El hartazgo que venció al miedo
Publicado el 24 de Diciembre de 2011Por
Una multitud se unió al ritmo de un repiquetear de cacerolas que de los balcones se atrevió a bajar a la vereda y a sumarse como innumerables riachos de bronca para desembocar en ese mar de multitud en movimiento.
Fueron necesarios años de experimento neoliberal y millones de desocupados para que el hartazgo social venciera al miedo. Las coordenadas del desborde del no va más se cruzaron aquella jornada de saqueos de los excluidos y de la paranoia mediática que paralizaba a los televidentes de clase media. Hasta que a las 22:42 por cadena nacional el agonizante gobierno de Fernando de la Rúa, sin saberlo, colmó la paciencia de importantes sectores de una sociedad empobrecida en lo material y en lo moral. Los dispositivos del terror del llamado “proceso de reorganización nacional” fueron remplazados, en años de democracia maniatada, por otros mecanismos que no hicieron más que perpetuar la sumisión. Primero fue la hiperinflación, con el golpe económico en las postrimerías del gobierno de Raúl Alfonsín, que pulverizó los salarios, impactando abruptamente en el poder adquisitivo de los sobrevivientes del naufragio y reforzando el terror social a la profunda pauperización en ciernes. Eso se convirtió en el verdadero preludio de la ansiada estabilidad que la ingeniería menemcavallista denominó Convertibilidad.
El uno a uno económico fue, paradójicamente, un signo de la peor devaluación en el plano de lo social, uno a uno del consumidor en el mercado ejerciendo una ciudadanía minusválida, a merced de los avatares de la globalización financiera. Ese uno a uno que dañó a niveles impensados los lazos de solidaridad, incentivando las conductas sociales del sálvese quien pueda y la invisibilidad de los perdedores.
Las privatizaciones con consenso de masas fueron el síntoma de los tiempos de la derrota ideológica y las recetas fondomonetaristas aplicadas por el gran chef de las grandes corporaciones, Domingo Cavallo, quien con el déficit cero como bandera, comandó durante todo 2001 un ejército de sumisiones en el que el lema no era otro que complacer a los mercados financieros y rendirse incondicionalmente a su mandato. La equidad peso-dólar destruyó la producción nacional y el sueño de un proyecto de país sin chimeneas incrementó la cifra de desocupados a niveles nunca antes alcanzados.
Pero la mecha de la implosión de la Convertibilidad inició su cuenta regresiva cuando el 1 de diciembre el corralito a los depósitos insufló presión en las clases medias hasta unir los malestares en esa cálida noche de diciembre en que la multitud indignada sitió al estado de sitio. El discurso de De la Rúa, que intentó dividir la brecha entre los propietarios y los desesperados incentivando la paranoia de clase “ante la inminencia de las hordas de desposeídos”, no tuvo en cuenta que la desesperación de unos y la incertidumbre de otros era capaz de lograr lo impensado.Una multitud se unió al ritmo de un repiquetear de cacerolas que de los balcones se atrevió a bajar a la vereda y a sumarse como innumerables riachos de bronca para desembocar en ese mar de multitud en movimiento que se echó a andar por avenidas y no se detuvo hasta presentarse sin intermediarios en el lugar simbólico de los grandes hitos históricos, símbolo vacío de un poder en retirada.
De ahí en más las calles estuvieron desbordantes de grupos policlasistas que, de cuerpo presente, se enfrentaron a la representación paradójicamente no representativa de una gran mayoría de políticos funcionales a los dueños del dinero que gestionaban el hundimiento de un Titanic llamado Argentina.
A diez años del 19/20 de diciembre de 2001, lo que según trascendidos nació de una suerte de putch de fuerzas enfrentadas a un gobierno en agonía que intentaba capitalizar la desesperación de unos y la incertidumbre de otros, cambió de sentido cuando las calles se llenaron de muchedumbre que en un paradojal movimiento mostró su potencia destituyente de lo viejo. Pero, al mismo tiempo, parió las condiciones para que podamos vivir este presente en disputa por una sociedad más equitativa donde los poderosos deban pasar por mediaciones estatales que les compliquen esa suerte de autopista que los lleva a la acumulación sin límites. Algunos de los muchos que participaron activamente en el movimiento asambleario que juntó en las plazas de los barrios sus humanidades antes dispersas o posteriormente encontró su anclaje en espacios comunitarios que persisten aún hoy pueden sentirse aún insatisfechos. Hay, en efecto, múltiples cuestiones aún no resueltas que son coherentes con la lógica afín al ideario más radicalizado de aquel acontecimiento insurreccional. Pensarán que la consigna “Que se vayan todos” terminó una década después enmarañada en la telaraña de las instituciones. Lo que quizás no valora esa mirada del devenir de estos últimos diez años es que la vida se ha hecho mucho más vivible, que una cosmovisión reformista a escala tanto social como estadual ha modificado o ha puesto al día deudas históricas en relación a la diversidad sexual, al derecho de las minorías, al matrimonio igualitario, y a la inclusión de millones argentinos. A esto se suma la militancia activa a decenas de miles de jóvenes que vuelven a creer en la necesidad de juntar esfuerzos para mejorar el estado de las cosas.
Seguramente aún quedan deudas y estas son muchas, especialmente en materia de la calidad del trabajo y de la batalla contra las formas precarias que persisten aún hoy. Quizás este tema amerite un análisis particular sobre qué hacer en el mundo de las relaciones laborales con la profunda asimetría todavía persistente, entre los representantes del capital y aquellos que viven de vender su fuerza de trabajo como única estrategia para sobrevivir. Seguramente tendrá que entrar el ideario del 19/20 puertas adentro de las fábricas y el resto de los lugares de trabajo. Sólo de esta forma se convertirá el autoritarismo de los que mandan en un nuevo espacio de democracia y participación donde los aportes singulares y colectivos sean en beneficio de todos tanto en el desarrollo productivo como en el mejoramiento real de la vida de todos, sin excepciones.<
Una multitud se unió al ritmo de un repiquetear de cacerolas que de los balcones se atrevió a bajar a la vereda y a sumarse como innumerables riachos de bronca para desembocar en ese mar de multitud en movimiento.
Fueron necesarios años de experimento neoliberal y millones de desocupados para que el hartazgo social venciera al miedo. Las coordenadas del desborde del no va más se cruzaron aquella jornada de saqueos de los excluidos y de la paranoia mediática que paralizaba a los televidentes de clase media. Hasta que a las 22:42 por cadena nacional el agonizante gobierno de Fernando de la Rúa, sin saberlo, colmó la paciencia de importantes sectores de una sociedad empobrecida en lo material y en lo moral. Los dispositivos del terror del llamado “proceso de reorganización nacional” fueron remplazados, en años de democracia maniatada, por otros mecanismos que no hicieron más que perpetuar la sumisión. Primero fue la hiperinflación, con el golpe económico en las postrimerías del gobierno de Raúl Alfonsín, que pulverizó los salarios, impactando abruptamente en el poder adquisitivo de los sobrevivientes del naufragio y reforzando el terror social a la profunda pauperización en ciernes. Eso se convirtió en el verdadero preludio de la ansiada estabilidad que la ingeniería menemcavallista denominó Convertibilidad.
El uno a uno económico fue, paradójicamente, un signo de la peor devaluación en el plano de lo social, uno a uno del consumidor en el mercado ejerciendo una ciudadanía minusválida, a merced de los avatares de la globalización financiera. Ese uno a uno que dañó a niveles impensados los lazos de solidaridad, incentivando las conductas sociales del sálvese quien pueda y la invisibilidad de los perdedores.
Las privatizaciones con consenso de masas fueron el síntoma de los tiempos de la derrota ideológica y las recetas fondomonetaristas aplicadas por el gran chef de las grandes corporaciones, Domingo Cavallo, quien con el déficit cero como bandera, comandó durante todo 2001 un ejército de sumisiones en el que el lema no era otro que complacer a los mercados financieros y rendirse incondicionalmente a su mandato. La equidad peso-dólar destruyó la producción nacional y el sueño de un proyecto de país sin chimeneas incrementó la cifra de desocupados a niveles nunca antes alcanzados.
Pero la mecha de la implosión de la Convertibilidad inició su cuenta regresiva cuando el 1 de diciembre el corralito a los depósitos insufló presión en las clases medias hasta unir los malestares en esa cálida noche de diciembre en que la multitud indignada sitió al estado de sitio. El discurso de De la Rúa, que intentó dividir la brecha entre los propietarios y los desesperados incentivando la paranoia de clase “ante la inminencia de las hordas de desposeídos”, no tuvo en cuenta que la desesperación de unos y la incertidumbre de otros era capaz de lograr lo impensado.Una multitud se unió al ritmo de un repiquetear de cacerolas que de los balcones se atrevió a bajar a la vereda y a sumarse como innumerables riachos de bronca para desembocar en ese mar de multitud en movimiento que se echó a andar por avenidas y no se detuvo hasta presentarse sin intermediarios en el lugar simbólico de los grandes hitos históricos, símbolo vacío de un poder en retirada.
De ahí en más las calles estuvieron desbordantes de grupos policlasistas que, de cuerpo presente, se enfrentaron a la representación paradójicamente no representativa de una gran mayoría de políticos funcionales a los dueños del dinero que gestionaban el hundimiento de un Titanic llamado Argentina.
A diez años del 19/20 de diciembre de 2001, lo que según trascendidos nació de una suerte de putch de fuerzas enfrentadas a un gobierno en agonía que intentaba capitalizar la desesperación de unos y la incertidumbre de otros, cambió de sentido cuando las calles se llenaron de muchedumbre que en un paradojal movimiento mostró su potencia destituyente de lo viejo. Pero, al mismo tiempo, parió las condiciones para que podamos vivir este presente en disputa por una sociedad más equitativa donde los poderosos deban pasar por mediaciones estatales que les compliquen esa suerte de autopista que los lleva a la acumulación sin límites. Algunos de los muchos que participaron activamente en el movimiento asambleario que juntó en las plazas de los barrios sus humanidades antes dispersas o posteriormente encontró su anclaje en espacios comunitarios que persisten aún hoy pueden sentirse aún insatisfechos. Hay, en efecto, múltiples cuestiones aún no resueltas que son coherentes con la lógica afín al ideario más radicalizado de aquel acontecimiento insurreccional. Pensarán que la consigna “Que se vayan todos” terminó una década después enmarañada en la telaraña de las instituciones. Lo que quizás no valora esa mirada del devenir de estos últimos diez años es que la vida se ha hecho mucho más vivible, que una cosmovisión reformista a escala tanto social como estadual ha modificado o ha puesto al día deudas históricas en relación a la diversidad sexual, al derecho de las minorías, al matrimonio igualitario, y a la inclusión de millones argentinos. A esto se suma la militancia activa a decenas de miles de jóvenes que vuelven a creer en la necesidad de juntar esfuerzos para mejorar el estado de las cosas.
Seguramente aún quedan deudas y estas son muchas, especialmente en materia de la calidad del trabajo y de la batalla contra las formas precarias que persisten aún hoy. Quizás este tema amerite un análisis particular sobre qué hacer en el mundo de las relaciones laborales con la profunda asimetría todavía persistente, entre los representantes del capital y aquellos que viven de vender su fuerza de trabajo como única estrategia para sobrevivir. Seguramente tendrá que entrar el ideario del 19/20 puertas adentro de las fábricas y el resto de los lugares de trabajo. Sólo de esta forma se convertirá el autoritarismo de los que mandan en un nuevo espacio de democracia y participación donde los aportes singulares y colectivos sean en beneficio de todos tanto en el desarrollo productivo como en el mejoramiento real de la vida de todos, sin excepciones.<
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