ensayo
La comunidad organizada del siglo XXI
Un grupo de intelectuales vinculados al peronismo y a sectores independientes se ha reunido bajo el nombre de Grupo Consenso y se presenta en sociedad con este documento en el que plantea la necesidad acuciante de que el país ponga en discusión un programa político-cultural que, a su juicio, está deslizando a la Argentina a una situación crítica. Advierte contra el “sedicente progresismo” de pensadores cortesanos, tanto oficialistas como opositores.
Podría decirse que en la actualidad el debate cultural del país transcurre en las catacumbas, mientras la superficie es ocupada por intelectuales cortesanos y un amplísimo dispositivo (oficial y oficioso, oficialista y opositor-de-Su-Majestad) que difunde y amplifica todo lo que discurre por el sendero de lo políticamente correcto, mientras pone sordina o relega al pie de página las voces que amenazan el dogma predominante.
Ese dogma se autodefine como “progresismo” y, en general, concibe como progreso distintas variantes de la decadencia. Se trata, en rigor, de un retroprogresismo: en temas fundamentales simula que la realidad no cambia y se mantiene anclado a ideas, tics o reflejos condicionados de un patético anacronismo.
Este sedicente progresismo es, en rigor, agente del statu quo. Divorciado hace rato de reivindicaciones y pulsiones sociales que en el pasado le dieron razón de ser y legitimidad, el progresismo de hoy tiende a reagruparse conservadoramente alrededor de recetas, cuyos elementos básicos se encuentran en una concepción secularizada del mundo y en un afán normativo que tiende a juridizar derechos disímiles, definidos todos como “derechos humanos”, en un listado sin fin, en el que muchos de ellos son contradictorios con otros y que conviven en el caldo de un relativismo trivial, para el cual, al fin de cuentas, no hay jerarquía alguna de valores.
Lo que en los orígenes se presentaba como un movimiento propio de la realidad, ahora debe ser impuesto a esta como una acción normativa deliberada apoyada en un código de pensamiento, el “pensamiento políticamente correcto”.
Se trata, ahora, de un moralismo sin valores, sin tradición viva, sin identidad. Según esta orientación, las identidades no se despliegan ni se desarrollan: se construyen arbitrariamente, en un movimiento paralelo de adecuación a la decadencia y de elevación de la decadencia a principio fundante, en nombre de una libertad concebida como exaltación absoluta del “Yo”, y de la comunidad concebida como una yuxtaposición de átomos, una especie de Babel indiferente, en la que el sentido no está extraviado, sino que ha desaparecido ante una pretendida neutralidad valorativa para la que, como diría el filósofo Minguito, todo “se gual”.
El grupo intelectual “progresista” hoy predominante es el que funciona como Corte Cultural del Gobierno central, un colectivo de funcionarios, becarios y aplaudidores que aportó al Gobierno el adjetivo “destituyente” para calificar la movilización rural y urbana de 2008.
Más allá de sus conquistas presupuestarias, de sus kilométricas cartas abiertas y de la resonancia que le facilita el aparato mediático, la verdad es que ese sector influye mínimamente en las políticas del oficialismo; más bien su tarea reside en elaborar un envoltorio de justificaciones capaz de contener el respaldo al Gobierno de algunas fracciones de los sectores medios así como de aportar adorno al “relato” oficialista. Estos bravíos apologistas de revoluciones lejanas no se animan siquiera a objetar seriamente al Gobierno la adulteración de las cifras del Indec.
Si se trata de debatir políticas efectivas, los exponentes más genuinos del Gobierno –sus intelectuales más orgánicos– son funcionarios como Guillermo Moreno, Ricardo Etchegaray, Gabriel Mariotto, Julio De Vido o Carlos Zannini. Son ellos –y, por supuesto, la propia Presidenta y, en su momento, Néstor Kirchner– los que encarnan los conceptos y la práctica del llamado modelo, que va más allá de lo económico, aunque esta dimensión tenga un peso sustancial. El hipercentralismo, la falsificación estadística, la manipulación informativa, los límites a las libertades, el manejo discrecional de los recursos nacionales, el unitarismo fiscal, las presiones sobre todo sector que pretenda ejercer autonomía (desde la prensa o la Justicia al movimiento obrero o las conducciones territoriales) son puntos de un programa político-cultural que no surge de ningún debate de los cenáculos culturales oficialistas, sino que es la decantación del recetario progresista en las condiciones de un gobierno que, surgido principalmente del voto del peronismo, obedece a otras consignas y a otras prácticas.
Como intelectuales vinculados al peronismo y a sectores independientes que convergen con él en estas circunstancias, manifestamos la necesidad acuciante de que el país ponga en discusión ese programa político cultural que está deslizando a la Argentina a una situación crítica, apenas disimulada por la inercia de un consumo que empieza a chocar con la fatalidad del ajuste; un programa político cultural sin rendición de cuentas, hecho de gastos irresponsables, de subsidios inequitativos, de creciente déficit público, de exacción de las provincias y colonialismo interno, guiado por objetivos de corto plazo. Un programa que, ante nuestros propios ojos, a veces insensibilizados, consagra la pobreza (y la oculta estadísticamente), estimula la desintegración social y sume al Estado en la impotencia en materia de seguridad, educación, incorporación efectiva de los marginados y cumplimiento de sus compromisos con los jubilados.
El peronismo mismo afronta hoy un gran desafío. Desde el Gobierno y desde la oposición, se alzan voces para proclamar su caducidad histórica y postular su desaparición. El oficialismo pretende sustituirlo por el “kirchnerismo”, ampulosamente publicitado como una “fase superior” del justicialismo. Desde cierta oposición, sea a través de Plataforma 2012 o de otros grupos de matriz liberal, se busca también atraer a sus presuntos restos mortales para nutrir a nuevos experimentos de centroizquierda o de centroderecha.
En todos los casos, existe un común denominador: la implícita caracterización del justicialismo como una bestia descerebrada, un espacio conceptualmente vacío y la absoluta ignorancia acerca de la doctrina y el pensamiento estratégico de Perón. El núcleo básico de esa doctrina, cuya vigencia política puede ser compartida en la actualidad por amplios sectores sociales es el concepto, el modelo y la estrategia de transformar la masa en pueblo, apuntando a la comunidad organizada, modelo ciertamente único y original para América latina y aún más allá de ella, ante la caída de otros modelos políticos, y condición indispensable para el imperio de la justicia social, concebida como una opción de equilibrio y armonía para la constante y natural tensión entre el individuo y la sociedad, que en el plano ideológico se manifestó históricamente en la lucha entre el individualismo liberal y el colectivismo totalitario.
Perón define la comunidad organizada como la conjunción entre “un gobierno centralizado, un Estado descentralizado y un pueblo libre”. El “kirchnerismo” encarna el intento de reemplazar al peronismo como movimiento nacional por un “Partido del Estado”, vertebrado desde arriba hacia abajo, que neutraliza, para ponerlas a su entero servicio, las estructuras políticas territoriales, las organizaciones sindicales y en general todas las organizaciones libres del pueblo.
En esta nueva etapa política, el Partido del Estado corre una carrera contrarreloj para lograr su objetivo de perpetuarse en el poder. Antes de 2015 se propone eliminar cualquier posible alternativa peronista para la sucesión presidencial. De allí la necesidad imperiosa de embestir ya no sólo contra una oposición políticamente desarticulada, sino contra quienes hasta ahora habían sido sus más importantes aliados tácticos, como el gobernador Daniel Scioli o el secretario general de la CGT, Hugo Moyano.
Nosotros no queremos un Estado inerte ni un Estado faccioso, sino un Estado fuerte y eficaz, que pueda cumplir sus misiones indelegables en materia de salud, educación, seguridad y defensa, fiscalizar adecuadamente el funcionamiento de los servicios públicos y asumir las tareas vinculadas con la preservación del medio ambiente y de lucha frontal contra el narcotráfico en todas sus manifestaciones.
Un Estado que se ocupe de las grandes estrategias nacionales, de intervenir con políticas que liberen las fuerzas creativas y productivas de la Argentina, encorsetadas por políticas anacrónicas, de impulsar la productividad, el desarrollo social, la integración territorial y el federalismo.
Sólo en estas condiciones podrá afrontarse con éxito la lucha contra el desempleo, la pobreza y la marginalidad social, prioridad insoslayable en la construcción de una sociedad más justa. A través de un sistema educativo renovado y fortalecido, podremos restablecer valores de respeto, disciplina, urbanidad y armonía, así como la cooperación y las jerarquías entre educadores, alumnos y familias. Nuestra Argentina tiene que debatir y poner en práctica políticas capaces de incorporar al trabajo, la producción, la educación a compatriotas a los que no es justo ni consistente atender con un mero subsidio.
Juan Domingo Perón no legó a la sociedad nacional ni un populismo ni un nacionalismo obtuso, sino un patriotismo de proyección continental y universal o, si se quiere, un universalismo enraizado en nuestra tierra, nuestra sociedad, nuestras tradiciones, nuestra historia.
En este contexto, otorgamos una importancia decisiva a la batalla cultural para redefinir el proyecto nacional en el mundo del siglo XXI, porque consideramos que es una condición necesaria para combatir exitosamente la estrategia de liquidación de los partidos históricos impulsada por el Partido del Estado. Vemos esa batalla como una circunstancia ineludible si queremos construir una alternativa ante el proyecto gubernamental, cuyos primeros síntomas de agotamiento comienzan a mostrarse.
Frente a quienes plantean la política como un ejercicio de confrontación permanente, orientado a la eliminación del adversario, revindicamos, tal como lo hizo Perón en su último mensaje al Congreso Nacional, el 1° de mayo de 1974, a la política como la “lucha por la idea”, entendida como una forma civilizada de dirimir los conflictos inherentes a toda sociedad, con la vista siempre puesta en la unidad nacional y regional, y bajo el axioma de que para un argentino no puede haber nada mejor que otro argentino.
Nuestra Argentina es la Argentina de Moreno y de Saavedra, de Belgrano y el Dean Funes, la de San Martín, la de Sarmiento y Facundo, Paz y Rosas, la de Juan Bautista Alberdi, la de Roca y Sáenz Peña, la Argentina de Yrigoyen, Perón, Evita, Frondizi y Balbín. La de Lugones, Borges y Marechal.
Todo está en nosotros: decaer o renacer es la opción de este gran país hoy por debajo de sus posibilidades y del respeto que tuvo y merecerá tener en el contexto internacional y particularmente en nuestra América. En este país pleno de dones y voluntades creadoras, debemos convocarnos al sentimiento de grandeza y felicidad, que supimos demostrar en nuestros dos siglos de vida nacional.
Silvio Maresca, Abel Posse, Graciela Maturo, Enrique Breccia, Jorge Lulo, Pablo Anzaldi, Jorge Raventos, Pascual Albanese, Claudio Chaves, Daniel Vicente González, Ricardo Saldaña, Juan Maya, Heriberto J. Auel, Diana Ferraro, Antonio Calabrese, Lisandro Mora, Cristina Noble, Adolfo Sequeira, Judith Botti de González Achával, Sara Berehil, Mario Elgue, Rodolfo Barra, Víctor Sonego, Jorge Roetti, Luis María Bandieri, Norberto Monestés, Inés Urdapilleta, Carlos Daniel Lasa, Ariel Corbat, Jorge Lorenzut, Guillermo Compte, Víctor Lapegna, Carlos Falcone, Jorge Landó, Hermes Puyau, Laura Daus, Pablo Rojo, Cristina Simeone.
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