jueves, 27 de marzo de 2014

san luis otros pais

El carnaval: la fiesta de todos y la pena de unos pocos

Hice todo lo que pude. En serio. Traté de meterme miles de veces en ese clima de fiesta. Pensé en sumarme a los batuques improvisados en la calle o en la plaza Pringles. Miré de a ratos las comparsas por televisión. Quise alegrarme por los dueños de las perfumerías y de las casas de alfajores y bombones artesanales. Pretendí ponerme en la piel de los comerciantes del centro que levantaron sus ventas gracias a ese aluvión de brasileños que copó las peatonales con paso cadencioso y simpatía irresistible. Intenté meterme con las mismas esperanzas en el pellejo de los hoteleros que volvieron a facturar como en temporada alta; o en el alma de los dueños de cabañas y casas de alquiler de las zonas turísticas. Imaginé el sosiego de los técnicos de sonido e iluminación que pudieron cobrar unos pesos por tres noches de trabajo, o de los taxistas que llevaron gente a Potrero de los Funes. Imaginé todo el movimiento de dinero que pasó o que va a pasar ahora por las cuentas bancarias de los dueños de esos mastodontes de audio y luces montados en el sambódromo. Alabé todo ese arsenal de equipos que podría bancar hasta un recital de los Rolling Stones.
En algún momento también pensé en sentarme a charlar con pasistas y viajeros, con la idea de acercar culturas y de consumar un intercambio más humano que el simple traspaso de dinero. Imaginé que podíamos encontrar similitudes y diferencias, historias extravagantes o factores en común. O bien arreglar enconos futboleros o hacer menciones livianas sobre los genios de Maradona y Pelé, de Messi y Neymar, de Lula y el Papa Francisco.
Pero fracasé y tengo que decir la verdad: en estos días nunca pude sentirme parte de la fiesta. Y ya sé que es una fiesta bien nuestra, porque es de San Luis y la pagamos entre todos. Porque la organización corre por cuenta y orden del Estado, cuyos recursos nunca salen de la nada, sino de los impuestos que nos cobran, en especial del IVA, que cada día nos saca dos de cada diez pesos en supermercados, kioskos, despensas, farmacias, carnicerías y verdulerías.
Por alguna razón que todavía no consigo desentrañar del todo, esta vez me sentí afuera. Es cierto: yo podría haber sido parte del montaje. Nada más tenía que pagar mi entrada, que tampoco era tan cara en comparación con otros espectáculos. Pero alguna fuerza extraña determinó que nunca tuviera ganas.
Mejor dicho: en algún momento sentí esa pulsión alegre de asistir. Aunque entonces me acordaba de un hombre que vive en los monoblocks del barrio Vialidad Nacional, echado a la calle sin causa a sus 57 años por un funcionario que dice ser peronista. Y como en una cadena, enseguida veía la cara de otra persona que acaba de cumplir 40, sólo consigue trabajo en negro, tiene a su madre enferma y nunca sale de ese encierro desesperante que es la pobreza. Y me acordaba también de otro pibe que se casó hace poco, acaba de recibir la noticia de que va a ser padre y al mismo tiempo se incorpora al lote de los desocupados.
Ya sé. Van a decir que estoy hablando sólo de cosas personales, que al resto del mundo nada de eso le interesa. Maravillas de nuestra época, la solidaridad es cuento viejo. Lo entiendo. Pero pienso que a lo mejor somos un muestreo de nuestra sociedad. Que situaciones parecidas, o mucho peores, se viven a diario en los barrios Tibiletti, 9 de Julio, 1° de Mayo, Aeroferro, 544 Viviendas, Cantisani, El Hornero y La Merced.
Ojalá me expresara mejor. Ojalá me entendieran: para nada estoy en contra del carnaval. Nunca podría renegar de una fiesta popular. Tampoco estoy en contra de que el Estado apoye a la industria del turismo. Sólo pienso que este año, este año en particular, entre tanto discurso oficial que habla de austeridad en todas sus decisiones, entre tantos conflictos por salarios carcomidos todos los días por la inflación o índices de pobreza que se disparan, a lo mejor la joda podía ser menos zumbona.
Quiero decir, un poco menos cholula y ostentosa.
Aunque eso nos conduzca a otro problema, que a lo mejor es la madre de todos los problemas: cuando hablamos del Carnaval de Río en San Luis, en realidad no sabemos de qué hablamos. Porque su dimensión es un misterio. Porque las cifras oficiales nunca aparecen. ¿El Estado gastó 68 millones? ¿Invirtió 50, 70, 80? ¿Cuánto dinero salió del tesoro público para la organización del Carnaval ? ¿Hubo empresas intermediarias para las contrataciones? ¿El galán brasileño Jorgito, que hizo explotar de gozo a las chicas y a las redes sociales, cobró realmente 500 mil pesos por una noche de brazo en alto agitado y chamuyo amable en televisión? ¿Se llevó David Bisbal un millón y medio y otra cifra parecida cobraron Marley, la Sueca de Lanata, Rocío Marengo y otras modelos que disfrutaron los paisajes de San Luis este fin de semana?
Esas preguntas —que llevan rumores engarzados, a lo mejor por intenciones políticas aviesas de la oposición— todavía no encuentran respuestas. Los funcionarios hace tiempo eluden, con gran cintura, dar las explicaciones del caso ¿Para qué? ¿Quién las necesita? ¿No es mejor una sociedad desinformada y en apariencia feliz, que una sociedad informada y angustiada?
Los diputados tampoco piden informes, en especial los opositores, tranquilos como están con sus dietas superiores a los 60 mil pesos mensuales.
Mucho menos pregunta el periodismo, porque alguien va a tener que decirlo y tristemente me toca el honor: la mayoría de las empresas periodísticas están adormecidas en su estilo burgués y conservador, o guardan silencio por miedo o por dinero. Tan brutal como eso, tan deshonesto como quienes pagan por esos servicios.
El caso es que me pasé el fin de semana tratando de entender sin suerte lo que me pasaba.
Hasta que anoche leí una frase citada en Twitter. Una que cerraba mis ideas inconexas. Era el posteo de un pibe que conozco y que seguro hablaba de otra cosa. Pero a mis fines resultaba útil. Decía: “Nos persuade gastar el dinero que no tenemos en cosas que no necesitamos, para crear impresiones que no durarán, en personas que no nos importan”.
La frase, dicen, es de un periodista canadiense y hace tiempo cayó en ese pozo de citas vaciadas de contenido en blogs y estados de Facebook. En todo caso, no está nada mal si explica en parte lo que nos pasa.

Marcelo Alcaraz (periodista)

No hay comentarios:

Publicar un comentario