domingo, 16 de febrero de 2014

Víctimas: las nuevas figuras de la acción política

Tragedia de Once, Cromagnon, siniestros viales a repetición. La sucesión de muertes a expensas de un Estado ineficiente o ausente instaló un protagonista distinto en el tablero social: las asociaciones que, tras convertir el dolor en intervención cívica, van a por más, con denuncias de impunidad en democracia, campañas y la voluntad de impulsar iniciativas transversales
Por   | Para LA NACION
Un cristal, rodeado de agua, en medio deplaza Once. Se acerca una señora y dejasobre el líquido una flor encarnada. Se acercan tres nenas y hacen lo mismo. Viene después un matrimonio mayor y posa su flor roja. Es 22 de noviembre, y todo aquí es frágil: el agua, las flores, el aire. Hace veintiún meses, todas esas flores eran gente. Cincuenta y dos personas que tomaron el tren 3772 de la línea Sarmiento. Ese día (del que se cumplen dos años el sábado que viene), a las 8.22 de la mañana, las nenas se quedaron sin madre y la pareja se quedó sin Coqui, su hijo. Como todos aquí -con este calor, con esta congoja pesada como la humedad-, todos perdieron a alguien. Y eso es lo que los ata: la desgracia en común, el azar de todos sus amores reunidos en un mismo vagón, camino de la muerte. Desde entonces, van juntos de aquí para allá. Se llaman, se organizan, se consuelan y hasta se retan cuando hace falta. Son una nueva y extraña familia, de apellido aún más extraño: familiares y sobrevivientes de la tragedia de Once. Víctimas, todos. Los que se fueron. Y los que se quedaron.
Una estrella amarilla coronando un poste, justo en el cruce de Honduras y Scalabrini Ortiz. Alcanza con verla una vez para no olvidarla más. Será que la estrella tiene nombre (se llama Facundo) y algo adelanta lo que recién se sabrá al acercarse. Que recuerda a una víctima de tránsito ("de la violencia vial", corregirá un familiar), a uno de los veintidós compatriotas que -según datos de la asociación Luchemos por la Vida- mueren cada 24 horas en las calles y rutas argentinas. Esto es, 658 por mes y -según la cifra final de 2013- 7896 en un año. Para llamar la atención sobre esta locura, la Asociación Argentina Familiares y Amigos de Víctimas de Tránsito lanzó la campaña nacional de concientización vial Estrellas Amarillas. Cada muerto, una estrella. Y un pedido: "No sumes una estrella más a este cielo". Detrás de esta campaña está la Fundación Laura Cristina Ambrosio Batisttel, una chica atropellada hace cuatro años en la ruta 20, en La Pampa. Y más atrás, su padre, Julio Ambrosio. "¿Cómo se me ocurrió? Fue después de haber retirado el cuerpo de mi hija. Estaba en la ambulancia, sentado en el piso de chapa, al lado de su cajón, y pensé: «Si el Estado no hace nada, nosotros tenemos que hacer algo. No nos pueden seguir matando seres queridos así, como si nada»", recuerda. Hoy su dolorosa galaxia cuenta con 35.000 estrellas.

VIOLENCIAS Y VOCES

Pero ¿qué es una víctima? Según anota el psicoanalista brasileño Celio García en el artículo "La víctima, su vez, su voz" -publicado en la revista Virtualia-, en su origen la palabra remitía al animal ofrecido a los dioses. "Por extensión, el término fue empleado en el caso de sufrimiento causado a una persona por un agente o acontecimiento nefasto. Desde el siglo XVII se emplea para hablar de una persona muerta o herida por fuerza de cataclismo, accidente o violencia. El último sentido es dominante en nuestros días, pero el antiguo valor se mantiene", apunta. García habla, de hecho, de nuestro tiempo como de una época dominada por las víctimas, y en la que éstas se levantan como nuevos actores sociales. El fenómeno, según apunta el psiquiatra Enrique de Rosa Alabaster, titular y perito de parte en la tragedia de Once, es relativamente novedoso y sumamente complejo. "La historia de la víctima aparece a partir del estudio de lo traumático. Históricamente, las primeras víctimas fueron los sobrevivientes de las guerras, soldados y demás. Pero con el tiempo la definición se fue ampliando", precisa. Así, hoy el panorama es bastante distinto y por sólo atenerse al caso argentino, las víctimas ya son multitud. Las hemos visto ahí, en la calle, y a menudo las hemos acompañado. ¿Quién no podría haber estado en aquel tren? ¿El hijo de quién no era ése caído a las puertas de Cromagnon? En el país atado con alambre, la víctima no podría ser más próxima porque -valga el siniestro palíndromo- cualquiera podría ser la próxima víctima. Y también porque, como confirma García, "el poder de la compasión en nuestra cultura es un cambio producido en nuestra época por la exigencia democrática. Y el estatuto de víctima prevé un discurso y un relato plausible y confiable, gracias al cual la persona presenta el drama de una vida ordinaria".
Una vida ordinaria, eso mismo. Eso era lo que tenía Adriana Magnoli (arquitecta y mamá de tres hijos) hasta el 30 de diciembre de 2004. "Ese día, como premio a todo un año de estudios, salieron mis tres hijos: Martín, Sofía y Santiago. Pero eligieron ir a Cromagnon. Martín salió bien, Santiago salió con compromiso bronquial y Sofi no volvió. El tema es que quien muere descansa en paz: no actúa, no sufre. Descansa. Pero para los que quedan es distinto", dice. Tan distinto que desde entonces también cierta parte de Adriana se fue para siempre. Todavía hoy es parte de la agrupación de familiares Que No Se Repita y acompaña en sus actos y manifestaciones a otros familiares de otras víctimas. Ahora está aquí, en plaza Once, consolando a la abuela de Lucas Menghini Rey. A la señora le han puesto un bebe en el regazo, pero ni eso la calma. Reuniéndose hoy aquí, mientras Kevin Johansen canta "Qué lindo que es soñar" y la escena tiene más de pesadilla que de sueño. Cada quien carga, literalmente, con su muerto sonriente, hecho pancarta. ¿Serán esto las víctimas? ¿Este doloroso Facebook de la muerte inoportuna, injusta, imperdonable? ¿O son también -y sobre todo- lo que quedó de este lado de toda esa quietud que mira? Algo hay en los 194 muertos de República Cromagnon, en los 52 del primer accidente de Once, en los 10 del Colegio Ecos, en los muertos del atentado a la AMIA, en las ya innumerables otras víctimas, que las convierte en alguna otra cosa. Una suerte de sobrevida, de extensión impensada de sí mismos. Esto de estar aquí y allá, nunca más vivos -ni más presentes- que después de su propia desaparición. Es "desaparición" porque cuando alguien simplemente se desvanece yendo a trabajar, a un recital, al colegio o hasta a ayudar a otros, es ese acto de magia siniestra lo que vuelve todo intolerable. ¿Cómo que no está? ¿Cómo que se fue, si dijo que volvía? ¿Cómo si fue acá nomás, al almacén, a la oficina, a la escuela? ¿Cómo? La pregunta por el modo, dicen, es un primer intento de poner algo de racionalidad en lo que no lo tiene, y que está cruzado por contradicciones y tensiones. De hecho, y pese a la verdadera epifanía que protagoniza en este momento (quienes reclaman para sí el rol de víctimas nunca fueron tantos ni tan diversos), la misma categoría es compleja. En ella parece confluir todo: lo personal y lo social, el adentro y el afuera, la familia y el Estado, el dolor y la estrategia. Llorar es sólo el primer paso. Después, habrá que pensar, organizarse, actuar. "Nosotros eso lo supimos desde el vamos: no nos íbamos a quedar encerrados llorando. Y en la calle llegamos a ser 10.000 personas, para que nadie se olvide. Por eso conseguimos todo lo que conseguimos. Desde luego que no todos los culpables están presos, pero se destapó lo que llamamos una «lógica Cromagnon» que quedó en claro de una vez y para siempre, y que se repite: coimas, negociados y muerte. Por eso, a mí a veces hasta me parece mentira haber podido tanto", dice Magnoli.

ESTADOS ALTERADOS

Diego Zenobi es antropólogo, investigador del Conicet y dedicó su tesis de doctorado a lo que llama "el movimiento Cromagnon". Esto es, movilización de los familiares de las víctimas en pos de su reclamo de justicia, el dolor como disparador del movimiento. "Porque para ser víctima, antes hay que ser reconocido por otro como tal. Y eso se logra manifestando, llevando las fotos de los muertos, hablando con políticos y explicando mi causa, pidiendo que voten lo que haga falta. De allí que el contacto entre familiares de víctimas y la política sea fluido, porque es justamente a través de los legisladores que ellos canalizan sus proyectos y sus demandas", precisa. Curiosamente, aun cuando muchos familiares por poco se santigüen ante la sola idea de "politizar" la causa, tanto para lograr resultados como para instalar su reclamo en la agenda del poder se hace indispensable interactuar con éste y con sus personeros. "En ese sentido, el Estado es un gran constructor de víctimas. Pero no sólo porque la falta de controles estatales las genere, sino porque es el Estado -al aceptar a determinado grupo como querellante, otorgar subsidios o formular políticas específicas- el que reconoce a las víctimas como tales." Un solo ejemplo: durante años, muchas mujeres soportaron en silencio eso que hoy -recategorizado como "violencia de género"- ha mutado de costumbre en delito. En esa misma línea, los distintos grupos de familiares de muertos en calles y rutas promueven la idea de violencia vial y buscan que se deje de hablar de "accidentes" para referirse a los "delitos viales". Piden, todos, nuevas y mejores leyes, nuevas y mejores políticas de Estado. Pero, y sobre todo, el colectivo de víctimas entero reclama eso a lo que llama "un cambio cultural". Desnaturalizar eso que de natural no tiene nada, que a veces por comodidad se denomina "accidente".
Por otro lado, si algo hay de inquietante en la víctima es su capacidad para recordarnos lo que hay de precario en nuestras propias vidas. Pero, al mismo tiempo, a los familiares y sobrevivientes se les hace difícil instalar esa idea de lo intercambiable. De que -por más que esta vez el vórtice de la "desgracia" haya hecho foco en otros- todos estamos en riesgo. "Fijate: para un aniversario repartimos moñitos negros entre los automovilistas. Esperábamos el corte del semáforo y nos acercábamos a los autos. Muchos no me agarraban el moñito y otros lo tiraban. Digo, ¿no se dan cuenta de que esos moñitos eran gente? ¿Creen que a ellos no les va a pasar?", se angustia Haydeé Alonso, que perdió a su hijo en la tragedia de Once. Y dice que con los políticos es igual. "Porque a los actos vienen siempre, todos. Pero después meten todo en un cajón. Mirá el monumento de Once: a los días ya estaba sin luces. Y si pasás ahora está hecho un asco. Ni siquiera lo limpian." Con todo, y más allá de su a menudo sinuosa relación con el poder y la política, si algo hay que reconocerle al colectivo de víctimas es el haber resignificado hechos puntuales como problemas sociales. Como temas que comprometen no sólo al Estado, sino también a los particulares. Cromagnon y Beara (el boliche cuyo VIP se derrumbó y mató a dos chicas) son, desde este nuevo enfoque, sólo la anécdota: es el dejar hacer estatal el verdadero problema. Y lo mismo con las muertes viales, las "tragedias" a repetición, los asesinatos impunes, las mil y una formas de la violencia. Detrás de cada nueva "catástrofe" suele haber poco azar, negligencia cómplice y un bastidor social que autoriza la reedición de estos episodios. Será por eso que detrás de cada reclamo reaparece la consigna de "que no se repita". ¿El objetivo de máxima? Que no haya más víctimas. Para gente como Zulma Ojeda de Garbuio eso sería lo realmente deseable: que nadie más tenga que morir como murió su hijo Carlos María, la mañana aquella del 22 de febrero de hace dos años, en Once. Por eso Zulma se entrevistó con la Presidenta (quien le dijo: "Vos hablás desde el dolor, pero no sabés lo que es el dolor") y por eso también tiempo después le envió una carta demoledora. "La gente muchas veces nos abandona. Lamentablemente, los que viajan en tren son los que más me ignoran, aunque a ellos los perdono porque quizás, ignorándome, sientan que pueden esquivar la muerte que en esos malditos trenes está instalada", decía allí. Es justamente contra ese adormecimiento colectivo que se levantan los sobrevivientes y las llamadas víctimas vicarias: padres, madres, hermanos, hijos. Todos los que les prestan el cuerpo y la voz a los que ya no la tienen. El riesgo personal para ellos: quedar atrapados en ese dolor. La oportunidad: reconvertir el sufrimiento en acción. Eso es precisamente a lo que apuesta Haydeé. "Vivo en Villa Luro, y ahí estuvieron arreglando todo: la estación, las vías. Me da bronca que lo hagan ahora y no antes. Pero también pienso que esos arreglos forman parte de la vida de mi hijo, ¿no?", dice. Sabe de sobra que aquí nadie responde..

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