miércoles, 13 de abril de 2011

LA VENTANA › MEDIOS Y COMUNICACION
Cámara oculta y juego sucio
Para Martín Becerra, el uso de la cámara oculta expresa la modificación de las rutinas productivas audiovisuales, resignando profundidad analítica y genera un efecto disciplinador también entre las audiencias.
Final del formulario
 Por Martín Becerra *
La propagación de un video grabado con cámara oculta al delegado gremial de la empresa Artes Gráficas Rioplatenses (AGR, Grupo Clarín) reactiva el debate sobre el uso y difusión de grabaciones realizadas sin el consentimiento de sus protagonistas. El caso no es aislado. Otros medios, estatales y privados, emiten cámaras ocultas, lo que suscita interrogantes sobre su legitimidad en el periodismo.
Hace tres décadas, planificar una cámara oculta requería de instalaciones y equipos pesados, de una gran logística. La miniaturización de las cámaras de video, al punto de incorporarse a los teléfonos móviles (la tecnología informacional con mayor presencia en la Argentina), su ubicuidad y disminución de costos permiten que hoy grabar (y ser grabados) sea accesible. La tecnología, una vez más, evolucionó con mayor velocidad que la reflexión sobre sus usos sociales.
Un rasgo ineludible de la cámara oculta es el engaño: se necesita engañar a quien se captura para descubrir un comportamiento antagónico del que esa persona, convertida en personaje, sostiene públicamente. En la sociedad que consume la cámara oculta habita una certeza sobre la disociación entre el discurso y la práctica.
Ahora bien, el engaño se justifica cuando es el único método para denunciar violaciones a derechos básicos. Es el caso del cura Julio Grassi, condenado por la Justicia por abuso sexual y corrupción de menores, quien fue investigado por un equipo de Telenoche conducido por Miriam Lewin, que empleó, entre otras técnicas, la cámara oculta en 2002.
Otros fines necesitan otros medios: a diferencia del caso Grassi, en el paisaje audiovisual abundan las cámaras ocultas ya no como técnica sino como estrategia delatora. Fuera de una investigación periodística (cuyos tiempos son largos), la cámara oculta aspira al efecto inmediato. La cámara oculta es, en este sentido, económica. Expresa la modificación de las rutinas productivas audiovisuales en las que se resigna profundidad analítica, obviamente más costosa.
El inmediatismo de la cámara oculta está generalmente ligado al escarnio del personaje escrachado. La ambición de la cámara oculta es escandalizar. Para ello, el material suele ser editado para su amplificación. La edición es, en muchos casos, extorsiva: si determinadas condiciones planteadas por quien ocultó la cámara no se cumplen, éste puede entonces dar a conocer el resto del video, que podría comprometer (aún más) al personaje capturado. Alterar, a través de la edición, el contenido completo del material grabado impide a la audiencia conocer el contexto en que se realizaron las tomas.
La cámara oculta urdida por empleadores del principal multimedios del país contra un delegado gremial y presentada, paradójicamente, como una extorsión de este último, tiene elementos en común con otro famoso video que propagó el programa 6, 7, 8 en el Canal 7, de gestión estatal, contra un columnista del diario La Nación en octubre de 2009. A pesar de sus antagónicos posicionamientos políticos, tanto el principal grupo multimedios como la televisión oficial les negaron a los escrachados (también ellos, ideológicamente refractarios) el derecho a su elemental defensa.
En ambos casos, la divulgación de la cámara oculta resultó contradictoria. Para la audiencia más identificada con el sesgo editorial del emisor, y dispuesta a la condena sumaria del “enemigo”, la cámara oculta confirma el supuesto sobre la maldad ajena, funcionando como refuerzo ideológico. Pero para quienes albergan dudas sobre el mensaje emitido por los medios, el video es un boomerang que activa sospechas de manipulación contra el medio que difunde la cámara oculta, erosionando su credibilidad.
Entre ambas cámaras ocultas hay, también, importantes diferencias. Mientras que varios conductores de 6, 7, 8 aclararon que su productor, Diego Gvirtz, incluyó el video sin darles aviso (agravando la responsabilidad de la emisora), no existieron voces disonantes entre los periodistas del Grupo Clarín frente a la cámara oculta difundida por el multimedios. A la vez, corresponde destacar que el video de Clarín tiene autoría en la propia conducción corporativa del grupo, en tanto que el de 6, 7, 8 era anónimo.
La cámara oculta revela facetas recónditas del escrachado, pero también del escrachador: es muy elocuente acerca de sus métodos y sus escrúpulos. Pero la cámara oculta no es sólo un mensaje entre dos polos. Posee, además, un efecto disciplinador entre quienes consumen el video, interiorizando en ellos pautas de comportamiento “correcto” ante la sospecha latente de poder convertirse en próximas víctimas. Eso incrementa, en la audiencia, la represión del albedrío al saberse vigilada. Y generaliza el estado de recelo y desconfianza. Diríase, si el término no estuviera sobrecargado, de “inseguridad”.
* Doctor en comunicación. Universidad Nacional de Quilmes, Conicet.
LA VENTANA › MEDIOS Y COMUNICACION
La verdad del cambio
Desde España, Natalia Díaz nos invita a pensar sobre la creación artística y la verdad a partir del cine.
Final del formulario
 Por Natalia Díaz
* Desde Cifuentes, España
Harold Pinter, el autor teatral, dijo una vez que no hay una auténtica distinción entre lo que es real y lo que no lo es, ni entre lo que es cierto o falso. “Uno no puede decir de algo que es necesariamente cierto o falso, puede ser ambas cosas a la vez.” Sin embargo, en su discurso de recepción del Premio Nobel de Literatura, añadió que esta premisa puede aplicarse a la exploración de la realidad a través del arte, pero él sólo la acepta como escritor. Como ciudadano no puede, como ciudadano debe preguntarse: “¿Qué es cierto? ¿Qué es falso?”. Y nuestra tarea (¿nuestra obligación?) consiste en la búsqueda de una respuesta válida. Pinter subrayaba que todo poder político busca el poder, nunca la verdad. Y para conservarlo, es esencial que la gente permanezca en la ignorancia de la verdad, incluso en la ignorancia de la verdad sobre sus propias vidas, si fuera necesario. Por tanto, “nuestra búsqueda de la verdad nunca debe parar. No puede posponerse o dejarse para otro día: tiene que buscar la confrontación, aquí, ahora”.
Si esto es así, la cuestión que surge es entonces si debemos separar nuestra condición de ciudadanos de nuestra potencial condición de creadores. Si es posible un juego a dos bandas y, en última instancia, si es honesto.
Si uno de los efectos de la obra de arte sobre el receptor es que es capaz de golpear en el centro mismo de su capacidad de percepción y conciencia del mundo, entonces podemos decir que, por su propia naturaleza, una obra de arte nunca llegará –o debería llegar– a satisfacer a ningún sistema político. No hay nada más ficticio que una puesta en escena del sistema imperante, para el que uno de sus objetivos prioritarios es preservar sus privilegios durante el mayor tiempo posible.
Tomemos el séptimo arte como ejemplo. Hoy en día, la mayor parte del cine que se produce no se hace con un propósito político, si exceptuamos a directores todavía vivos con un claro grado de compromiso sociopolítico: Ken Loach, Costa Gavras, Peter Watkins... Sin embargo, cualquier director de cine tiene el deber de saber que, desde el momento en que mira al mundo a través de la lente de una cámara, está asumiendo un punto de vista específico; está incorporando un propósito. Este posicionamiento de cámara y autor tiene consecuencias. La belleza que refleja la lente al otro lado de la cámara no es inocente. En realidad, no existe una cosa llamada “la mirada inocente”. Al elegir “A”, descartamos “B”; al incluir una cosa en el encuadre, dejamos otra de lado. En resumen, tanto como importa lo que elegimos, importa lo que no elegimos. La cuestión entonces es: “¿Qué sé? ¿Qué decido que debe saber el otro?”.
El buen cine puede llegar a representar una amenaza si fuerza a su audiencia a pensar activamente. Puede ofrecernos la imagen que queremos o puede también forzarnos a buscar la imagen que se nos oculta. Perturba y agita la mente, y ésta sería una de esas raras ocasiones en que una amenaza acarrease tanto efecto positivo. Por eso, podemos encontrar películas que aunque no tengan una intención política abierta, llevan a cabo una tarea revolucionaria por lo que se refiere al espectador. El cine se convierte en un arma política porque nos fuerza a pensar, a interpretar. Nos hace querer reaccionar, cuestionar nuestras propias vidas y actitudes así como el espacio y la sociedad en que nos movemos.
El cineasta francés Abel Gance, maestro del cine mudo de las primeras décadas del siglo pasado, decía que “no existe algo llamado cine neutro o no comprometido. Una película posee una realidad propia y representa, de una manera viva para el espectador, una cierta actitud hacia esa realidad de la que el filme es un documento”.
Ocurren demasiadas cosas a nuestro alrededor. Hambre, guerra, miseria, crímenes. Otras tienen nombre más sencillo, aunque más largo. El vecino de enfrente, el país de al lado, la persona como yo. Podemos esconder la cabeza y jugar a cambiar la etiqueta. “Esto es válido, esto no; esto es cierto, esto no; depende de, es relativo...” Un juego seudo intelectual que mientras se ejerce justifica la inacción. Pero ser ingeniosos o los más listos no nos acerca necesariamente a la verdad. Es cuando paramos la ruleta y dejamos que la flecha se detenga marcando una posición, cuando realmente encaramos el momento. Es todo un desafío. Por eso muchos sistemas de poder prefieren que andemos entretenidos con mil y un estímulos diferentes. Que giremos y giremos, al ritmo que se decida, pero que no nos detengamos a... decidir. Decidir la imagen que quedará dentro de cuadro y la que pondremos fuera. Decidir dónde usaremos nuestra fuerza y cuándo diremos basta.
* Cineasta: directora y guionista de cine y documental

No hay comentarios:

Publicar un comentario