La proclama que lleva la firma del doctor Badeni no es
inocente. Una cosa es el comportamiento sistémico de la judicatura, la calidad
de su accionar, y otra la "imparcialidad de los jueces". A nadie se le escapa la
relación entre ambos términos, pero no es cierto que la mentada "imparcialidad"
garantiza per se la calidad de la legalidad imperante.
Antes que nada: la imparcialidad se presupone, no conozco
ningún orden jurídico que proclame "la parcialidad" de sus miembros. Ahora bien,
la venalidad manifiesta de los integrantes de la judicatura equivaldría a
denegación de justicia. Quien no pudiera comprar al juez, en esa lógica
operativa, no obtendría una sentencia satisfactoria.
Convengamos que un importante número de magistrados no sea
personalmente corrupto, no supone más que eso. No cabe ninguna duda: "la
calidad" de la institución no se puede deducir de la "proclama"; más bien surge
de examinar el comportamiento, esto es los fallos y su cumplimiento, del Poder
Judicial a lo largo de un cierto período de tiempo. Sobre todo, de observar los
fallos que afectan a los más débiles, dado que el hilo se corta siempre en el
tramo más delgado.
Una sociedad sensibilizada por la larga vigencia de la
impunidad mira con razonable suspicacia a un poder del Estado que en 1985, para
citar un ejemplo de peso, al juzgar las Juntas Militares utilizó funcionarios
judiciales que habían respetado sin mayor conflicto el estado de excepción. No
había otros. Esto es, funcionarios para los que los derechos y garantías de la
Constitución nacional quedaron en suspenso, para los que la Constitución misma
debió someterse al estatuto de los tres comandantes. En ese punto la
honorabilidad personal de cada juez no vale mucho. Y si vale remite a la
necesidad de no convalidar con su presencia, con su accionar cómplice, esa
charada judicial. Conocí a algunos de esos jueces, y eran pocos, excesivamente
pocos. Los integrantes de la familia judicial se caracterizan por conservar sus
puestos, y una "circunstancia" como un golpe de estado, no los obligaba a casi
nada.
No es esa por cierto hoy la situación, pero conviene recordar
que la justicia mendocina, para no abusar de los ejemplos, hasta hace pocos
meses estuvo integrada en sus estamentos superiores por defensores explícitos de
la dictadura burguesa terrorista, sin que esa Academia Nacional de Derecho y
Ciencias Sociales, ni ninguna otra, dijera esta boca es mía. Más aun, el
comportamiento de sus pares –seamos delicados– no ajustado a derecho permitió
que uno de los acusados de violación manifiesta de los Derechos Humanos
escapara, y si se lo capturó no se debió precisamente al desvelo de esa
judicatura.
Entonces, una estructura judicial que ha sido permeada hasta
el tuétano por un orden, para decirlo con elegancia, donde el derecho se redujo
al poder del más fuerte, que educó a la sociedad a tolerar cualquier rango de
arbitrariedad en silente complicidad, no puede transformarse sin una revisión
profunda y colectiva. Esa es una materia pendiente de la democracia argentina;
la crisis que atraviesan las instituciones de la República ( FF AA, fuerzas de
seguridad y el aparato del Estado, sin pretender ser exhaustivos) de otro modo
no puede ser encarada con éxito.
EL GRUPO CLARÍN. La fluidez de la política nacional alcanzó un
ritmo infartante. Del 7D al 14D pasó de todo. Desde el discutir quién manda, si
un grupo económico concentrado o el Estado Nacional, hasta que ese diferendo
fundante comenzara a saldarse en el terreno del Derecho. Desde la situación de
la Fragata Libertad en Ghana, hasta la capacidad de los fondos buitre para
condicionar los acuerdos entre deudores y acreedores. Y por primera vez desde el
2001, el gobierno nacional, para bien y para mal, demostró que no solo es un
habitante transitorio de la Casa Rosada. Para decirlo en el lenguaje caro a los
especialistas: restableció la potestad del poder soberano adentro y afuera del
territorio nacional.
No lo hizo de cualquier modo, protagonizó un inusitado debate
sobre la capacidad regulatoria del Estado, frente a los que levantaron y
levantan la bandera de la libertad de comercio. La vieja y peluda polémica entre
regulacionistas y desregulacionistas se reprodujo con tintes locales, pero con
inequívocos ecos globalizados. Repasemos: tras la caída del Muro de Berlín, con
la ofensiva liberal (política de desguace del Estado Benefactor), impulsada por
la necesidad de incrementar su tasa de ganancia –brecha entre tasas activas y
pasivas–, los bancos debilitaron en todos los casos, y redujeron a nada en su
propio terreno, los marcos regulatorios. Podían hacer cualquier cosa y no debían
rendir cuentas a nadie. A tal punto que calcular la emisión monetaria global se
volvió prácticamente imposible.
La antiquísima bandera del laissez faire, laissez passer cobró
inusitados fastos. La derrota del socialismo en todas sus variantes, del Fabiano
al estalinista, habilitó un conjunto de políticas donde el capital financiero
era la estrella indiscutida. Los bancos, sus ejecutivos y sus oráculos globales
concentraban toda la ciencia requerida, y los que tímidamente intentaron alguna
resistencia fueron barridos. Era la economía idiota. Eran los '90, y Carlos Saúl
Menem empalmó con una ola a la que se subió por motivos domésticos. La felicidad
no podía ser mayor: víctimas y victimarios bailaron hasta que se apagó la
música. La crisis que hundió a la Argentina primero, junto con buena parte de
los países latinoamericanos, y golpeó a USA y Europa más tarde, terminó
destruyendo el sistema bancario. No se detuvo ahí, sino que frenó la economía
global, tras detener a su locomotora norteamericana, primero, y estancó a la
Unión Europea, más tarde. Para recomponer los activos de los bancos, la
intervención del Estado –una especie de socialismo al revés: las pérdidas son de
todos, las ganancias no– resultó insoslayable. La crisis de "confianza" se capeó
con 750 mil millones de dólares fiscales.
El mito de la autorregulación bancaria se terminó por
derrumbar. El capitalismo librado a su propia suerte, a su dinámica interna, no
lleva a ningún otro lugar que a la catástrofe. El propio Grupo Clarín sirve para
ilustrarlo. Si su deuda no hubiera sido pesificada, si su sobrevivencia no
hubiera sido un asunto público, Goldman and Sachs de New York hubiera terminado
siendo su propietario. El gobierno de Eduardo Duhalde se ocupó de que así no
fuera, mediante una ley del Congreso, y se puede discutir si ese comportamiento
fue o no adecuado, lo que no se puede es dejar de reconocerlo.
La sola idea de que una ley que "viola" la libertad de
comercio, tal como Clarín sostiene con relación a la Ley de Medios
Audiovisuales, resulta inconstitucional equivale a una cínica boutade jurídica.
Toda la legislación antimonopólica, en suma, resultaría inconstitucional. La
fórmula sería así: todo lo que es bueno para el Grupo Clarín lo es para la
sociedad argentina, y si resulta malo para el Grupo no puede ser bueno para la
sociedad. Con un agregado: no se admite demostración en contra.
En rigor de verdad esta postura es tributaria de esta otra: el
gobierno es débil, y se trata de que siga siéndolo, porque de este modo su
"independencia" respecto a los poderes fácticos no existe. Es que, recuerden, el
gobierno "fuerte", la dictadura militar, nos llevó a la Guerra de Malvinas, para
no abundar en otros "errores" atroces. Entonces, para evitar los peligros
profesionales del poder, el gobierno debe quedar reducido al
mínimo.
La experiencia argentina demuestra otra cosa: cada vez que la
libertad de comercio determinó todo los ciudadanos de a pie no determinaron
nada. No falta el cínico que diga, en ningún caso determinan; sin embargo no es
lo mismo un gobierno que otro. Cambiar de gobierno ahora supone cambiar de
política; quienes deciden, mediante el uso de la ley escrita, supone qué
deciden. Para evitar estas decisiones el Grupo Clarín trató por todos los medios
de debilitar al gobierno. Por algo, una guerrilla mediática a lo largo de 38
meses intentó que una ley del Congreso no entrara en vigencia efectiva. Y
conviene retener que fracasó.
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