El buen periodismo debe ser crítico
Por Daniel Muchnik | Para LA NACION
En una reciente visita a Buenos Aires, el
intelectual español Fernando Savater brindó definiciones sobre el periodismo.
"El periodista es un espía al servicio del ciudadano -afirmó-. No aplica sólo
una técnica, sino principalmente una ética y una estética de la transmisión de
la verdad. La información es lo que un ciudadano tiene derecho a conocer y puede
exigir." El escritor Gabriel García Márquez solía definirla como la profesión
más linda del mundo. El columnista polaco Ryszard Kapucinski escribió:
"Periodista es el que no muestra tan sólo a las cucarachas en el piso, sino que
señala dónde se esconden". Tomás Eloy Martínez advirtió: "El periodismo no es un
circo para exhibirse, ni un tribunal para juzgar, ni una asesoría para
gobernantes ineptos o vacilantes. Es una herramienta para pensar, para crear,
para ayudar al hombre en su eterno combate por una vida más digna y menos
injusta".
Todas estas definiciones engloban un concepto, un oficio: el
periodista es quien da testimonio de la realidad. Para dar testimonio no se
puede ser servil al poder político, ni un mensajero de comunicados oficiales, ni
simple observador con ausencia de compromiso, ni dejar de cuestionar, cuando
fuera necesario, los actos de gobierno. Quien no critica, quien no señala
errores se convierte en un empleado del Estado. Este gobierno y algunos que lo
precedieron nunca terminaron de entender nuestro trabajo. Para las actuales
autoridades, los profesionales deben tener como única meta seguir al pie de la
letra la palabra oficial. De allí que el círculo presidencial se recueste en lo
que se ha dado en llamar "periodismo militante", defensor ortodoxo de cada
decisión, acto o declaración oficial. Los únicos "periodistas militantes" que he
conocido fueron los colegas peronistas revolucionarios que elaboraron, con
dinero de Montoneros, el diario Noticias, en la década del 60. También, los
integrantes del ERP que publicaban el diario El Mundo, cuando se jugaba la
batalla por el cambio y la toma del poder.
Queda una pregunta: ¿ qué pasaría en un mundo sin periodismo?
Algunos consideran que con Internet y las redes sociales sería suficiente para
saber lo que pasa aquí y en el mundo. Sin embargo, el resultado sería
desordenado, pueril, caprichoso y limitado. Una suma de acontecimientos que se
divulgan en anarquía. La información carecería de identidad. Nadie se ocuparía
de chequear los datos. Y sólo se divulgaría lo que desean los gobernantes. Por
supuesto: mucho de lo malo podría llegar a ocultarse, por ejemplo, los actos de
corrupción. El periodismo une, da un sentido, ayuda a comprender la ciudad, el
país y el mundo.
Hace medio siglo, el periodismo solía ser descripción
colorida. Quizás en los suplementos literarios se lucía la propuesta nueva o la
necesidad de cambio. A partir de la década del 60, comienza gran parte de la
creación osada y surgen muchas figuras destacadas. Por entonces, la clase media
reclama un sentido a la noticia. Surgen semanarios que harán historia, como
Primera Plana, Confirmado, Panorama y Siete Días. Se expande el periodismo de
interpretación. Cada vez serán más frecuentes los viajes al exterior para hallar
y resaltar a los mejores escritores y entrevistar a los políticos que movían los
hilos. En los años 70, a partir de la ejecución del general Pedro E. Aramburu en
manos de los Montoneros, la violencia se reproduce de manera descomunal, la
sangre salpica desde la derecha extrema y desde la izquierda desaforada. Y el
periodismo queda atrapado en esa constante balacera, con muertos, presiones y
demandas de militares y de guerrilleros.
Llegará la dictadura, durante la que se impuso la censura,
pero aun así se pudo escribir sobre muchos aspectos de la marcha de la economía
y los episodios conflictivos. Uno, peligrosísimo, fue la posibilidad de una
guerra con Chile por disputas territoriales en 1978. Otro, desgarrador, fue la
Guerra de Malvinas. Pocas publicaciones, pocos periodistas mantuvieron la
cordura y el equilibrio en medio del fervor patriótico de la mayoría de la
población. Cuando aquí se cantaba victoria, nosotros, en las redacciones,
sabíamos por los enviados especiales al hemisferio norte que íbamos hacia un
inminente desastre. Pero la barrera del optimismo a toda máquina nos tapó las
bocas y paralizó las manos frente a las máquinas de escribir. Y nos dolía,
mucho, muy adentro, la suerte de los combatientes.
La vuelta a la democracia, en los 80, aún vigentes los viejos
defectos del periodismo (llevó años analizarlos como era debido), trajo una
mezcla acelerada de cambios generacionales en los medios de comunicación y
nuevas propuestas. Por algunos años se mantuvo la autocensura y la cautela por
los envalentonamientos militares, que proseguían. En la gestión de Raúl
Alfonsín, castigado por una excesiva deuda externa que recibió de arrastre, un
proceso inflacionario imparable y una crisis energética de envergadura, se
censuraron programas de televisión (Tato Bores desapareció de las pantallas ) y
se financió una publicación, El Ciudadano, integrada por periodistas que tenían
como único objetivo cuestionar a otros periodistas críticos. El conflicto entre
el poder y el periodismo no cesó. Paralelamente llegaron a los periódicos
formidables innovaciones tecnológicas de impresión y producción.
En los años 90, sin el periodismo hubiera sido imposible
conocer en detalle los traspiés de la gestión de Carlos Menem y los escandalosos
actos de corrupción. Fueron periodistas los que publicaron libros sobre esas
desgracias, una por una.
Y llegamos al cambio de siglo, con el colapso económico y la
elección de 2003, que llevó a los Kirchner al poder. Y allí aparece la
perseverante actitud de considerar "hostil" y "destituyente", "gorila" y
"reaccionario" a todo aquel que observara un error en la gestión. Y el castigo
represivo a los medios que no obedecieran. Nunca se había visto, desde la caída
del peronismo en 1955, nada que lo iguale en porfía.
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