Por
Pasan los años y nos acostumbramos a llamar a esa fecha como lo indica la ley de 2007: Día de la Diversidad Cultural. Hablamos del 12 de octubre, día en que arribó a las orillas del nuevo mundo Cristóbal Colón en 1492. Es conocido que el genocidio, durante muchos siglos, fue un tema tabú para Latinoamérica. La madre patria, española, era intocable en los libros y manuales escolares. Como si lo sucedido hubiera estado justificado. El fin de esa colonización fue el robo de las incalculables riquezas de las tierras y la matanza de los que habitaban en ellas. Pero el peor castigo fue de la mano del criollo, de aquel que, tal vez por la mezcla de su sangre, se creyó superior a quien era el verdadero dueño de estas pampas. El criollo se juzgó como descendiente de una estirpe que merecía seguir extinguiendo la herencia milenaria. Los empleados debían ser los mal llamados “aborígenes” porque sólo para eso servían. En la Argentina, como no fue suficiente matanza la de los españoles, el presidente Roca planeó eliminar a los pueblos del sur. La campaña al desierto idolatrada por la historia de Mitre, no fue otra cosa que un nuevo genocidio, pero a manos de los propios hermanos. Jamás los pueblos originarios fueron considerados por la sociedad por ser parte de una barbarie. Aunque los siglos fueron pasando, nunca se reconocieron los derechos que cada uno de ellos tenían por historia y pertenencia. En el último siglo, los autóctonos, marcharon en miles de ocasiones en busca de una reivindicación social y moral, más que jurídica, como el conocido “Malón de la Paz” de 1946. Siempre fueron recibidos por el silencio. La nueva modalidad de extinción, en los ’90, fue venderles la poca tierra que les quedaba a los capitales inversores, que sólo invierten para afuera y degradan para adentro. El sur fue el punto cardinal elegido para hacerse de inmensos paisajes que jamás pertenecieron a otros que no sean los nativos. Hace dos años duerme en el Congreso una promesa que llenó de esperanza a los pueblo originarios por un tiempo, hasta que los legisladores lo apagaron. El proyecto de ley de “Reparación Histórica” que supone entregar, por primera vez, el título de propiedad a las aldeas que aún existan en nuestro país, nunca fue tratado en el recinto. Otra vez, el silencio les respondió. El 12 de octubre se debería reflexionar si sólo con haber cambiado el nombre, se logró recomponer tanta sangre derramada.
Pasan los años y nos acostumbramos a llamar a esa fecha como lo indica la ley de 2007: Día de la Diversidad Cultural. Hablamos del 12 de octubre, día en que arribó a las orillas del nuevo mundo Cristóbal Colón en 1492. Es conocido que el genocidio, durante muchos siglos, fue un tema tabú para Latinoamérica. La madre patria, española, era intocable en los libros y manuales escolares. Como si lo sucedido hubiera estado justificado. El fin de esa colonización fue el robo de las incalculables riquezas de las tierras y la matanza de los que habitaban en ellas. Pero el peor castigo fue de la mano del criollo, de aquel que, tal vez por la mezcla de su sangre, se creyó superior a quien era el verdadero dueño de estas pampas. El criollo se juzgó como descendiente de una estirpe que merecía seguir extinguiendo la herencia milenaria. Los empleados debían ser los mal llamados “aborígenes” porque sólo para eso servían. En la Argentina, como no fue suficiente matanza la de los españoles, el presidente Roca planeó eliminar a los pueblos del sur. La campaña al desierto idolatrada por la historia de Mitre, no fue otra cosa que un nuevo genocidio, pero a manos de los propios hermanos. Jamás los pueblos originarios fueron considerados por la sociedad por ser parte de una barbarie. Aunque los siglos fueron pasando, nunca se reconocieron los derechos que cada uno de ellos tenían por historia y pertenencia. En el último siglo, los autóctonos, marcharon en miles de ocasiones en busca de una reivindicación social y moral, más que jurídica, como el conocido “Malón de la Paz” de 1946. Siempre fueron recibidos por el silencio. La nueva modalidad de extinción, en los ’90, fue venderles la poca tierra que les quedaba a los capitales inversores, que sólo invierten para afuera y degradan para adentro. El sur fue el punto cardinal elegido para hacerse de inmensos paisajes que jamás pertenecieron a otros que no sean los nativos. Hace dos años duerme en el Congreso una promesa que llenó de esperanza a los pueblo originarios por un tiempo, hasta que los legisladores lo apagaron. El proyecto de ley de “Reparación Histórica” que supone entregar, por primera vez, el título de propiedad a las aldeas que aún existan en nuestro país, nunca fue tratado en el recinto. Otra vez, el silencio les respondió. El 12 de octubre se debería reflexionar si sólo con haber cambiado el nombre, se logró recomponer tanta sangre derramada.
No hay comentarios:
Publicar un comentario