lunes, 24 de octubre de 2011

EL CAMINO DE CRISTINA FERNANDEZ DE KIRCHNER

La fuerza de ella

Radiografía del año más duro en la vida de Cristina Fernández de Kirchner: cómo fue el recorrido desde la muerte del ex presidente a la arrasadora reelección. Las continuidades, los cambios y el papel de los jóvenes.
 
Por Sandra Russo
Hace casi un año –dentro de apenas tres días– esa mujer que desde 1975 se llama Cristina Fernández de Kirchner, se quedó repentinamente viuda. Aunque ella ha dicho que desde el primer día “sabía lo que tenía que hacer”, esto es, ser candidata a la reelección, entre tomar esa decisión y darle cauce con los resultados obtenidos ayer, hay un trecho que recorrió sola, con sus propios pasos, su propia experiencia y su intuición política. No dejó de invocarlo ni de llorarlo a Néstor, pero tampoco dejó de trabajar. El apego al trabajo siempre fue un rasgo de los dos, pero desde la muerte de él Cristina ha asegurado, en muchos discursos y en la práctica, “redoblar el esfuerzo”. No era una manera de decir.
Apenas enviudó, le ofrecieron negociar su gobierno desde los grandes medios y la oposición, como si todavía entonces, hace tan poco, CFK hubiese sido el títere que pretendían y no la dirigente que es, capaz de convertir la adversidad en fortaleza. Capaz de muchas otras cosas, en rigor. Su primer mandato dejará al país en una situación tan ventajosa –en términos de datos duros y en los términos blandos que millones de argentinos confirman en su vida cotidiana– respecto de todo lo vivido desde hace décadas, que aunque lo llamen viento de cola, esa expresión despectiva no alcanza a medir otros atributos del presente, como el fervor militante, un fenómeno que, por ejemplo, este fin de semana registró la cadena Al Jazeera como un dato curioso y a contracorriente de lo que sucede en todo el mundo con los jóvenes. La de ayer fue, al mismo tiempo, la victoria de un liderazgo y la reafirmación de un proyecto político. La conversión de la adversidad en fuerza ha sido la clave del gobierno de Cristina, atravesado en 2008 por una crisis que ella misma, pero no ella sola, caracterizó como destituyente. “Hoy es su ausencia la que me da fuerza”, ha dicho hace unos meses recordando a su esposo, para explicar esa obstinación y ese despliegue de energía que le imprimió a su campaña, que pensó y dirigió personalmente, al mejor estilo pingüino.
Esa palabra, fuerza, que fue la base de la campaña, se la empezaron a gritar a ella hace casi un año, en aquel día de dolor, cuando nadie podía aventurar qué pasaría, y si podría. Pudo. Volvió a convertir la adversidad en fortaleza, pero más allá de las metáforas: su fortaleza política ahora tiene nombre propio. Como un guiño colectivo y salteando intermediarios, ella devolvió el grito, y fue escuchado. La campaña, en ese sentido, fue un diálogo.
Lo que desde 2008 sus más emperrados detractores insistieron en llamar “doble comando”, y que consistió en una descalificación de género que indicaba que ella no gobernaba, que gobernaba él, fue en realidad una pareja que funcionó en equipo durante 36 años. No fue la única pareja de dirigentes políticos, aunque sí la que llegó más lejos en la historia argentina. Vivieron como otras parejas de dirigentes políticos, respaldándose y apoyándose. Quizá la connotación sospechosa y despectiva del “doble comando”, o aquella otra, la de “la yegua”, dé el rodeo suficiente como para tener en cuenta el clima generado por una oposición que sin escuchar las reiteradas invitaciones a discutir políticas, abusó de la oferta mediática al respecto y se inclinó por los agravios personales y las generalizaciones. Ayer se confirmó que en una sociedad altamente politizada, esas operaciones dieron resultados paradojales.

La pérdida

El 27 de octubre de 2010, CFK sufrió lo que declara como el dolor más fuerte de su vida. Desde 1975 venía compartiendo pareja, familia y militancia con él. Era su pared y su amortiguador. Su protector. Hace casi un año nadie sabe qué fue lo que sintió ella, ni la dimensión existencial en la que se hacen algunos juramentos, pero los acontecimientos se parecen mucho a una promesa cumplida.
Conociendo la historia de esa pareja y la pasión por la política que los envolvió cuando eran muy jóvenes, la histórica victoria que ayer le dio a CFK su reelección es, por un lado, no menos de lo que esa mujer deseó lograr para tributárselo a él. Pero por el otro, esa victoria la renombra a ella sola conductora y síntesis del proyecto político que empezó en el 2003 y cuya declinación fue mil veces diagnosticada y anunciada al público por múltiples portavoces. Las características de esta escena indican, sin embargo, que CFK supo leer la realidad y actuar sobre ella de un modo que le permitió no sólo que cada vez más sectores percibieran que este proyecto es a su favor y no en su contra, sino también que este proyecto tenga un rumbo claro y destinatarios explícitos: los jóvenes. Después de las primarias, cuando los porcentajes a su favor sorprendieron hasta al oficialismo, se puso en marcha una interpretación que recogía esta semana la pregunta de un corresponsal extranjero: “¿Hasta qué punto su viudez no influyó en su imagen positiva?”. Y un poco más allá, para los más impudorosos: “¿Sobreactuó?”. No son preguntas demasiado atrevidas en un país en el que hubo dirigentes opositores que hasta declararon haberse “alegrado” por la muerte del ex presidente, que dicho sea de paso dejó el gobierno con la mejor imagen de un presidente al término de mandato desde el regreso de la democracia, y con su esposa como sucesora democráticamente electa. Es decir: hay datos duros de esta historia que son sistemáticamente escamoteados por uno de los relatos que existen sobre el presente. Pero hay demasiada gente que apoya el modelo gobernante como para que todos ellos sean pagos, extras o corruptos.
Con la muerte de su marido, Cristina no tenía alternativas, porque nadie más que ella sintetizaba su proyecto para todos los sectores que lo integran. Pero no porque haya sido la mujer de Kirchner, como también pretendieron simplificar. Haber visto cómo manejó las listas para perfilar su gobierno, cómo mantuvo su eje hacia fuera y hacia adentro de su fuerza, cómo decidió comunicarse con los ciudadanos y cómo aprovechó cada minuto de este año para repartirse en los múltiples e intensos ejes de la gestión, la dispensan de tener que seguir dando exámenes de capacidad y cintura política.
Aunque no sea de las más mencionadas, una de las vías más importantes de comunicación con los ciudadanos fue su calma. Cualquier desborde, aun alguno entendible en cualquier otro, a ella le hubiera sido cobrado muy caro. No contestó ni desmintió nada, salvo lo indispensable, como el precio de su habitación en un hotel de París o la compra de decenas de pares de zapatos, constituyéndose en la primera presidenta argentina que debe dar explicaciones sobre algunos items que cuando hubo presidentes varones no formaron nunca parte de la agenda periodística. Se paró más arriba de donde se cotorrea, se conspira o se confunde. Se preservó dejando hablar.

Las mil flores

En 1975, cuando ella se convirtió en la esposa de Néstor Kirchner y comenzó a dar, muy lentamente, los pasos que ayer la llevaron a la reelección, muchos, millones de los que la votaron no habían nacido. A quienes ella se dirigió especialmente en los últimos meses, y quienes aparecen como sus principales interlocutores, los jóvenes, les tocó vivir en un país beige, que cíclicamente viraba hacia la oscuridad. La democracia del bipartidismo neoliberal era lo único conocido. No curaba, no alimentaba y no educaba, y nadie daba un peso por ella. Ni siquiera uno de los pesos que equivalían a un dólar durante toda la década en la que parecía que gobernaba el peronismo pero no se notaba. Quizá por eso tampoco se notaba el antiperonismo, que se urticó recién después del 2003. En los ’70, Cristina fue una joven, como tantos otros jóvenes argentinos, que atajaron con toda su humanidad la época que les tocó. Su juventud transcurrió en La Plata de 1973, en aquella universidad atravesada por todos los dilemas de ese tiempo. No todos los compañeros estaban de acuerdo. Se discutía todo y sin parar. La política, que ella ya traía de su casa, fue el ungüento de esa generación. Frente a otros caminos, ella y su marido siempre defendieron la política. Decían que a las cosas había que cambiarlas con política. Que la política era la herramienta, el instrumento y la oportunidad. Que lo que había que hacer, sin parar y sin desfallecer, era política, y sobre todo, construcción política.
Lo que trajeron muy claramente a la escena argentina tanto Néstor como Cristina es aquel “otro modo” de hacer política que desde una parte de la conciencia nacional se reclamaba desde hacía mucho. Cuando todo estalló en el 2001, y el grito se simplificó en el “que se vayan todos” que ahora suena en otros lugares y en otros idiomas, lo que se reclamaba era que se rompiera ese hechizo que hacía a la política más un juego de salón que de territorio, más un puente hacia la popularidad televisiva que hacia el corazón de un pueblo.
Cristina ha trabajado durante toda su presidencia en dos niveles paralelos, el material y el simbólico. No lo descubrió ella ni era un secreto para nadie: en la Argentina nunca dejó de haber sectores que intentaron dar la batalla cultural necesaria para romper el hechizo del Pensamiento Unico. Esas voces nunca se callaron, provenían de diferentes lugares del pensamiento argentino y formaron parte de las minorías que a lo largo de los ’90 vieron impotentes pero no desorientadas cómo la política se rendía a los mercados. Ella da cuenta minuciosamente de esos años cuando relata cómo el ex gobernador de La Pampa, Marín, debió intervenir para que Néstor Kirchner y Domingo Cavallo no se fueran a las manos antes de la firma del Primer Pacto Fiscal, al principio del desmantelamiento del Estado y el saqueo a las provincias. Después de eso, Néstor se puso a estudiar Economía, porque había entendido algo: para que otro proyecto político tuviera chances de prosperar era necesario que los dirigentes políticos abandonaran la pose de eternos escuchas de los técnicos económicos, y que hubiera superávit fiscal y comercial.
A eso se dedicó y así le dejó el gobierno a ella. Pero ella se desdobló y se ocupó, además, de lo simbólico. Tampoco entonces inventó nada: en el Salón de las Mujeres desde el que se hacen los anuncios oficiales, o desde el salón de los Patriotas Latinoamericanos, en la ex Aduana Taylor donde se sintetizan los doscientos años de historia, en sus permanentes llamados al orgullo y la autoestima, en los logros científicos y deportivos, en la reaparición de las palabras “patria” y “pueblo” no hay ningún invento nuevo. Estaba todo. Desarmado, obturado, bloqueado, silenciado, pero cada eslabón de lo que algunos llaman “relato kirchnerista”, ya estaba, fragmentario y empequeñecido después de varias derrotas, encarnado en millones que siempre creyeron que había que recuperar el Estado, viciado primero, y achicado y demonizado después. Cristina Kirchner lleva adelante nuevas estrategias pero no nuevas aspiraciones. Quizá eso explique por qué tantos sectores se apropiaron y defienden este proyecto. Estamos en democracia y ese proyecto los representa. Es bastante simple. Pero si hay un motor claro del proyecto que ella impulsa y conduce, si hay un actor emergente y decisivo de la construcción política que estalló el día en que ella lo perdió a él, son los jóvenes. Los que nacieron en democracia. Los que nacieron cuando en este país la democracia parecía siempre ineficaz para mover de lugar algunas cosas demasiado importantes como para olvidarse de ellas. “Un puente entre generaciones”, dijo ella que quiere ser cuando lanzó su candidatura. Hoy vivimos esta inesperada escena en la que emerge el liderazgo inequívoco de una mujer, y en la que sus principales interlocutores son las nuevas generaciones. Hay unión por amor y no por espanto. Esto es lo nuevo que pasa. Aquel viejo hechizo, finamente, se rompió.

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