MEDIOS Y COMUNICACION
Nosotros... los periodistas
A propósito de la próxima conmemoración
del Día del Periodista, Washington Uranga reflexiona sobre el momento actual de
la profesión, las exigencias éticas y políticas de cara a las audiencias y,
también, ante hechos recientes, sugiere la necesidad de una autocrítica por
parte de los profesionales de la comunicación.
Ignacio Ramonet, el periodista español
que fue director del periódico francés Le Monde Diplomatique y es reconocido en
todo el mundo, escribió en su libro La explosión del periodismo que “un buen
número de periodistas cree que las que son sagradas son sus –no siempre
demostrables– opiniones, y no dudan por tanto en deformar los hechos para
adaptarlos como sea a sus prejuicios”.
Es seguro que no
pocos, por razones ideológicas y políticas si bien no profesionales, podrán
poner en tela de juicio las afirmaciones de Ramonet a pesar de su trayectoria.
Cuando conviene a determinados intereses el intento será descalificar a la
fuente, al autor, sin reparar siquiera en sus dichos. En otros casos, si las
palabras sirven para apuntalar las acusaciones o los prejuicios, bastará con
sobredimensionar el valor del enunciatario para justificar así un titular, un
zócalo televisivo, una noticia que está lejos de ser tal.
La frase citada de
Ramonet ha sido extractada de un capítulo que lleva por título “Mentirosos
compulsivos” e incluye el relato de varios casos famosos de todo el mundo donde
la intervención de los medios y los periodistas para falsear la verdad de los
hechos se transformó en un argumento fundamental para la acción política y
militar de los centros de poder. Recuérdese, sólo a modo de ejemplo, las
denuncias sobre las “armas químicas”, la “bomba atómica” y, en general, “las
armas de destrucción masiva” adjudicadas a Irak –información luego desmentida
por los propios invasores norteamericanos– y que justificaron la guerra de
aniquilamiento perpetrada a partir de marzo del 2003.
Lo que sucede entre
nosotros con el ejercicio del periodismo está muy lejos de tener los alcances
de la tragedia iraquí. Pero los métodos no son muy diferentes. Quizá la próxima
conmemoración del Día del Periodista (7 de junio) podría ser una ocasión para
que los periodistas intentemos una reflexión autocrítica –largamente
postergada– sobre nuestra labor, la responsabilidad que nos cabe, nuestras
condiciones laborales y, sobre todo, acerca del servicio que podemos prestar a
la sociedad. También para sincerarnos sobre aquello que no somos.
Ayudaría a esto
revisar hechos recientes como, por ejemplo, todo lo acontecido, visto y leído
en torno de la carta del papa Francisco a la presidenta Cristina Fernández.
Episodio en el cual, al margen de la endeblez de la fuente y de los errores
cometidos desde el Vaticano, quedó en evidencia la manipulación de los hechos,
la tergiversación de la verdad y la utilización política por parte de grupos
empresarios, medios y periodistas.
Nosotros... los
periodistas no somos objetivos. Parte de la falacia es pretender serlo. Pero
ello no implica que no podamos atenernos a la verdad de los hechos. Ser
veraces, exponer los acontecimientos con el mayor esfuerzo de rigurosidad
–aunque cualquier recorte esté impregnado por la mirada de quien selecciona–
tiene que ser un imperativo ético. Recortar, ocultar parte de la verdad o
inducir al error de las audiencias es manipulación y atentar contra la libertad
y el derecho a la comunicación de la ciudadanía. Es también faltarles el
respeto a quienes nos leen y nos escuchan.
Nosotros... los
periodistas no somos los guardianes de la democracia. La democracia tiene sus
propios mecanismos y recursos. A nosotros sí nos corresponde aportar datos,
elementos, informaciones plurales, apoyadas en fuentes ciertas y diversas, para
que los ciudadanos y las ciudadanas puedan adoptar sus propias decisiones.
También podemos
opinar. Después de informar y por nuestra calidad de ciudadanos y ciudadanos
que asumen –como otros– su compromiso con la sociedad. En nuestro caso, contar
con información supuestamente privilegiada y la utilización de los medios de
comunicación no hace sino aumentar la responsabilidad de nuestros actos.
El enfrentamiento
político e ideológico, la polarización de intereses y posiciones, está
generando una situación poco agradable y cómoda para el ejercicio del
periodismo. Y no por el presunto enfrentamiento entre quienes se presumen
“independientes” y aquellos que se autotitulan “militantes”. Sino porque el
periodismo como tal pierde credibilidad y, a renglón seguido, se desvirtúa y se
desdibuja su necesario aporte a la sociedad y la ciudadanía.
Ojalá podamos –todos
y todas– los que estamos en esta profesión revisar autocríticamente nuestras
propias prácticas profesionales. Sin olvidar ni subestimar nuestra condición de
trabajadores en relación de dependencia antes que “profesionales liberales”,
nuestras inevitables relaciones con el poder y la atención a las condiciones de
trabajo que, para la gran mayoría, son cada vez más precarizadas. Quizá,
reflexionando sobre el periodismo real, podamos rescatar el sentido de la
profesión en torno del servicio y a la búsqueda de la verdad.
MEDIOS Y COMUNICACION
Nacionalismo publicitario
Hugo Muleiro expone las prácticas
publicitarias de empresas internacionales que pretenden exaltar y explotar
sentimientos y valores asociados a la Selección de Fútbol.
Por Hugo Muleiro *
Es frecuente que los mundiales de
fútbol generen un gran movimiento en el universo de la comunicación, por el
hecho sencillo de que grandes porciones de receptores de los medios gráficos,
radiales y televisivos están abocadas al acontecimiento. Esto determina una
alteración profunda de las prioridades informativas, un cambio en las agendas
causado por estos certámenes, incluso en sus etapas previas. El fenómeno ya fue
visitado, en ocasiones innumerables, por expertos en comunicación, sociólogos y
politólogos, con las ópticas más diversas.
Algunos
posicionamientos se mantienen sin embargo en el tiempo. Uno de los más
repetidos es el que empieza y termina en la denuncia del aprovechamiento
político de cada mundial por parte de los gobiernos, en especial el del país
sede, aunque no exclusivamente. Experiencias nefastas, como el Mundial de 1978
en la Argentina asolada por la dictadura cívico-militar, alimentan conclusiones
rápidas y el trazado fácil de paralelismos a menudo carentes de rigor. En este
punto, lo más común es que todo gesto o acción de identificación y simpatía de
un gobierno con la selección nacional de fútbol sea señalado mecánicamente como
acto “populista” y de usufructo ilegítimo del deporte para “fines políticos”,
puestos de manera invariable bajo las peores sospechas. Esto es frecuente por
parte de quienes quieren para sí y sus intereses sectoriales el espacio que la
política llegue a ocupar.
Está visto y verificado
que muchísimos deportes, y en primer lugar el fútbol profesional, fueron
convertidos en una industria, privatizada en gran cantidad de países y para los
mundiales, con la constitución de un verdadero cartel global, dotado de fuerza
económica capaz de operar por encima de cualquier frontera y de pisar las
soberanías nacionales. Bien lo sabe el gobierno brasileño: sólo para dar un
ejemplo, se vio forzado a hacer enmendar una ley local y permitir con ello la
venta de cerveza en inmediaciones de los estadios en que se jugarán los
partidos, bajo la amenaza de perder la sede, con las consecuencias políticas
desastrosas que para cualquier gestión puede tener un hecho de esas
características. El cartel coaccionó, en este caso, en defensa de la multinacional
Budweisser. Lo que los mundiales agregan en el campo de la comunicación es un
repentino resurgimiento de sentimientos y valores que son exaltados y
explotados, más que por actores políticos locales, por esos mismos poderes
empresariales internacionales, ajenos por completo a cualquier noción de
pertenencia a lo nacional. En la Argentina, las multinacionales de las
telecomunicaciones, expertas en expoliar a sus clientes y estafarlos mediante
un sinfín de estrategias frente a las cuales los Estados suelen ser por demás
ineficientes, se calzaron la celeste y blanco y nos están dando lecciones de
patriotismo.
Uno de los casos más
alevosos es el mensaje que en estos días nos está diciendo que a los argentinos
“juntos no nos para nadie”, que nos respetamos y cuidamos y mancomunamos por la
Selección de Fútbol y que, en esto, nos volvemos “mejores”. Esta reivindicación
de una supuesta argentinidad, estructurada en un crescendo patético de
entonaciones nacionalistas, viene de la mano de una de las empresas que se sirve
de la debilidad de las soberanías para quedarse con servicios esenciales y
llevarse ganancias: Claro, perteneciente a América Móvil, que igual que Telmex
es propiedad del Grupo Carso, cuyo accionista principal es el multimillonario
mexicano Carlos Slim.
La multinacional de
origen estadounidense Procter & Gamble, presente en 160 países, invita
también a involucrarse en sentimientos nacionalistas apelando a la conductora
Susana Giménez, que se calza para la ocasión la casaca a barras celestes y
blancas por más que su patria de preferencia, como se sabe, es la ciudad de
Miami. P&G es, desde 2007, propietaria de Gillette, explotadora tradicional
de la argentinidad futbolística.
Si la pasión con un
equipo deportivo como expresión de nacionalismo es un asunto por demás complejo
y discutible, pocas dudas dejan las apelaciones patrióticas hechas por
multinacionales, cuya razón de ser consiste en expoliar a los países en los que
operan.
* Escritor y
periodista, presidente de Comunicadores de la Argentina (Comuna).
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