Hay un libro muy bueno que escribio nicolas maquiavelo " el principe" hace unos cuantos siglos que puede resultar interesante para este momento elegimos tres capitulos el XV , XVI y el XVII que esperamos los lean:
CAPÍTULO XV
DE LAS COSAS POR LAS QUE LOS HOMBRES, Y ESPECIALMENTE LOS PRÍNCIPES, SON ALABADOS O CENSURADOS
Dejando, pues, a un lado las utopías en lo concerniente a los Estados, y no tratando más que de las cosas verdaderas y efectivas, digo que cuantos hombres atraen la atención de sus prójimos, y muy especialmente los príncipes, por hallarse colocados a mayor altura que los demás, se distinguen por determinadas prendas personales, que provocan la alabanza o la censura. Uno es mirado como liberal y otro como miserable, en lo que me sirvo de una expresión toscana, en vez de emplear la palabra avaro, dado que en nuestra lengua un avaro es también el que tira a enriquecerse con rapiñas, mientras que llamamos miserable únicamente a aquel que se abstiene de hacer uso de lo que posee. Y para continuar mi enumeración añado: uno se reputa como generoso, y otro tiene fama de rapaz; uno pasa por cruel, y otro por compasivo; uno por carecer de lealtad, y otro por ser fiel a sus promesas; uno por afeminado y pusilánime, y otro por valeroso y feroz; uno por humano, y otro por soberbio; uno por casto, y otro por lascivo; uno por dulce y flexible, y otro por duro e intolerable; uno por grave, y otro por ligero; uno por creyente y religioso, y otro por incrédulo e impío, etc.
Sé (y cada cual convendrá en ello) que no habría cosa más deseable y más loable que el que un príncipe estuviese dotado de cuantas cualidades buenas he entremezclado con las malas que le son opuestas. Pero como es casi imposible que las reúna todas, y aun que las ponga perfectamente en práctica, porque la condición humana no lo permite, es necesario que el príncipe sea lo bastante prudente para evitar la infamia de los vicios que le harían perder su corona, y hasta para preservarse, si puede, de los que no se la harían perder. Si, no obstante, no se abstuviera de los últimos, quedaría obligado a menos reserva, abandonándose a ellos. Pero no tema incurrir en la infamia aneja a ciertos vicios si no le es dable sin ellos conservar su Estado, ya que, si pesa bien todo, hay cosas que parecen virtudes, como la benignidad y la clemencia, y, si las observa, crearán su ruina, mientras que otras que parecen vicios, si las practica, acrecerán su seguridad y su bienestar.
CAPÍTULO XVI
DE LA LIBERALIDAD Y DE LA MISERIA
No pudiendo, pues, un príncipe, sin que de ello le resulte perjuicio, ejercer la virtud de la liberalidad de un modo notorio, debe, si es prudente, no inquietarse de ser notado de avaricia, porque con el tiempo le tendrán más y más por liberal, cuando observen que, gracias a su parsimonia, le bastan sus rentas para defenderse de cualquiera que le declare la guerra, y para acometer empresas, sin gravar a sus pueblos. Por tal arte, ejerce la liberalidad con todos aquellos a quienes no toma nada, y cuyo número es inmenso, al paso que no es avaro más que con aquellos a quienes no da nada, y cuyo número es poco crecido. ¿Por ventura no hemos visto, en estos tiempos, que solamente los que pasaban por avaros lograron grandes cosas, y que los pródigos quedaron vencidos? El Papa Julio II, después de haberse servido de la fama de liberal para llegar al Pontificado, no pensó posteriormente (especialmente al habilitarse para pelear contra el rey de Francia) en conservar ese renombre. Sostuvo muchas guerras, sin imponer un solo tributo extraordinario, y su continua economía le suministró cuanto era necesario para gastos superfluos. El actual monarca español (Fernando, rey de Aragón y de Castilla) no habría llevado a feliz término tan famosas empresas, ni triunfado en tantas ocasiones, si hubiera sido liberal. Así, un príncipe que no quiera verse obligado a despojar a sus gobernados, ni que le falte nunca con qué defenderse, ni sufrir pobreza y miseria, ni necesitar ser rapaz, debe temer poco incurrir en la reputación de avaro, puesto que su avaricia es uno de los vicios que aseguran su reinado. Si alguien me objetara que César consiguió el imperio con su liberalidad y que otros muchos llegaron a puestos elevadísimos porque pasaban por liberales, le respondería yo que, o estaban en camino de adquirir un principado o lo habían adquirido ya. En el primer caso, hicieron bien en pasar por liberales, y, en el segundo, les hubiese sido perniciosa la liberalidad. César era uno de los que querían conseguir el principado de Roma. Pero, si hubiera vivido algún tiempo después de haberlo logrado, y no moderado sus dispendios costosos, habría destruido el imperio.
¿Esforzarán que con sus ejércitos hicieron grandes cosas, y que tenían, sin embargo, nombradía de muy liberales?. Replico que, o el príncipe dispersa sus propios bienes y los de sus súbditos, o dispone de los bienes ajenos. En el primer caso, debe ser económico, y, en el segundo, no debe omitir ninguna especie de liberalidad. El príncipe que, con sus ejércitos, va a efectuar saqueos y a llenarse de botín, y a apoderarse de los caudales de los vencidos, está obligado a ser pródigo con sus soldados, que no le seguirían sin ese estímulo. Puede entonces mostrarse ampliamente generoso, puesto que da lo que no es suyo, ni de sus soldados, como lo hicieron Ciro, Alejandro, César, y ese dispendio que en semejante ocasión hace con los bienes ajenos, lejos de dañar a su reputación, le agrega una más resaltante. Lo único que puede perjudicarle es gastar sus propios bienes, porque nada hay que agote tanto como la liberalidad desmedida. Mientras la ejerce, pierde poco a poco la facultad misma de ejercerla, se torna pobre y despreciable, y, cuando quiere evitar su ruina total por la tacañería, se hace rapaz y odioso. Ahora bien; uno de los inconvenientes mayores de que un príncipe ha de precaverse es el de ser menospreciado aborrecido. Y, conduciendo a ello la liberalidad, concluyo que la mejor sabiduría es no temer la reputación de avaro, que no produce más que infamia sin odio, antes que verse, por el gusto de gozar renombre de liberal, en el brete de incurrir en la nota de rapacidad, cuya infamia va acompañada siempre del odio público.
CAPÍTULO XVII
DE LA CLEMENCIA Y DE LA SEVERIDAD, Y SI VALE MAS SER AMADO QUE TEMIDO
Res dura et regni novitus me talia cognutMoliri, et late fines custode tueri.
Un tal príncipe no debe, sin embargo, creer con ligereza en el mal de que se le avisa, sino que debe siempre obrar con gravedad suma y sin él mismo atemorizarse. Su obligación es proceder moderadamente, con prudencia y aun con humanidad, sin que mucha confianza le haga confiado, y mucha desconfianza le convierta en un hombre insufrible. Y aquí se presenta la cuestión de saber si vale más ser temido que amado. Respondo que convendría ser una y otra cosa juntamente, pero que, dada la dificultad de este juego simultáneo, y la necesidad de carecer de uno o de otro de ambos beneficios, el partido más seguro es ser temido antes que amado. Hablando in genere, puede decirse que los hombres son ingratos, volubles, disimulados, huidores de peligros y ansiosos de ganancias. Mientras les hacemos bien y necesitan de nosotros, nos ofrecen sangre, caudal, vida e hijos, pero se rebelan cuando ya no les somos útiles. El príncipe que ha confiado en ellos, se halla destituido de todos los apoyos preparatorios, y decae, pues las amistades que se adquieren, no con la nobleza y la grandeza de alma, sino con el dinero, no son de provecho alguno en los tiempos difíciles y penosos, por mucho que se las haya merecido. Los hombres se atreven más a ofender al que se hace amar, que al que se hace temer, porque el afecto no se retiene por el mero vínculo de la gratitud, que, en atención a la perversidad ingénita de nuestra condición, toda ocasión de interés personal llega a romper, al paso que el miedo a la autoridad política se mantiene siempre con el miedo al castigo inmediato, que no abandona nunca a los hombres. No obstante, el príncipe que se hace temer, sin al propio tiempo hacerse amar, debe evitar que le aborrezcan, ya que cabe inspirar un temor saludable y exento de odio, cosa que logrará con sólo abstenerse de poner mano en la hacienda de sus soldados y de sus súbditos, así como de despojarles de sus mujeres, o de atacar el honor de éstas. Si le es indispensable derramar la sangre de alguien, no debe determinarse a ello sin suficiente justificación y patente delito. Pero, en tal caso, ha de procurar, ante todo, no incautarse de los bienes de la víctima porque los hombres olvidan más pronto la muerte de su padre que la pérdida de su patrimonio. Si sus inclinaciones le llevasen a raptar la propiedad del prójimo, le sobrarán ocasiones para ello, pues el que comienza viviendo de rapiñas, encontrará siempre pretextos para apoderarse de lo que no es suyo, al paso que las ocasiones de derramar la sangre de sus gobernados son más raras, y le faltan más a menudo.
Cuando el príncipe esté con sus tropas y tenga que gobernar a miles de soldados, no debe preocuparle adquirir fama de cruel, ya que, sin esta fama no logrará conservar un ejército unido, ni dispuesto para cosa alguna. Entre las acciones más admirables de Aníbal, resalta la que, mandando un ejército integrado por hombres de los países más diversos, y que iba a pelear en tierra extraña, su conducta fue tal que en el seno de aquel ejército, tanto en la favorable como en la adversa fortuna, no hubo la menor disensión entre los soldados ni la más leve iniciativa de sublevación contra su jefe. Ello no pudo provenir sino de su despiadada inhumanidad, que, juntada a las demás dotes suyas, que eran muchas y excelentes, le hizo respetable por el terror para sus hombres de armas, y, sin su crueldad, no hubieran bastado las demás partes de su persona para obtener tal efecto. Poco reflexivos se muestran los escritores que, a la vez que admiran sus proezas, vituperan la causa principal que las produjo. Para convencerse de que las demás virtudes suyas le hubieran resultado insuficientes en última instancia, basta recordar el ejemplo de Escipión, hombre extraordinario si los hubo, no sólo en su tiempo, mas también en cuantas épocas sobresalientes conmemora la historia. En España, sus ejércitos se sublevaron contra él únicamente a causa de su mucha clemencia, que dejaba a sus guerreros más libertad que la que la disciplina militar podía permitir. De tan extremada clemencia le reconvino en pleno Senado, Favio, acusándolo de corruptor de la milicia romana, y alegando que destruidos los locrios por un lugarteniente de Escipión, éste no los había vengado, ni castigado siquiera la insolencia de dicho lugarteniente. Todo esto derivaba de su natural blando y flexible, que él llevó hasta el punto de que, al disculparse de ello en el Senado, dijo que muchos hombres sabían mejor no cometer faltas que corregir las de los demás. Si con semejante temperamento, hubiera conservado el mando, habría alterado a la larga su reputación y su nombradía. Pero, como laboró después bajo la fiscalización del Senado, desapareció de su carácter cualidad tan perniciosa, y aun la memoria que de ella se hacía, fue causa de que se convirtiese en gloria suya. De donde infiero que amando los hombres a su voluntad y temiendo a la del príncipe, debe el último, si es cuerdo, fundarse en lo que depende de él, no en lo que depende de los otros, y únicamente ha de evitar que se le aborrezca, como llevo dicho.
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