De Néstor a Cristina
La voluntad política del santacruceño partió en dos la esfera nacional. La presidenta de la Nación —y todo el oficialismo— descansaba en él toda la articulación del modus operandi arquitectónico. Néstor hacía aquí y deshacía allá sin consultar casi nada con nadie.
Era Kirchner el superministro (casi nunca en las sombras) que trazaba las líneas. El contador que fisgoneaba las cuentas públicas y el rosquero de la provincia más recóndita. Entre todos los vacíos que deja su figura, ese es el vacío imposible de llenar.
Por estas horas cae sobre la espalda de Cristina una lluvia de mochilas que —necesariamente— deberá ir delegando. La gran pregunta, el interrogante del millón, es a quiénes.
El Frente para la Victoria, la agrupación de gobierno, era un apéndice de Kirchner. Una construcción con demasiados cromos, antecedentes ideológicos y prácticas políticas que sólo el acendrado colchón del ex jefe del Estado podía mantener mullido.
En la férula kirchnerista conviven las históricas muescas caudillistas de Hugo Moyano, los usos y costumbres setentistas, el pragmatismo inalterable de los gobernadores peronistas y una constelación de espacios militantes nacida bajo el influjo del nuevo orden pingüino.
Kirchner era la piedra lanzada al agua pero también sus aureolas. Un ex gobernador santafesino que lo visitaba recurrentemente durante su gestión en la Casa Rosada contó asombrado la compulsión de Néstor por el poder: "¿Así que vos querés ser presidente? Vas a tener que ponerles a estos un montón de guita", chicaneaba. Luego mostraba el detalle de los subsidios a diferentes organizaciones del micromundo paraoficialista. De ahí a levantar el teléfono para preguntarle a alguna autoridad del Banco Central cómo se reconstituían las reservas. Tras anotar todo en una libreta, se la mostraba a su interlocutor y se jactaba: "Despacito, despacito, vamos armando el montoncito".
Aquel presidente que tenía perfectamente contados los pasos que debía dar desde su despacho hacia otros ámbitos de la Casa de Gobierno dejó, sin embargo, menos anécdotas que la sensación de vacío que bajó como un trueno al conocerse la noticia de su muerte. Es la madeja que ahora tiene en sus manos Cristina.
Trabar con la cabeza. Pero la sensación de hueco profundo que acampa en el territorio K también se refleja en el campo opositor. Era esa imagen agigantada del sureño lo que mantuvo escondida durante mucho tiempo la inercia y mediocridad de la oposición. Había (hay) opositores y no oposición.La tentación oficialista de hacer siempre un “Néstor contra el Resto del Mundo” caía de perillas a derecha e izquierda del panorama político. Con una economía alejada del consecuente estigma argentino de la crisis y con la reconstitución de la imagen presidencial, devaluada hasta el quinto infierno tras la gestión de la Alianza encabezada por Fernando de la Rúa, la permanente vocación de Kirchner de trabar con la cabeza y de marcar la cancha en cada episodio de la coyuntura formateaba el ya mítico estilo K que algunos emparentaban con “crispación”.
Esos vientos huracanados desembocaron en tempestades. El momento más paradigmático se construyó alrededor de la crisis del campo, un estentóreo cachetazo que le hizo besar la lona al gobierno, perder masa crítica entre la clase media que había votado a Cristina en 2007 y, finalmente, acelerar el proceso de desgaste con la derrota legislativa del 28 de junio de 2009.
Desde ese sitio impensado para quien se fue del poder con índices de imagen pública superiores al 70%, Kirchner radicalizó su acción política poniendo en el centro de la mira a los grupos mediáticos más importantes, reforzando la embestida contra la oposición y utilizando como alerce cierta estética setentista.
El “mix” K. Pero en la práctica, Kirchner jamás dejó de lado el pragmatismo típicamente peronista. Pese a las embestidas diarias contra los factores de poder históricos de la Argentina, se abrazó cada vez más al cacicazgo de Moyano al punto de dejarle el terreno preparado para que asuma la conducción del peronismo bonaerense. La movida mostró un punto de debilidad en el hacer kirchnerista. Poco a poco, el jefe de la CGT comenzó a convertirse en una piedra que complicaba el andar de Kirchner y erosionaba la relación con los intendentes del conurbano. En ese tramo lo encontró la muerte.
El dilema de Cristina (o al menos el más trascendente) es resolver lo que para afuera es una encrucijada. ¿Cómo recuperar a los sectores de clase media que no se sintieron (ni se sentirán) representados por la fórmula nac & pop ni por los trazos gruesos del líder camionero?
Tras el luto formal (la elaboración del duelo es otra cosa) todos estarán mirando a la presidenta. Las oleadas de hipocresía y el rictus ceremonioso se mantendrá hasta que la real necesidad del calendario electoral muestre sus dientes: la política —guste o no— es insoportablemente cruel.
Al margen de las apostillas, las anécdotas y las florituras de ocasión, conviene reflexionar sobre el estado ruinoso de la calidad institucional del país: ningún ex presidente dio el presente en el sepelio y tampoco se vio a ningún líder opositor cerca de la presidenta. Sea de quien fuere la decisión y las motivaciones, esas ausencias enmarcan a una Argentina oxidada e intolerante.
Parece de cumplimiento imposible el oxímoron que pronostica una Argentina condenada al éxito, al menos en lo que refiere a su calidad institucional.
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