martes, 10 de junio de 2014

Elogio de la crispación

BRASIL

Elogio de la crispación

A horas de comenzar el Mundial, distintos sectores intentan hacer visibles sus reclamos, y pone en apuros tanto al gobierno de Dilma, como a los gobiernos locales. Lo que aparece detrás de esta coyuntura, donde la Copa funciona como “vidriera” de protestas de los sectores más diversos, es una sociedad que no sólo vive mejor que hace diez años, sino que está más movilizada y consciente de ser portadora de derechos.

De pronto, palabras que parecían hechas a la medida de Argentina, se volvieron moneda corriente en Brasil: “conflicto sindical”, “irritación social”, “hartazgo ciudadano”.

A horas de comenzar la Copa del Mundo, Brasil vive un empaste de conflictos de muy diversa índole: trabajadores del subte de San Pablo en huelga por aumento salarial, manifestaciones del movimiento de Trabajadores Sin Techo en reclamo de viviendas y los jóvenes pseudo anarquistas, conocidos como “black bloc”, que tienen como principal objetivo enfrentarse a la policía y guardan algunas similitudes con los levantamientos sociales de los jóvenes de las periferias europeas de los últimos años. Todo se combina para dar un marco caótico a lo que debería ser un carnaval futbolístico.

O no. Tal vez no debería pensarse así. Tal vez las manifestaciones de estas semanas están ahí para mostrar que algo cambió profundamente en Brasil en los últimos años. Algo que no puede, al menos no de un modo convencional, ser puesto dentro de los “logros” de la era Lula, como la baja del desempleo y la pobreza, pero que sin dudas está atado a las transformaciones que vivió un país que, hasta el 2002, se veía así mismo como obediente de las jerarquías, cínicamente orgulloso de un orden social donde “cada uno sabe el lugar que ocupa”. Eso es lo que parece haber quedado atrás atrás en Brasil

Por arriba de todo esto, zurciendo el relato de protestas a todas luces dispares, aparece un discurso mediático y político con obvios intereses electorales. Tres meses después de que termine la Copa del Mundo, Brasil tendrá elecciones presidenciales y ante un panorama donde la candidatura de Dilma sigue al frente de las preferencias de los votantes (por estos días los números de las encuestas muestran una caída en la intención de votos de Rousseff, pero también de sus adversarios, lo que no altera sustancialmente las cosas) el desánimo y un clima enrarecido en las calles se convierte en una de las pocas cartas que pueden jugar los sectores que intentan terminar con el ciclo político del PT.

En este sentido, el ruido en las calles, la instalación de un discurso antipolítico, vendría a funcionar como prótesis para una oposición que no logró torcer la tendencia principal de la política brasileña de estos años: que el PT se consolide como motor de una coalición partidaria y social mayoritaria.

El eco de las protestas del año pasado, que movilizaron a cientos de miles de brasileños en todo el país, y que luego perdieron fuerza rápidamente, también está presente ahora, aunque notablemente modificadas. A mediados del 2013, cuando las protestas irrumpieron, las consignas eran generalistas: pedidos de mejoras en el transporte, la educación, contra la corrupción, etc. El aspecto multitudinario (aunque con una claro predominio de los sectores medios y medios altos) ayudaba también a dar una imagen de indefinición ideológica. El movimiento era de todos y de nadie a la vez.

Sin embargo, ahora, parece haber habido una decantación de esas protestas multitudinarias, y tomaron protagonismo los grupos y organizaciones particulares, ya sean sindicatos, movimientos juveniles o sectores indígenas. Y, al mismo tiempo, el clima general de descontento tiene en la Copa el elemento catalizador, el símbolo que une a todos esos reclamos puntuales, los unifica en el tiempo y les da una legitimidad frente al resto de la sociedad.

Cada vez más decidido, después de un tiempo de desconcierto, el gobierno de Dilma y el PT, unificó un discurso inteligente, basado en decir que las protestas ocurren porque la gente vive “mejor que hace diez años” y ahora quiere más cosas, mejor infraestructura, mejor educación, mejores salarios.

Resulta un discurso político efectivo, en la medida que no arroja a los manifestantes al bando opositor sin más, sino que los incorpora como parte de su propia herencia positiva. Ustedes están ahí en las calles por las cosas buenas que hicimos desde el gobierno. En un reciente spot que prepara la campaña para las elecciones, el PT llevó ese argumento hasta el límite, pidiendo a la sociedad que recuerde en qué situación se encontraba antes del primer gobierno de Lula. Se trata del espejo del mismo argumento, aunque con el peligro de intentar que el voto del 2014 se defina por lo hecho en el pasado. Una fórmula que no siempre es exitosa: las sociedades no pagan indefinidamente hacia atrás, en el mejor de los casos hacen un balance entre aquello y lo que esperan recibir en el futuro inmediato.

Pero repasando con algo más de detalle las protestas que se dan ahora, cuando faltan horas antes de que arranque finalmente el Mundial, se percibe un cambio más silencioso pero que puede ser la clave de una dinámica política y social nueva para Brasil.

Aquellas, indiscutidas, mejoras sociales no sólo hicieron emerger demandas “nuevas”. Es decir: gente que antes no tenía como viajar a su trabajo, ahora se queja por el estado del transporte en San Pablo. Si miramos los reclamos concretos que se sucedieron en esta última semana, protagonizados por sindicatos y movimientos sociales, lo que aparecen son reclamos históricos -como salarios y vivienda- pero que ahora logran tener una visibilidad mayor, y que en el contexto de la opinión pública anti-copa, logran una legitimidad que en Brasil siempre fue entre nula y escasa. El logro del PT, además de la mejora material de millones de brasileños, también fue una mejora en términos de ciudadanía, de menor represión y estigmatización de la protesta social y la organización sindical. Ese cambio también parece ser importante a la hora de comprender estas protestas.

No se trata de una idea abstracta, basta ver la diferencia en la gestión de los conflictos, según a qué gobierno le toque actuar. En el caso de la huelga del subte de San Pablo, la competencia le correspondía a Geraldo Alckim, gobernador del Estado y una de las figuras más relevantes del opositor PSDB. Enfrentado con un sindicato en manos de la izquierda, Alckim eligió la confrontación, se negó a los pedidos de aumento de la pauta salarial y permitió que la empresa eche a 61 trabajadores, luego de que un juez determine que la huelga había sido “abusiva”. Desde los diarios como Folha y Estado do Sao Pablo y la revista Veja, lo que se pedía era que el gobernador no dejara de dar un “ejemplo” para futuras protestas. Parece que no lo consiguió del todo y tanto los despidos como una multa millonaria imputada al sindicato fueron anulados a cambio de una pausa en la huelga hasta mediados de esta semana.

Por el contrario, el gobierno de Dilma buscó otro camino cuando debió resolver el conflicto con el poderoso Movimiento de Trabajadores Sin Techo, que semanas atrás habían ocupado un terreno enorme en las cercanías del estadio nuevo del Corinthians donde se va a jugar el partido inaugural entre Brasil y Croacia. El gobierno federal, en este caso, llegó a un acuerdo con el MTST para incluir a ese terreno dentro del programa gubernamental “Minha Casa, Minha Vida”  y al movimiento mismo como contraparte frente al Estado, para lo cual debió modificar algunas disposiciones del plan original.

En definitiva, las protestas de Brasil, con su complejidad, antes que alumbrar a nuevos sujetos sociales o reclamos de bienestar espontáneos, parecen ir hacia un escenario más terrestre, producto de una sociedad en movimiento y transformación donde nadie quiere permanecer en el mismo lugar y donde todos, o casi todos, tienen una idea perturbadora para la psiquis del establishment: si protesto, consigo algo. Habrá que ver como se las arregla la política para representar a esta nueva sociedad en ebullición.

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