Mazorca. Lo degollaron y pasaron frente a casa, golpearon en la ventana y cuando abrieron tiraron la cabeza a la sala. Encarnación se murió de la impresión y Escolástica se volvió loca. ¡A los pocos días Urquiza entraba en Buenos Aires! Tenés que tener en cuenta que Escolástica se había criado sintiendo hablar de su padre y mirando su retrato.
De un cajón de la cómoda sacó una miniatura, en colores.
-- Cuando era teniente de coraceros, en la campaña del Brasil.
Su brillante uniforme, su juventud, su gracia, contrastaban con la figura barbuda y destrozada de la vieja litografía.
-- La Mazorca estaba enardecida por el pronunciamiento de Urquiza. ¿Sabés lo que hizo Escolástica? La madre se desmayó, pero ella se apoderó de la cabeza de su padre y corrió hasta aquí. Aquí se encerró con la cabeza del padre desde aquel año hasta su muerte, en 1932.
-- ¡En 1932!
-- Sí, en 1932. Vivió ochenta años, aquí, encerrada con su cabeza. Aquí había que traerle la comida y sacarle todos los desperdicios. Nunca salió ni quiso salir. Otra cosa: con esa astucia que tienen los locos, había escondido la cabeza de su padre, de modo que nadie nunca la pudo sacar. Claro, la habrían podido encontrar de haberse hecho una búsqueda, pero ella se ponía frenética y no había forma de engañarla. "Tengo que sacar algo de la cómoda", le decían. Pero no había nada que hacer. Y nadie nunca pudo sacar nada de la cómoda, ni del bargueño, ni de la petaca esa. Y hasta que murió en 1932, todo quedó como había estado en 1852. ¿Lo creés?
-- Parece imposible.
-- Es rigurosamente histórico. Yo también pregunté muchas veces, ¿cómo comía? ¿Cómo limpiaban la pieza? Le llevaban la comida y lograban mantener un mínimo de limpieza. Escolástica era una loca mansa e incluso hablaba normalmente sobre casi todo, excepto sobre su padre y sobre la cabeza. Durante los ochenta años que estuvo encerrada nunca, por ejemplo, habló de su padre como si hubiese muerto. Hablaba en presente, quiero decir, como si estuviese en 1852 y como si tuviera doce años y como si su padre estuviese en Chile y fuese a venir de un momento a otro. Era una vieja tranquila. Pero su vida y hasta su lenguaje se habían detenido en 1852 y como si Rosas estuviera todavía en el poder. "Cuando ese hombre caiga", decía señalando con su cabeza hacia afuera, hacia donde había tranvías eléctricos y gobernaba Yrigoyen. Parece que su realidad tenía grandes regiones huecas o quizá como encerradas también con llave, y daba rodeos astutos como los de un chico para evitar hablar de esas cosas, como si no hablando de ellas no existiesen y por lo tanto tampoco existiese la muerte de su padre. Había abolido todo lo que estaba unido al degüello de Bonifacio Acevedo.
-- ¿Y qué pasó con la cabeza?
-- En 1932 murió Escolástica y por fin pudieron revisar la cómoda y la petaca del comandante. Estaba envuelta en trapos (parece que la vieja la sacaba todas las noches y la colocaba sobre el bargueño y se pasaba las horas mirándola o quizá dormía con la cabeza allí, como un florero). Estaba momificada y achicada, claro. Y así ha permanecido.
-- ¿Cómo?
-- Y por supuesto, ¿qué querés que se hiciera con la cabeza? ¿Qué se hace con una cabeza en semejante situación?
-- Bueno, no sé. Toda esta historia es tan absurda, no sé.
-- Y sobre todo tené presente lo que es mi familia, quiero decir los Olmos, no los Acevedo.
-- ¿Qué es tu familia?
-- ¿Todavía necesitás preguntarlo? ¿No lo oís al tío Bebe tocando el clarinete? ¿No ves dónde vivimos? Decíme, ¿sabés de alguien que tenga apellido en este país y que viva en Barracas, entre conventillos y fábricas? Comprenderás que con la cabeza no podía pasar nada normal, aparte de que nada de lo que pase con una cabeza sin el cuerpo correspondiente puede ser normal.
-- ¿Y entonces?
-- Pues muy simple: la cabeza quedó en casa.
Martín se sobresaltó.
-- ¿Qué, te impresiona? ¿Qué otra cosa se podía hacer? ¿Hacer un cajoncito y un entierro chiquito para la cabeza?
Martín se rió nerviosamente, pero Alejandra permanecía seria.
-- ¿Y dónde la tienen?
-- La tiene el abuelo Pancho, abajo, en una caja de sombreros. ¿Querés verla?
-- ¡Por amor de Dios! --exclamó Martín.
-- ¿Qué tiene? Es una hermosa cabeza, y te diré que me hace bien verla de vez en cuando, en medio de tanta basura. Aquéllos al menos eran hombres de verdad y se jugaban la vida por lo que creían. Te doy el dato que casi toda mi familia ha sido unitaria o lomos negros, pero que ni Fernando ni yo lo somos.
-- ¿Fernando? ¿Quién es Fernando?
Alejandra se quedó repentinamente callada, como si hubiese dicho algo de más.
Martín se quedó sorprendido. Tuvo la sensación de que Alejandra había dicho algo involuntario. Se había levantado, había ido hasta la mesita donde tenía el calentador y había puesto agua a calentar, mientras encendía un cigarrillo. Luego se asomó a la ventana.
-- Vení --dijo, saliendo.
Martín la siguió. La noche era intensa y luminosa. Alejandra caminó por la terraza hacia la parte de adelante y luego se apoyó en la balaustrada.
-- Antes --dijo-- se veía desde aquí la llegada de los barcos al Riachuelo.
-- Y ahora, ¿quién vive aquí?
-- ¿Aquí? Bueno, de la quinta no queda casi nada. Antes era una manzana. Después empezaron a vender. Ahí están esa fábrica y esos galpones, todo eso pertenecía a la quinta. De aquí, de este otro lado hay conventillos. Toda la parte de atrás de la casa también se vendió. Y esto que queda está todo hipotecado y en cualquier momento lo rematan.
-- ¿Y no te da pena?
Alejandra se encogió de hombros.
-- No sé, tal vez lo siento por el Abuelo. Vive en el pasado, y se va a morir sin entender lo que ha sucedido en este país. ¿Sabés lo que pasa con el viejo? Pasa que no sabe lo que es la porquería, ¿entendés? Y ahora no tiene ni tiempo ni talento para llegar a saberlo. No sé si es mejor o es peor. La otra vez nos iban poner bando de remate y tuve que ir a verlo a Molinari para que arreglara el asunto.
-- ¿Molinari?
Martín volvía a oír ese nombre por segunda vez.
-- Sí, una especie de animal mitológico. Como si un chancho dirigiese una sociedad anónima.
Martín la miró y Alejandra añadió, sonriendo:
-- Tenemos cierto género de vinculación. Te imaginás que si ponen la bandera de remate el viejo se muere.
-- ¿Tu padre?
-- Pero no, hombre: el abuelo.
-- ¿Y tu padre no se preocupa del problema?
Alejandra lo miró con una expresión que podría ser la mueca de un explorador a quien se le pregunta si en el Amazonas está muy desarrollada la industria automovilística.
-- Tu padre --insistió Martín, de puro tímido que era, porque precisamente sentía que había dicho un disparate (aunque no sabía por qué) y que era mejor no insistir.
-- Mi padre nunca está aquí --se limitó a aclarar Alejandra, con una voz que era distinta.
Martín, como los que aprenden a andar en bicicleta y tienen que seguir adelante para no caerse y que, gran misterio, terminan siempre por irse contra un árbol o cualquier otro obstáculo, preguntó:
-- ¿Vive en otra parte?
-- ¡Te acabo de decir que no vive acá!
Martín enrojeció.
Alejandra fue hacia el otro extremo de la terraza y permaneció allá un buen tiempo. Luego volvió y se acodó sobre la balaustrada, cerca de Martín.
-- Mi madre murió cuando yo tenía cinco años. Y cuando tuve once lo encontré a mi padre aquí con una mujer. Pero ahora pienso que vivía con ella mucho antes que mi madre muriese.
Con una risa que se parecía a una risa normal como un criminal jorobado puede parecerse a un hombre sano agregó:
-- En la misma cama donde yo duermo ahora.
Encendió un cigarrillo y a la luz del encendedor Martín pudo ver que en su cara quedaban restos de la risa anterior, el cadáver maloliente del jorobado.
Luego, en la oscuridad, veía como el cigarrillo de Alejandra se encendía con las profundas aspiraciones que ella hacía: fumaba, chupaba el cigarrillo con una avidez ansiosa y concentrada.
-- Entonces me escapé de mi casa --dijo.

II. Los rostros invisibles (parte V)
"Tal vez a nuestra muerte el alma emigre", se repetía Martín mientras caminaba. ¿De dónde venía el alma de Alejandra? Parecía sin edad, parecía venir desde el fondo del tiempo. "Su turbia condición de feto, su fama de prostituta o pitonisa, sus remotas soledades."
El viejo estaba sentado a la puerta del conventillo, sobre su sillita de paja. Mantenía su bastón de palo nudoso, y la galerita verdosa y raída contrastaba con su camiseta de frisa.
-- Salud, viejo --dijo Tito.
Entraron, en medio de chicos, gatos, perros y gallinas. De la pieza, Tito sacó otras dos sillitas.
-- Tomá --le dijo a Martín--, llevala, que en seguida voy con el mate.
El muchacho llevó las sillas, las puso al lado del viejo, se sentó con timidez y esperó.
-- Eh, sí... --murmuró el cochero--, así con la cosa...
¿Qué cosa?, se preguntó Martín.
-- Eh, sí... --repitió el viejo, meneando la cabeza, como si asintiera a un interlocutor invisible.
Y de pronto, dijo:
-- Yo era chiquito como ése que tiene la pelota y mi padre cantaba.

Quando la tromba sonaba alarma
co Garibaldi doviamo partí.
Se rió, asintió varias veces con la cabeza y repitió "eh, sí..."
La pelota vino hacia ellos y casi le pega al viejo. Don Francisco amenazó distraídamente con el bastón nudoso, mientras los chicos llegaban corriendo, recogían la pelota y se retiraban haciéndole morisquetas.
Y luego de un instante, dijo:
-- Andávamo arriba la mondaña con lo chico de Cafaredda e ne sentábamo mirando al mare. Comíamos castaña asada... ¡Quiddo mare azule!
Tito llegó con el mate y la pava.
-- Ya te está hablando del paese, seguro. ¡Eh, viejo, no lo canse al pibe con todo eso bolazo! --mientras le guiñaba un ojo a Martín, sonriendo con picardía.
El viejo negó, meneando la cabeza, mirando hacia aquella región remota y perdida.
Tito se sonreía con benévola ironía mientras cebaba mate. Luego, como si el padre no existiera (seguramente ni oía), le explicó a Martín:
-- Sabé, él se pasa el día pensando al pueblo que nació.
Se volvió hacia el padre, lo sacudió un poco del brazo como para despertarlo, y le preguntó:
-- ¡Eh, viejo! ¿Le gustaría ver aquello de nuevo? ¿Antes de morir?
El viejo respondió asintiendo con la cabeza varias veces, siempre mirando a lo lejos.
-- Si tendría de cuelli poqui soldi, ¿se iría en Italia?
El viejo volvió a asentir.
-- Si podería ir aunque má no sería que por un minuto, viejo, nada má que por un minuto, aunque despué tendría que morirse, ¿le gustaría, viejo?
El viejo movió la cabeza con desaliento, como diciendo "para qué imaginar tantas cosas maravillosas".
Y como quien ha hecho la prueba de alguna verdad, Tito miró a Martín, y le comentó:
-- ¿No te decía, pibe?
Y se quedó pensando mientras le alcanzaba el mate a Martín. Al cabo de un momento, agregó:
-- Pensar que hay gente podrida en plata. Sin ir má lejo, el viejo vino a l'América con un amigo que se llamaba Palmieri. Lo do con una mano atrá y otra adelante, como quien dice. ¿Sentiste hablar del doctor Palmieri?
-- ¿El cirujano?
-- Sí, el cirujano. Y también el que era diputado radical. Bueno, son hijo de aquel amigo que vino con el viejo. Como te decía, cuando llegaron a Bueno Saire corrían la liebre junto. Trabajaron de todo: peón de patio, empedraron calle, qué se yo. Al viejo, aquí lo tené. El otro amarrocó guita para tirar p'arriba. Y si t'e visto no me acuerdo. Una ve, cuando todavía vivía la finada mi madre y cuando al Tino lo metieron preso por anarquista, la vieja tanto embromó que el viejo fue a verlo al diputado. ¿Queré creer que l'hizo esperar tre hora a la amansadora y después le mandó decir que fuera al otro día? Cuando vino en casa yo le dije: viejo, si vuelve de ese canalla yo no soy má su hijo.
Estaba indignado. Se arregló la corbata raída y luego agregó:
-- Así e l'América, pibe. Haceme caso: hay que ser duro como yo. No mirar ni atrá ni a lo costado. Y si hay que cafishiar a la vieja, cafishiala. Si no, buena noche.
Amenazó a los chicos y después masculló, con resentimiento: están cortado por la misma tijera: radicale, orejudo, socialista. Tenía razón el Tino cuando decía la humanidá tiene que ser ácrata. Te soy sincero: yo no votaría nunca si no sería que tengo que votar por lo conservadore.
Martín lo miró con sorpresa.
-- ¿Te llama la atención? Y sin embargo e la pura verdá. Qué le vamo a hacer.
-- ¿Pero, por qué?
-- Eh, pibe, siempre hay un por qué a toda la cosa, como decía el finado Zanetta. Siempre hay un misterio.
Sorbió el mate.
Durante un buen rato se mantuvo callado, casi melancólico.
-- Mi viejo lo llevaba a don Olegario Souto, que era un caudillo conserva de Barracas al Norte. Y una de las hijas de don Olegario se llamaba María Elena. Era rubia y parecía un sueño.
Sonrió en silencio, con turbación.
-- Pero imaginate, pibe... eran gente rica... y yo, ademá... con este escracho...
-- ¿Y cuándo fue todo eso? --preguntó Martín, admirado.
-- Y, te estoy hablando del año quince, un año antes de la subida del Peludo.
-- Y ella, ¿qué pasó después?
-- ¿Ella? Y... qué va a pasar.. se casó... un día se casó... Me acuerdo como si sería hoy. El 23 de mayo de 1924.
Se quedó cavilando.
-- ¿Y por eso vota siempre a los conservadores?
-- Así e, pibe. Ya ve que todo tiene su esplicación. Hace má de treinta año que voto por eso malandrine. Qué se va a hacer.
Martín se quedó mirándolo con admiración.
-- Eh, sí... --murmuró el viejo--. A Natale lo decábano bacare.
Tito le guiñó un ojo a Martín.
-- ¿A quién, viejo?
-- Lo briganti.
-- ¿Viste? Siempre la misma cosa. ¿Pa qué lo dejaban bajar, viejo?
-- Per andare a la santa misa. Due hore.
Asintió con la cabeza, mirando a lo lejos.
-- Eh, sí... La notte de Natale. I fusilli tocábano la zambuña.
-- ¿Y qué cantaban lo fusilli, viejo?
-- Cantábano

La notte de Natale
e una festa principale
que nascio nostro Signore
a una povera mangiatura.
-- ¿Y había mucha nieve, viejo?
-- Eh, sí...
Y se quedó meditando en aquella tierra fabulosa. Y Tito le sonrió a Martín con una mirada en que estaban mezcladas la ironía, la pena, el escepticismo y el pudor.
-- ¿No te dije? Siempre la misma historia.

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