lunes, 4 de octubre de 2010

muy bueno

El consenso como tótem y tabú


Por Eric Calcagno (Miradas al Sur)

Está de moda hablar de consenso y conflicto, o, con más precisión, alabar el consenso y denostar el conflicto. Con este enfoque voluntarista y psicológico, la solución o agravamiento de los problemas depende del buen humor, de los modales finos, del diálogo. Es el típico abordaje que privilegia las formas e ignora el fondo de los problemas. Así, si sólo se discute sobre lo accesorio, nadie se ocupa de lo fundamental. Según este enfoque, la urbanidad y buenas costumbres –como se decía antes– determinarían la realidad más que los intereses políticos, económicos y sociales. Una opinión válida puede quedar descalificada porque se la expresa con vehemencia. No se discuten los argumentos: para estigmatizar, basta con atribuir al oponente la característica de violento.
Sin embargo, existen los problemas reales y las diferencias de opiniones y de intereses son inevitables. Entonces, los grupos dominantes procuran que no se expresen los disensos; así, puede parecer que no existen, y así es posible que nada se modifique (o que cambie algo para que el resto quede igual). Entonces, el consenso pasa a ser el tótem (que en la terminología de Freud es una especie de entidad tutelar que protege y ayuda a los miembros de un mismo clan y es el origen de una serie de prohibiciones sociales). Pero la verdad es que las discrepancias no se pueden difundir, ya sea porque se las omite o porque sus autores no tienen acceso a los medios de comunicación.
En general no existen consensos sobre temas importantes que afectan intereses, sólo surgen en un plano de generalidad y abstracción, que desaparecen cuando se evalúan las medidas de gobierno necesarias para cumplirlos. Entonces, a través de la historia han aparecido las artimañas y las medidas de fuerza para ejecutar sin discutir: por ejemplo, el poder por derecho divino; matar o encarcelar a quienes no están de acuerdo; la antinomia “civilización o barbarie”, y las posiciones dominantes en los medios de comunicación.

El tótem religioso. Al principio predominó el tótem religioso. Los gobernantes lo eran por designio de Dios. El ejemplo típico son las monarquías; los Reyes no necesitaban ninguna convalidación adicional y realmente ejercían el poder. Con el tiempo se fue debilitando la concepción metafísica del origen del poder, pero algunas excepciones perduraron hasta hace pocos decenios; recordemos al “Caudillo de España por la Gracia de Dios”. Ahora sólo quedan resabios, pues los actuales monarcas no ejercen el poder político: “reinan pero no gobiernan”; simbolizan la continuidad jurídica de los Estados, pero no ejercen el poder.
En otra escala, hay grupos sociales o económicos que se autoproclaman como los tótems; un ejemplo reciente es el de los empresarios agropecuarios, que se ungían como “el campo”, al que a su vez se identificaba con la Patria; luego, quienes querían cobrarle impuestos eran “pérfidos antipatriotas”. Otro tótem que sufrieron los países latinoamericanos fue el protagonizado por algunas instituciones y grupos que se consideraban custodios de la nacionalidad o de la pureza; este integrismo los autorizaba –según su criterio– para intentar golpes de Estado.
De acuerdo con las concepciones religiosas de la política, era lógico matar a los oponentes que representaban al diablo o a su equivalente local. Después comenzaron a prevalecer algunos bienes terrenales, tales como la sociedad y la economía, y la política comenzó a adueñarse de la escena. Surgieron las categorías de gobernantes y gobernados, emergieron los ciudadanos y las naciones. Al enemigo se lo derrotaba en el plano político (en la democracia con los votos), pero no se lo mataba, como a los vencidos en la guerra. Se introduce un factor de racionalidad, que no existía cuando la metafísica gobernaba a la política (¿por qué voy a discutir con los demás, si a mi conducta la dicta Dios?). No había absolutamente nada que consensuar.

La antinomia civilización o barbarie. Después, la idea del progreso fue reemplazando a la de Dios; otra vez la política quedo relegada. La antinomia era “civilización o barbarie”. Era el marco cultural para exterminar al gaucho, matar o amansar a los caudillos del interior, apropiarse de las tierras (conquista del desierto), insertarse en el mundo como periferia del Imperio Británico y descalificar a los nuevos obreros industriales a partir del decenio de 1940.
¿Qué consenso había en esa época? Ninguno, porque no existían interlocutores. Las pugnas eran entre facciones de un mismo proyecto, para decidir quiénes gerenciaban el mismo programa de gobierno.

Desinformar y manipular al soberano. Recién con el surgimiento de la chusma radical y los cabecitas negras peronistas, la oligarquía se enfrenta con competidores reales, que aspiran a otro modelo de país. Debe, entonces, politizarse porque peligra su dominación. Ya pocos creen en tótems y además ellos no son los únicos proveedores. Antes tenían las posiciones dominantes en la política y en la palabra. A principios del siglo XX se convirtieron en un actor político más, que además perdía las elecciones. Entonces recurrió primero al fraude electoral y después a los golpes militares y de mercado.
Cuando esta táctica real no da para más, pasa a primer plano lo simbólico, con las posiciones dominantes en los medios de comunicación. Es una versión decadente de “el pueblo es soberano; entonces debemos educar al soberano”. Ahora se trata de “desinformar y manipular al soberano” para influir sobre la opinión pública y quedar en situación de recuperar el gobierno. En muchos casos se abandona una regla de oro del periodismo honesto, que consiste en presentar la información verídica y después opinar con libertad sobre ella. Ahora se tergiversa la información; un ejemplo común es la contradicción entre los títulos (que todos leen) y el texto.
Los consensos resultan engañosos cuando quienes negocian están impulsados por una opinión pública o sectorial manipulada. Un ejemplo típico es la discusión de las retenciones agrarias en 2008; al cabo de dos años se demostró que la rentabilidad de los productores hubiera sido mayor con la resolución 125.
Estas características de la información no influyen sobre la índole de los consensos, que sólo son tales cuando su generalidad los vuelve inocuos. Casi siempre desaparecen en cuanto se tocan intereses.

La muerte del tótem y del tabú. En síntesis: los tótems y los tabúes ya no existen entre nosotros. Desaparecieron los emblemas protectores de la tribu y con él las prohibiciones que generaba. El consenso dejó de ser un tótem; es sólo un modo de negociar, que en general fracasa cuando se tocan intereses. Al mismo tiempo desaparecieron muchos tabúes, que –de acuerdo con el diccionario– es la condición de personas, instituciones y cosas a las que no es lícito censurar o mencionar.
Ahora no hay tótems: el miedo o el temor reverencial no protegen más. Tampoco hay tabúes: ningún tema de discusión está vedado ni nadie es intocable. Como en toda discusión, se oscila entre el consenso y el conflicto; en democracia, lejos de ser un drama es una ventaja, porque los problemas se discuten a fondo y los resuelve la voluntad de la mayoría.

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