Domingo 10 de febrero de 2013 | Publicado en edición impresa
Y añade: "Bajo este modelo, y en muchas otras circunstancias, el escrache tiene lugar cuando los mecanismos institucionales de la sociedad ante situaciones que la dañan no son efectivos o no existen".
Desde entonces, la práctica no ha hecho más que expandirse y aplicarse a todo lo aplicable, a punto tal que ya no hay demasiada relación entre aquellos primeros escraches y lo que así llamamos hoy. "A partir de la crisis de 2001, esta modalidad se amplía a otros sectores y los perjudicados por el corralito, por ejemplo, la practican frente a los domicilios de los miembros de la Corte Suprema y los banqueros", precisa Rosendo Fraga, analista político.
Hoy, pues, cualquiera es pasible de ser "escrachado": desde un empresario que cerró su fábrica y se fue sin pagar hasta a un abusador de menores, pasando por un vecino intratable o los padres morosos de un nene de jardín cuyo hijo es enviado a casa con un cartelón pegado al pintorcito. Pero también, en una operación tan desconcertante como peligrosa, el escrache -en su versión más barata, si se quiere- ha devenido en un instrumento cotidiano del ejercicio del poder. En una herramienta al servicio del hostigamiento del ciudadano común, cuando ya desde los días de Maquiavelo el consejo para el príncipe prudente era que "quien alcanza el principado mediante el favor del pueblo debe conservarlo amigo, lo cual resulta fácil pues aquel solamente pide no ser oprimido".
Sin embargo, para esta concepción patoteril de la gestión el otro está ahí para ser -según convenga- ignorado, perseguido o destruido públicamente. Como en la cancha más áspera, también aquí manda el más poderoso, el que tiene más "aguante". El más impune. Ese capaz de gritar "vamos por todo" sin que siquiera le tiemble la voz.
De todos modos, nada se compara al escrache que tuvo lugar en un espacio público y en una exposición organizada por el gobierno nacional", recuerda Fraga. "Fue cuando en el Palais de Glace se colocaron fotos de periodistas acusados de no haber denunciado la represión en su momento, y se llevó a niños de escuelas para que las escupieran."
Pero hacer de todo aquel que se aparte un milímetro de la línea de pensamiento K un "escriba rentado" o el "empleado del mes" resulta de por sí violento, la incorporación del escarnio personal como recurso político legitimado desde los más altos cargos públicos fue lo que terminó de enrarecer el aire. ¿O no es como mínimo "raro" ver a la primera mandataria de un país que se pretende serio "escrachando" por cadena nacional a un empresario por haber declarado (a un diario de la "corpo", eso sí) que "en junio la actividad se paró aún más que en mayo"?
Pero así es como funciona la política entendida como un eterno ejercicio de "apriete": guay de quien levante la mano y entre en el radar del poder. Por algo recién entonces -nunca antes- el responsable de aquella declaración tan indigesta a las autoridades acabó públicamente señalado como alguien que no había cumplido con sus obligaciones fiscales. Acto seguido, su negocio fue inhabilitado. Fue también a partir de la publicación de un índice de precios que desmentía las cifras del Indec que la asociación Consumidores Libres fue "llamada al orden": o dejaba de publicar sus índices o se quedaba sin personería jurídica, amenaza que el universo de las ONG entendió al instante.
Fue también a partir de un comentario sobre las dificultades para conseguir divisas en vísperas de un viaje que el cineasta Eliseo Subiela se volvió objetivo de la AFIP, que con sospechosísima diligencia se apersonó en su escuela de cine. "No tenía tanto miedo desde la época de Isabel", confesó el director. Y fue también una pregunta sobre el enriquecimiento vertiginoso de los políticos lo que le valió a Ricardo Darín un reto presidencial, una chicana con una causa ya prescripta y días y días de exposición mediática en el más triste de los papeles: rendidor de cuentas. Tal el riesgo que hoy encierran las palabras: activar el siempre siniestro mecanismo del escrache estatal. "Que levante la voz quien quiera ser la próxima víctima", susurra el poder. De allí al miedo hay un solo paso. De ahí al silencio generalizado, apenas otro.
El escrache se reconvertiría en un pedido desesperado de atención. Así, según la socióloga Graciela Römer, "existe en la sociedad un creciente clima de intolerancia y confrontación. Y el escrache es una manera de hacer visible aquello que el grupo manifestante considera que no logra ser visualizado".
Pero si el paisaje de vecinos contra vecinos no es nuevo, tampoco es sólo local. Se mire donde se mire, la matriz maniquea ha probado ser la más efectiva incubadora de violencia de la que se tenga memoria. Por eso estos episodios rápidamente catalogados como "escraches" quizá no cuenten tanto por sí mismos sino por lo que muestran del alrededor.
Para Römer, por caso, "el fenómeno del escrache tiene origen en la percepción de que los canales naturales por los cuales deberían ser procesados los reclamos están bloqueados. En segundo lugar, se nutre de la intemperancia, la soberbia, el irrespeto de las diferencias. Esto es, de una profunda cultura autoritaria".
Entonces, lejos de querer "justificar lo injustificable" (como arguyó el aparato de medios oficialista) preguntarse por ellos es también preguntarse cómo fue que llegamos acá. En dónde nos perdimos, hasta qué punto la ausencia de diálogo genuino (no de monólogo de atril, no de soliloquio en Twitter) no termina siempre jibarizando la palabra y condenándola a la más pobre de sus formas: el grito. El insulto.
En el caso de Axel Kicillof, en cambio, el hostigamiento se dio en el marco de un viaje familiar. Hubo insultos a cargo de un grupo de pasajeros y una huida forzosa a la bodega con uno de sus hijos a upa. Una escena perturbadora, y violentísima criticada luego desde todos los sectores.
"Evidentemente, algo pasó entre los primeros escraches y estas puestas en escena de hostilidades, ninguneos y amenazas patéticamente autoritarias por ambas partes", advierte Pablo Alabarces, doctor en Sociología e investigador del Conicet. "Hubo una degradación de la política como espacio de discusión y construcción de consenso. Hoy, estos escraches no buscan sino ensuciar e insultar en patota. Se ha reemplazado una herramienta de lucha política por una práctica machista y aguantadora", advierte.
En efecto, según Maffía, asistimos a "una paulatina pérdida de la idea de lo institucional como algo que nos protege, para transformarse en un paraguas arbitrario que separa a quienes gozan de los beneficios de quienes quedan a la intemperie e incluso pueden ser perseguidos por esas mismas instituciones. En última instancia, la falta de recursos para defenderse del abuso de poder está dando lugar a diversas formas de protesta".
Nada nuevo, como se verá: apenas la versión 2.0 de lo que Maquiavelo aconsejaba evitar al "príncipe prudente". En palabras de Römer, "se está dando una exacerbación de la violencia y hoy más que nunca aquella expresión de «la guerra de todos contra todos» descripta en el Leviatán de Hobbes debería ser una señal de alarma para quienes encarnan roles de representación política".
En el medio, lo que ha quedado en evidencia es la capacidad erosiva de la geografía sobre lo made in K; el mismo relato que florece en atmósferas controladas (la Casa Rosada, los palcos "leales" y demás variantes del entorno domesticado) se contrae hasta volverse bonsái en espacios abiertos (Harvard, el aire libre, un barco que cruza el río).
¿Qué ocurre cuando cambia el decorado y los aplaudidores se van? ¿Una vez que la custodia y la "tropa" hacen mutis por el foro e irrumpen esos "otros" que para el dispositivo de narración oficial simplemente no existen? Es de esperar que algo más que gritos, insultos y tironeos. De no ser así, de quedar detenidos en esa rimbombancia hueca del "son todos ladrones" o en la bravuconada de treinta contra uno, será la peor de las noticias. Señal de que ya nos habremos comido al caníbal. O, peor aún, señal de que el caníbal (la lógica del caníbal, el espíritu del caníbal, que depende del exterminio de otro para poder sobrevivir) ya nos habrá devorado a todos.
Nada como la etimología para rastrear lo que viaja en el nombre de las cosas. Y la raíz de eso que aquí se denomina "escrache" (el fantasma político por definición, y eso que una semana atrás vivieron en contextos muy distintos Axel Kicillof y Amado Boudou) viene con golpe incorporado. Es, según qué diccionario, "magullar la cara a golpes", "destruir", "destrozar", tanto literal como figuradamente. "En lunfardo, «escrachar» fue siempre sinónimo de destruir, romper e inutilizar", se lee en De las luchas sociales a la subjetividad: la enfermedad como escrache , de la psicoanalista Diana Braceras. "Pero el origen está en la concepción de la jerga policial, donde el escrache es fotografiar, ser capaz de identificar al delincuente. Una forma de inutilizar, romper, destruir la estrategia de ocultamiento del ladrón".
A mediados de los 90, de hecho, la agrupación Hijos recurrió al escrache para inutilizar, romper, destruir el anonimato como estrategia de ocultamiento de los beneficiados por las leyes de impunidad. Diana Maffía, doctora en filosofía y ex defensora del pueblo de Buenos Aires, precisa que es "una forma de activismo directo contra los responsables de violaciones de los derechos humanos que habían sido indultados".Y añade: "Bajo este modelo, y en muchas otras circunstancias, el escrache tiene lugar cuando los mecanismos institucionales de la sociedad ante situaciones que la dañan no son efectivos o no existen".
Desde entonces, la práctica no ha hecho más que expandirse y aplicarse a todo lo aplicable, a punto tal que ya no hay demasiada relación entre aquellos primeros escraches y lo que así llamamos hoy. "A partir de la crisis de 2001, esta modalidad se amplía a otros sectores y los perjudicados por el corralito, por ejemplo, la practican frente a los domicilios de los miembros de la Corte Suprema y los banqueros", precisa Rosendo Fraga, analista político.
Hoy, pues, cualquiera es pasible de ser "escrachado": desde un empresario que cerró su fábrica y se fue sin pagar hasta a un abusador de menores, pasando por un vecino intratable o los padres morosos de un nene de jardín cuyo hijo es enviado a casa con un cartelón pegado al pintorcito. Pero también, en una operación tan desconcertante como peligrosa, el escrache -en su versión más barata, si se quiere- ha devenido en un instrumento cotidiano del ejercicio del poder. En una herramienta al servicio del hostigamiento del ciudadano común, cuando ya desde los días de Maquiavelo el consejo para el príncipe prudente era que "quien alcanza el principado mediante el favor del pueblo debe conservarlo amigo, lo cual resulta fácil pues aquel solamente pide no ser oprimido".
Sin embargo, para esta concepción patoteril de la gestión el otro está ahí para ser -según convenga- ignorado, perseguido o destruido públicamente. Como en la cancha más áspera, también aquí manda el más poderoso, el que tiene más "aguante". El más impune. Ese capaz de gritar "vamos por todo" sin que siquiera le tiemble la voz.
¿Yo, señor? No, señor
Días atrás, Buenos Aires amaneció vestida de afiches. En primer plano, el periodista Jorge Lanata; arriba, una leyenda: "Cuestión de pesos". Este cartel no fue más que otro en la larga serie de "escraches" murales del que también fueron blanco el Grupo Clarín, el canal TN y los periodistas de lo que el kirchnerismo dio en bautizar la "corpo" y ahora denomina los "hege" (por "medios hegemónicos"). Hablamos aquí de la versión más chabacana e indignante de la práctica, no sólo por lo soez de los carteles ("la TNs adentro", anunciaba alguno), sino por la sospecha de haber sido uno mismo el involuntario "sponsor" de semejante canallada mural.De todos modos, nada se compara al escrache que tuvo lugar en un espacio público y en una exposición organizada por el gobierno nacional", recuerda Fraga. "Fue cuando en el Palais de Glace se colocaron fotos de periodistas acusados de no haber denunciado la represión en su momento, y se llevó a niños de escuelas para que las escupieran."
Pero hacer de todo aquel que se aparte un milímetro de la línea de pensamiento K un "escriba rentado" o el "empleado del mes" resulta de por sí violento, la incorporación del escarnio personal como recurso político legitimado desde los más altos cargos públicos fue lo que terminó de enrarecer el aire. ¿O no es como mínimo "raro" ver a la primera mandataria de un país que se pretende serio "escrachando" por cadena nacional a un empresario por haber declarado (a un diario de la "corpo", eso sí) que "en junio la actividad se paró aún más que en mayo"?
Pero así es como funciona la política entendida como un eterno ejercicio de "apriete": guay de quien levante la mano y entre en el radar del poder. Por algo recién entonces -nunca antes- el responsable de aquella declaración tan indigesta a las autoridades acabó públicamente señalado como alguien que no había cumplido con sus obligaciones fiscales. Acto seguido, su negocio fue inhabilitado. Fue también a partir de la publicación de un índice de precios que desmentía las cifras del Indec que la asociación Consumidores Libres fue "llamada al orden": o dejaba de publicar sus índices o se quedaba sin personería jurídica, amenaza que el universo de las ONG entendió al instante.
Fue también a partir de un comentario sobre las dificultades para conseguir divisas en vísperas de un viaje que el cineasta Eliseo Subiela se volvió objetivo de la AFIP, que con sospechosísima diligencia se apersonó en su escuela de cine. "No tenía tanto miedo desde la época de Isabel", confesó el director. Y fue también una pregunta sobre el enriquecimiento vertiginoso de los políticos lo que le valió a Ricardo Darín un reto presidencial, una chicana con una causa ya prescripta y días y días de exposición mediática en el más triste de los papeles: rendidor de cuentas. Tal el riesgo que hoy encierran las palabras: activar el siempre siniestro mecanismo del escrache estatal. "Que levante la voz quien quiera ser la próxima víctima", susurra el poder. De allí al miedo hay un solo paso. De ahí al silencio generalizado, apenas otro.
El escrache se reconvertiría en un pedido desesperado de atención. Así, según la socióloga Graciela Römer, "existe en la sociedad un creciente clima de intolerancia y confrontación. Y el escrache es una manera de hacer visible aquello que el grupo manifestante considera que no logra ser visualizado".
El miedo es el mensaje
Marcar, señalar, delatar. Cerrar el ojo del poder sobre uno solo -uno entre muchos- y volverlo distinto, enemigo: cosa. Nosotros o ellos, y sobre ellos, fuego tupido porque no hay diálogo posible con un otro cuya supervivencia -he decretado- pone en riesgo la mía. Será marcado pues con un triángulo, o con una estrella, o de cualquier otro modo que revele la gravedad de su "delito": judío, gitano, homosexual, tutsi, croata: otro. El nombre no importa, porque eso siempre cambia. Lo que pervive -y daña- es la implacable máquina de partir el mundo en dos. Ayer unitario (o federal), hoy oligarca. Ayer gorila y hoy, destituyente, apátrida y hasta latifundista así no se posea más tierra que la que cabe en una maceta. No es nuevo: ya en 1840, con Lavalle acampando en Merlo y el miedo a ser catalogado como "enemigo" sobrevolándolo todo, diarios como la Gaceta comenzaron a publicar listas de "buenos federales" enfrentadas a la de "salvages (sic) inmundos unitarios". Y también (aunque la Mazorca nunca hablara de "escraches") a las mujeres reacias a usar el distintivo federal se los pegó en el pelo a la fuerza -y con brea-, mientras que a los hombres, en un vergonzante ejercicio de barbería obligatoria, se los "tusó a la federala".
Video: Kicillof insultado en un Buquebus (Infobae/@juanperez2013)
Para Römer, por caso, "el fenómeno del escrache tiene origen en la percepción de que los canales naturales por los cuales deberían ser procesados los reclamos están bloqueados. En segundo lugar, se nutre de la intemperancia, la soberbia, el irrespeto de las diferencias. Esto es, de una profunda cultura autoritaria".
Entonces, lejos de querer "justificar lo injustificable" (como arguyó el aparato de medios oficialista) preguntarse por ellos es también preguntarse cómo fue que llegamos acá. En dónde nos perdimos, hasta qué punto la ausencia de diálogo genuino (no de monólogo de atril, no de soliloquio en Twitter) no termina siempre jibarizando la palabra y condenándola a la más pobre de sus formas: el grito. El insulto.
Comerse al caníbal
El hombre almorzaba en un restaurant de Cariló. Alguien lo reconoce, hace correr la voz. El hombre -Aníbal Fernández- tuvo que abandonar el lugar. El pasado fin de semana, el fantasma del bochorno público sobrevoló esta vez al vicepresidente de la Nación, Amado Boudou, y al viceministro de Economía, Axel Kicillof. Sin embargo, los contextos fueron distintos, y diversa también la reacción de la opinión pública. En el caso de Boudou, se trataba de un funcionario público en un acto oficial, y fue tal vez el mix de circunstancias poco felices lo que hizo estallar la rechifla: aún investigado por el caso Ciccone, parado donde se libró nada menos que la batalla de San Lorenzo, no tuvo mejor ocurrencia que invitar a los asistentes a "pisar las huellas de San Martín". Todo estalló entonces en abucheos e insultos. Redobló la apuesta: "Es una actitud fascista no escuchar lo que otros tienen para decir. Bajemos los decibeles con las agresiones. Nosotros formamos un gobierno lleno de amor", dijo, y de nuevo la silbatina estridente sonó.En el caso de Axel Kicillof, en cambio, el hostigamiento se dio en el marco de un viaje familiar. Hubo insultos a cargo de un grupo de pasajeros y una huida forzosa a la bodega con uno de sus hijos a upa. Una escena perturbadora, y violentísima criticada luego desde todos los sectores.
"Evidentemente, algo pasó entre los primeros escraches y estas puestas en escena de hostilidades, ninguneos y amenazas patéticamente autoritarias por ambas partes", advierte Pablo Alabarces, doctor en Sociología e investigador del Conicet. "Hubo una degradación de la política como espacio de discusión y construcción de consenso. Hoy, estos escraches no buscan sino ensuciar e insultar en patota. Se ha reemplazado una herramienta de lucha política por una práctica machista y aguantadora", advierte.
En efecto, según Maffía, asistimos a "una paulatina pérdida de la idea de lo institucional como algo que nos protege, para transformarse en un paraguas arbitrario que separa a quienes gozan de los beneficios de quienes quedan a la intemperie e incluso pueden ser perseguidos por esas mismas instituciones. En última instancia, la falta de recursos para defenderse del abuso de poder está dando lugar a diversas formas de protesta".
Nada nuevo, como se verá: apenas la versión 2.0 de lo que Maquiavelo aconsejaba evitar al "príncipe prudente". En palabras de Römer, "se está dando una exacerbación de la violencia y hoy más que nunca aquella expresión de «la guerra de todos contra todos» descripta en el Leviatán de Hobbes debería ser una señal de alarma para quienes encarnan roles de representación política".
En el medio, lo que ha quedado en evidencia es la capacidad erosiva de la geografía sobre lo made in K; el mismo relato que florece en atmósferas controladas (la Casa Rosada, los palcos "leales" y demás variantes del entorno domesticado) se contrae hasta volverse bonsái en espacios abiertos (Harvard, el aire libre, un barco que cruza el río).
¿Qué ocurre cuando cambia el decorado y los aplaudidores se van? ¿Una vez que la custodia y la "tropa" hacen mutis por el foro e irrumpen esos "otros" que para el dispositivo de narración oficial simplemente no existen? Es de esperar que algo más que gritos, insultos y tironeos. De no ser así, de quedar detenidos en esa rimbombancia hueca del "son todos ladrones" o en la bravuconada de treinta contra uno, será la peor de las noticias. Señal de que ya nos habremos comido al caníbal. O, peor aún, señal de que el caníbal (la lógica del caníbal, el espíritu del caníbal, que depende del exterminio de otro para poder sobrevivir) ya nos habrá devorado a todos.
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