Las muchas caras del peronismo
Beatriz Sarlo
Para LA NACION
En aquella época lejana, algunas fracciones del peronismo, ruidosas en las manifestaciones y muchas veces inclinadas a la violencia, gritaban: "Ni yankis ni marxistas, peronistas". Puedo recordar la noche del 19 de junio de 1973, víspera del regreso de Perón; como una descarga, la tensión electrizaba los bosques alrededor de Ezeiza. Desdibujadas por la niebla, avanzaban las columnas FAR-Montoneros y las de la Juventud Trabajadora Peronista, que se pechaban para ganar espacio con el Comando de Organización y la Juventud Sindical de remeras verdes, cuyos contingentes odiaban a los peronistas revolucionarios porque, fueran o no marxistas, eran "bichos colorados" o infiltrados. Todo el mundo sabe que esa llegada de Perón terminó con un enfrentamiento armado y una masacre. Desde el palco, encabezados por el siniestro Osinde, secuaz de López Rega, disparaba una facción que se reivindicaba verdaderamente peronista y que, como las columnas de la Juventud Sindical, no deseaba bichos colorados en el movimiento. El "zurdaje" siempre fue un insulto ortodoxo. Eva lo había odiado.
En aquel entonces, a la izquierda del peronismo radicalizado no estaba la pared (como hoy pretende el kirchnerismo), sino una franja muy variada de organizaciones marxistas, leninistas, trotskistas, guevaristas, maoístas, clasistas. Por programas, por tácticas y por ideología, esas organizaciones discutían entre ellas y criticaban a las muy distintas fracciones del peronismo, tan distintas que terminaron a los tiros. A lo sumo, el peronismo radicalizado competía con esos izquierdistas. Pero no quería confundirse ni fundirse con ellos. La identidad peronista, cuando era nacionalista revolucionaria, no se autodesignaba con la palabra "izquierda". En Ezeiza, mientras se esperaba a Perón en los fogones y las guitarreadas de esa noche premonitoria, los "bichos colorados" eran el objeto de un común apriete por parte de las organizaciones allí presentes, aunque los sindicales pensaran que los montoneros eran "bichos colorados" con camuflaje. Horacio Verbitsky ha dicho que el 20 de junio estallaron treinta años de contradicciones del peronismo.
No sé si los Kirchner llegaron con la columna Sur de FAR-Montoneros a Ezeiza. Yo estuve allí y cuando empezaron los tiros me saqué de un manotazo la boina roja con escarapela argentina que hasta ese momento había sido una especie de juvenil desafío, pero en la balacera me convertía en un blanco fácil.
Esa noche también volaba por los aires una nueva puesta en escena de un mito político convertido en tradición ideológica. La versión era la siguiente: la izquierda no había entendido al peronismo histórico (es decir, el del primer gobierno) por varias razones: era una elite intelectual extranjerizante e incapaz de captar la naturaleza misma de la cuestión nacional; su ideología era un reflejo de otras condiciones sociales e históricas; su origen de clase era culturalmente ajeno al pueblo y, sobre todo, extraño a las experiencias de esas oleadas que, desde la década del treinta, llegaban desde el interior a Buenos Aires.
Miembros de esa izquierda marxista, como Roberto Quieto o Marcos Osatinsky, cuando comprendieron su error abandonaron el Partido Comunista para confluir con las masas que, en cualquier momento, podían transformarse en revolucionarias. Los nacionalistas que provenían de la derecha no necesitaban exorcizar ningún pasado: simplemente se trataba de entender que el nacionalismo revolucionario peronista era la forma argentina de las revoluciones tercermundistas.
Esa noche en Ezeiza nadie podía adivinar el futuro. Nadie tampoco podía prever ni a Menem ni a los Kirchner. El menemismo habría sido descartado como una broma siniestra: ¿acaso un justicialista carismático podía convertirse en el jefe de una revolución reaccionaria que iba a mandar al tacho las conquistas del peronismo histórico y revocar su ideología? En esa noche de 1973, los problemas del peronismo eran cómo radicalizar a su líder, borrar a López Rega y sus siniestras extravagancias y hacer de Cámpora, apoyado por la "juventud maravillosa", el sucesor. Por su parte, la izquierda revolucionaria tenía otros problemas: evitar que el peronismo sedujera otra vez a las masas que, en algunos lugares, como Córdoba, había logrado dirigir en luchas obreras y movilizaciones.
Más de treinta años después sucedió lo que no se esperaba. El peronismo tiene dirigentes que arreglan un nuevo tablero. Aunque Aníbal Fernández diga en las tertulias organizadas por el ministro Boudou que él no es un progresista sino un peronista y la muchachada numerosa aplauda, el justicialismo alla Kirchner puede ser definido sin causar escándalo como "una suerte de peronismo socialdemócrata, una renovación peronista sucediendo". Lo afirma un distinguido sociólogo. Como tomo la cita del anticipo publicado en Internet de un libro que aparecerá en estos días, me excuso de citarlo y el lector disculpará mi precaución.
En 1983, Italo Luder, el candidato justicialista a presidente, aceptó la autoamnistía de los militares. Y todos los peronistas que conozco votaron a ese candidato. Después, el peronismo debió examinar y desinfectar las heridas de su derrota electoral ante Raúl Alfonsín. Si hubo una palabra maldita en el vocabulario peronista de los años 80 esa fue "socialdemócrata". A Alfonsín se lo acusaba de socialdemócrata. La revista Unidos (escrita por intelectuales que hoy militan en Carta Abierta, como Horacio González; políticos reaproximados al peronismo por la vía K, como Chacho Alvarez; periodistas de Página 12 como Mario Weinfeld) consideraba que la socialdemocracia era una maldición o una inepcia del reformismo pequeñoburgués. Cafiero, en ese entonces el dirigente máximo de la renovación peronista, no es un socialdemócrata sino un social cristiano o, en todo caso, un peronista instruido por la doctrina social de la Iglesia.
Evidentemente, en treinta años han pasado muchas cosas con nuestro vocabulario. Pero no tantas como para equivocarse y pensar que, por primera vez, el peronismo atrae a sectores salidos de la tradición progresista. Eso también sucedió en 1973, cuando esos sectores progresistas, por lo menos en parte, votaron por Cámpora. La Plaza de Mayo de 1973, el día en que Cámpora asumió el gobierno, estaba llena de ellos, gente muy parecida a la que hoy confluye en Carta Abierta, ilusionados entonces en la vía morganática al socialismo.
Hoy, el escenario muestra otra disputa por la palabra. En una importante plataforma televisiva del kirchnerismo (el programa 6, 7, 8, que se emite por Canal 7), el hiperoficialismo monta un mecanismo para cortar el campo ideológico entre derecha e izquierda. Es una laboriosa tarea de "desmitificación" que presupone que todo enunciado político oculta su verdad y transmite una distorsión. Esto, naturalmente, no vale para los enunciados del Gobierno, cuya verdad, en cambio, estaría distorsionada por conspiraciones interpretativas opositoras. El sujeto político de izquierda debe entrenarse en esta tarea desmitificadora por la cual caen los velos del encubrimiento y reluce lo que está debajo: intereses materiales inconfesables. Para eso está la pedagogía de 6, 7, 8 , cuyo teorema enseña que se es de "izquierda" porque se es kirchnerista y se es kirchnerista porque allí está la izquierda: un impecable círculo de autolegitimación. Así, las cosas son fáciles.
Como sea, se reabrió un debate que, durante dos décadas, transcurrió en sordina o fue desacreditado. No sé cuánto trasciende ese debate más allá de sectores movilizados de capas medias. Quienes quisimos mantenerlo abierto durante el menemismo no encontramos interlocutores peronistas excepto cuando esos peronistas dejaban de serlo y se separaban del movimiento. No eran muchos. No recuerdo a los peronistas discutiendo el libro de Norberto Bobbio Derecha e izquierda . No parecía un problema que les importara. Bueno, nunca es tarde.
Hoy, los voceros ideológicos del Gobierno administran el matasellos de la izquierda y colocan inexorablemente a cualquier opositor en la derecha. Absorben a gente como Sabbatella y tratan de destruir la competencia de base, sindical o parlamentaria. Para el Gobierno, derecha e izquierda son lugares respecto de sí mismo.
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