IMPUTABILIDAD Y ESTADO
La edad del fin de la esperanza
Por Eliseo Veron | 29.01.2011 | 20:57
Como resultado de algunas observaciones de la señora Presidenta, en estos últimos días se reactivó la discusión sobre la edad de imputabilidad de delitos cometidos por menores. Desde un punto de vista puramente formal, el tema es exactamente el mismo que el de la edad por debajo de la cual un menor debe ser protegido de los programas de televisión o el de la edad en la que un individuo es considerado mayor y, por lo tanto, ciudadano con derecho al voto. (Existe, dicho sea de paso, cierta argumentación jurídica según la cual, en pura lógica, la mayoría de edad y la imputabilidad deberían coincidir.) Se trata, en todos los casos, de una convención social (para ser más preciso: de una frontera arbitraria) que poco tiene que ver con la evolución biológica de un miembro cualquiera de nuestra especie. Por ejemplo, para no tener problemas con la organización de sus fiestas, al primer ministro Berlusconi le convendría proponer una ley que baje la frontera de la mayoría de edad de las ciudadanas italianas.
“El fracaso del régimen penal juvenil es un fracaso de la dirigencia política –dijo acertadamente el diputado peronista Gustavo Ferrari, en declaraciones radiales reproducidas por varios diarios–. No es un fracaso de la gente, no es un fracaso de los medios. Ni siquiera es un fracaso de los jóvenes.” Y utilizó la noción de “aviso”, que me parece merecer cierta reflexión. “Un día un menor es demorado por una riña. Más adelante por un arrebato, luego se lo encuentra con un arma, hasta que un día termina matando. Y el Estado se empieza a ocupar cuando el menor avisó en varias oportunidades.” Podríamos decir que esos “avisos” a la vez son un test y tendrán consecuencias sobre la identidad social de la persona. Un test en el sentido de: “Vamos a ver si hay alguien del otro lado”. Parece que no hay nadie. Nuevo test, que tampoco encuentra interlocutor. Entonces el comportamiento entra en una espiral progresiva, como lo subraya Ferrari, porque la búsqueda de una respuesta es cada vez más apremiante. ¿Hay Estado, hay autoridad que pone límites? Parece que no. Y el Estado sólo reacciona cuando el “aviso” ha ido demasiado lejos.
Se podría pensar que quienes están a favor de reducir la edad de la imputabilidad lo hacen con el objeto, precisamente, de que un interlocutor esté presente, de anticipar la respuesta del Estado, de que alguien escuche el “aviso” y responda antes de que sea demasiado tarde. Ahora bien, todo depende del contenido de esa respuesta: sin políticas de rehabilitación, la reducción de la edad no hace otra cosa que anticipar la aplicación de una categoría identitaria que, tal como los sistemas penal y carcelario funcionan en la mayoría de los regímenes republicanos, consiste en que el individuo recibe de la sociedad la identidad de “delincuente” y con ella emprende un viaje del que raramente regresa.
En una perspectiva que a primera vista puede parecer más optimista, se podría considerar que las razones que justifican la definición de un grupo etario no imputable tienen que ver con la esperanza: al caracterizar a los “menores” (sean cuales fueren el límite inferior y el superior de dicho grupo) como no imputables criminalmente, la sociedad estaría expresando la convicción de que se trata de individuos recuperables, que pueden ser salvados, a los que se puede reintegrar. Para que esta esperanza se justifique jurídicamente es necesario que, más allá del criterio de la edad, la ley de no imputabilidad defina al individuo al que se aplica esa categoría como un ser humano normal, evitando toda caracterización anómala (como por ejemplo falta de raciocinio, incapacidad de discriminación entre el bien y el mal, etc.). Este principio no siempre se respeta. Sea como fuere, volvemos entonces a la cuestión de las políticas de rehabilitación: qué se hace con estos menores a partir del momento en que se los identifica como habiendo cometido un delito, aunque no sean criminalmente imputables.
Esta última perspectiva es entonces, en verdad, la más sombría de todas: consiste en reconocer que cuando se discute sobre la imputabilidad, se está discutiendo cuál es la edad a partir de la cual la sociedad admite haber perdido toda esperanza.
*Profesor plenario Universidad de San Andrés.
“El fracaso del régimen penal juvenil es un fracaso de la dirigencia política –dijo acertadamente el diputado peronista Gustavo Ferrari, en declaraciones radiales reproducidas por varios diarios–. No es un fracaso de la gente, no es un fracaso de los medios. Ni siquiera es un fracaso de los jóvenes.” Y utilizó la noción de “aviso”, que me parece merecer cierta reflexión. “Un día un menor es demorado por una riña. Más adelante por un arrebato, luego se lo encuentra con un arma, hasta que un día termina matando. Y el Estado se empieza a ocupar cuando el menor avisó en varias oportunidades.” Podríamos decir que esos “avisos” a la vez son un test y tendrán consecuencias sobre la identidad social de la persona. Un test en el sentido de: “Vamos a ver si hay alguien del otro lado”. Parece que no hay nadie. Nuevo test, que tampoco encuentra interlocutor. Entonces el comportamiento entra en una espiral progresiva, como lo subraya Ferrari, porque la búsqueda de una respuesta es cada vez más apremiante. ¿Hay Estado, hay autoridad que pone límites? Parece que no. Y el Estado sólo reacciona cuando el “aviso” ha ido demasiado lejos.
Se podría pensar que quienes están a favor de reducir la edad de la imputabilidad lo hacen con el objeto, precisamente, de que un interlocutor esté presente, de anticipar la respuesta del Estado, de que alguien escuche el “aviso” y responda antes de que sea demasiado tarde. Ahora bien, todo depende del contenido de esa respuesta: sin políticas de rehabilitación, la reducción de la edad no hace otra cosa que anticipar la aplicación de una categoría identitaria que, tal como los sistemas penal y carcelario funcionan en la mayoría de los regímenes republicanos, consiste en que el individuo recibe de la sociedad la identidad de “delincuente” y con ella emprende un viaje del que raramente regresa.
En una perspectiva que a primera vista puede parecer más optimista, se podría considerar que las razones que justifican la definición de un grupo etario no imputable tienen que ver con la esperanza: al caracterizar a los “menores” (sean cuales fueren el límite inferior y el superior de dicho grupo) como no imputables criminalmente, la sociedad estaría expresando la convicción de que se trata de individuos recuperables, que pueden ser salvados, a los que se puede reintegrar. Para que esta esperanza se justifique jurídicamente es necesario que, más allá del criterio de la edad, la ley de no imputabilidad defina al individuo al que se aplica esa categoría como un ser humano normal, evitando toda caracterización anómala (como por ejemplo falta de raciocinio, incapacidad de discriminación entre el bien y el mal, etc.). Este principio no siempre se respeta. Sea como fuere, volvemos entonces a la cuestión de las políticas de rehabilitación: qué se hace con estos menores a partir del momento en que se los identifica como habiendo cometido un delito, aunque no sean criminalmente imputables.
Esta última perspectiva es entonces, en verdad, la más sombría de todas: consiste en reconocer que cuando se discute sobre la imputabilidad, se está discutiendo cuál es la edad a partir de la cual la sociedad admite haber perdido toda esperanza.
*Profesor plenario Universidad de San Andrés.
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