MEDIOS Y COMUNICACION
Sin censura previa
Carlos Valle asegura que hoy el tema de
la censura ha sido desalojado de la sociedad para reducirlo a una cuestión
interna de los medios y se ha convertido en un bien privado que no requiere ni
procura la aprobación social, porque el control de la imaginación resulta más
eficaz
Aunque el art. 14 de la Constitución
nacional sólo se refiere a publicaciones en la prensa, será muy difícil
sostener que el “sin censura previa” se refiera a ese solo medio de
comunicación.
El cine ha llegado a
ser un caso emblemático sobre la censura. Hernán Invernizzi, remedando el
título del famoso film de Jiri Menzel, acaba de publicar un valioso libro sobre
el tema de la censura cinematográfica que va de 1946 a 1976, Cines
rigurosamente vigilados. El autor entiende que se trata de “uno de los medios que
más influyó en la construcción de la identidad nacional de siglo XX”. Al
hacerlo propone un marco peronismo-antiperonismo como fuertemente determinante
de lo sucedido. Poner el centro de esta historia alrededor del peronismo opaca
lo que bien remarca en su texto, que en todo el período investigado hay varios
protagonistas que no necesariamente se conjugan con dicha visión política y son
determinantes en el manejo de la censura. Invernizzi pone claramente de
manifiesto que, en todas las épocas, influyeron diversas fuerzas de la Iglesia
Católica Romana directamente o por medio de organizaciones que reclamaban por
la defensa de la familia o la moral. Los exhibidores y productores buscaron que
su negocio no se viera afectado. Salvo algunos casos notorios, un buen número
estuvo dispuesto a presentar guiones que fuesen bien recibidos y hubo muchos
casos en que negociaron la aprobación de cortes a sus películas. Reiteradamente
diversos estratos del Ejército o de la policía intervinieron para cuestionar
producciones que pudieran afectar su imagen e historia. Además no son menores
los conflictos de tipo personal por celos o por cuestiones económicas que
suelen presentarse como conflictos políticos.
Así, la figura del
ente censor no necesariamente se constituye en el protagonista principal, sino
que se trata de una compleja participación entre los que pueden influenciar en
la toma de decisión sin que tengan que asumir su responsabilidad. Con la
asunción al gobierno de Raúl Alfonsín en 1983, se nombra al director de cine
Manuel Antín a cargo del llamado en esa época Instituto Nacional de
Cinematografía, con el que tuve oportunidad de cooperar con aportes para la
redacción de la ley y en la primera Comisión de Calificaciones. La ley aprobada
(23.052) en 1984 enfatizaba, en el primer artículo de su reglamentación, que la
calificación de películas “se realizará sin ningún tipo de censura”,
aspiraciones que habían sido manifestadas varias veces.
La novedad en este
caso era que se establecía que la Comisión Calificadora estuviera integrada
por, además de organismos competentes del Estado, un psicólogo o psicóloga, un
crítico cinematográfico y uno por cada representación religiosa, definidos en
la reglamentación como: el catolicismo, el culto israelita y las confesiones
cristianas no católicas. Las buenas intenciones de la ley no tardaron en
enfrentar cuestionamientos similares a los que, por ejemplo, sufrió Osvaldo
Getino cuando, habiendo sido designado interventor del Ente de Calificación en
1973, pretendió abolir la censura y producir una nueva ley. Los intereses
políticos, comerciales y de otra índole desgastaron una función noble en
intención, pero bloqueada por diversos intereses.
El paradigmático
ejemplo en el campo de lo audiovisual llama a preguntar qué sucede en una sociedad
que entiende ha abolido todo tipo de censura en los medios en un tiempo en que
esos mismos medios se han desarrollado en forma exponencial. ¿Cómo y quién
define la libertad de expresión o la comunicación que se ejerce sin censura
previa? Los hechos parecen indicar la obsolescencia de los viejos parámetros
que, bien o mal, se demandaban desde la sociedad. La concentración de medios en
contadas manos tiende a desgastar aquello que no cuaja con sus intereses. En
esa órbita de interconexión y desarrollo empresarial, el tema de la censura es
desalojado de la sociedad para reducirlo a un tema interno de los medios.
Hoy, cuando la
estructura de los medios es manejada por el interés económico de unos pocos, la
censura se convierte en un bien privado que no requiere ni procura la
aprobación social. ¿Quién tiene hoy el poder de dar la palabra? Aquellos que
manejan los medios de mayor alcance han aprendido que el dominio social pasa
por la seducción. El control de la imaginación resulta más eficaz que apelar a
la censura. Para ello optan en sus medios por silenciar cualquier tema o hecho
que afecte sus intereses. Por eso distorsionan la información que sea para
adecuarla a sus propósitos. Por eso se dedican a crear hechos, insuflar
sospechas, ensuciar trayectorias, crear miedos que se evitarán con falsas
promesas. Ya hace mucho, el pensador protestante Paul Tillich recordaba que “la
sociedad tecnológica occidental creó métodos para ajustar las personas a sus
exigencias de producción y consumo que son menos brutales, pero que, a largo
plazo, son mucho más eficaces que la represión totalitaria. Ellos
despersonalizan no porque exijan sino porque ellos ofrecen, dan exactamente
aquellas cosas que tornan superflua la creatividad humana”.
* Comunicador social.
Ex presidente de la Asociación Mundial para las Comunicaciones Cristianas
(WACC).
MEDIOS Y COMUNICACION
Periodistas
Nicolás Adet reinstala la pregunta
acerca de quién es periodista en Argentina, si el que estudia para serlo o el
que tiene vocación para entender el lenguaje comunicacional.
Por Nicolás Adet *
Muchas veces, en medio de la voracidad
informativa, la demanda de contenidos y la fugacidad de datos de las redes, el
concepto de periodismo profesional y demás concepciones de sujetos que informan
se separa por una delgada línea. ¿Quién es periodista en Argentina? ¿El que
estudia para serlo? ¿O el que tiene vocación para entender el lenguaje
comunicacional? En muchos casos las empresas de medios suelen rechazar a personas
con un título frente a personas que tienen idoneidad para el discurso
periodístico.
En Argentina, según
el Estatuto del Periodista Profesional (ley 12.908), se considera periodista “a
todas las personas que realicen en forma regular, mediante retribución
pecuniaria, las tareas que le son propias en publicaciones diarias o periódicas
y agencias noticiosas”. La ley detalla que la extensión de la definición abarca
desde el director de un medio hasta el colaborador permanente.
No sólo el requisito
de brindar información es necesario para la caracterización de un sujeto dentro
del papel de periodista profesional, el aspirante necesita dos años de trabajo
en relación de dependencia para lograr la acreditación de un carnet emitido por
el Ministerio de Trabajo, algo que no sucede en la práctica, como bien plantea
el abogado Damián Loreti. “El régimen legal de la actividad no establece
requisitos académicos ni de colegiación para ser considerado periodista
profesional”, expresa Loreti, y más tarde agrega “la actividad periodística,
respecto de quienes se desenvuelven en la misma sin ser propietarios de los
medios, se desarrolla mediante la relación laboral que vincula al profesional
con la empresa que utiliza su fuerza de trabajo y su ‘mente factura’”.
Una gran parte de
quienes discuten entre la tesis de la colegiación de periodistas y la ausencia
de la misma para ser considerado profesional se basa en lo que sostiene el
estatuto mencionado anteriormente y en diversos casos a modo de ejemplo a nivel
mundial, donde no es necesario contar con ciertos requisitos formales para
ejercer como periodista.
En nuestro país, gran
cantidad de medios alternativos e independientes con excelentes análisis de la
realidad, información y estética editorial fueron realizados por personas
ajenas al ámbito académico. El caso de la revista La Garganta, creada por la
asociación social La Poderosa, es un ejemplo claro y concreto de periodismo con
altura, realizado por periodistas y chicos pertenecientes a villas de Buenos
Aires. El periodismo visto desde la figura del periodista como figura
irrefutable de la realidad queda de lado, se anula la concepción de que sólo
una estricta élite asciende en la escala social de ser llamado periodista y
escribir verdades absolutas. Tal definición propia de la década del ’90, donde
la sociedad mantenía una confianza ciega en gran parte del periodismo,
desapareció en los últimos tiempos.
Hoy en día, analizar
el contexto social y tratar de descifrarlo para poder expresarlo en una
síntesis de información es una tarea que ya no sólo se limita a un grupo
acotado de periodistas de academia ni representa el centro de la verdad
absoluta. Tampoco se mantiene sólo una cara de la moneda, no se está tratando
de decir que no se debe estudiar para ejercer la ardua tarea de informar, sino
que la condición no es excluyente mientras el lenguaje comunicacional se maneje
de un modo aceptable.
Como plantea Loreti,
“el impacto del crecimiento de los institutos dedicados al estudio de la
comunicación social y el periodismo (universidades, institutos terciarios,
academias, círculos y escuelas) han creado una falsa creencia respecto de la
viabilidad y conveniencia de permitir el acceso a la profesión a quienes se
graduaran en estas instituciones” y en cierta forma no se sabe verdaderamente
si se “ha cumplido o no un cometido determinado a favor del derecho a la
información”.
La apertura de
posibilidades a las puertas del periodismo puede ser una gran oportunidad para
la pluralidad de voces y nuevos proyectos comunicacionales, mientras el nivel
de contenidos tratados con ética profesional se mantenga y el compromiso con la
realidad se convierta en el eje central. Tanto de periodistas colegiados como
no colegiados.
* Periodista de la
Agencia Paco Urondo.
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