La incomodidad del cambio
Por Sandra Russo
Hace un tiempo que cada vez más gente me dice más seguido que todo está pasando mucho más rápido. Algunos sacan cuentas en voz alta: cómo que otra vez es Navidad, cómo que ya termina el año. Es una experiencia de vértigo, de lo vertiginoso. Escuché a mucha gente decir que este año se le ha pasado más rápido que ninguno antes en su vida. Que fue una ráfaga cargada de hechos, de contenidos, de palabras, de imágenes y emociones. Este año que termina lo empezamos raro porque Néstor Kirchner había muerto hacía poco y porque no había candidata confirmada. Y después fue como subirse a una montaña rusa. Algo de esa imagen tiene nuestra vivencia colectiva del tiempo.
Pero no es sólo el 2011: esta semana se cumplen diez años de aquellos 19 y 20 de diciembre en los que emergimos de la cloaca en la que alguien nos había estaqueado. Hace diez años el Estado era bobo, débil y asesino. Así lo habían diseñado los sectores a los que les convienen los Estados bobos, débiles y asesinos. Los hay a montones. Hace diez años éramos un magma emergente, sin forma, sin sonido, sin habla. Eramos una torre de Babel de individuos que no sabían cómo hacer para volver a encastrarse, a enredarse entre sí, a crear algo colectivo. Eramos náufragos de un sistema neoliberal y ni siquiera se hablaba entonces de neoliberalismo. Los grandes diarios no criticaban al neoliberalismo. A este país lo estaquearon en la cloaca mediante un juego de enredos entre los principales partidos políticos y los grandes medios, que propiciaban a los ministros y a los presidentes. Clarín pedía desde sus tapas a Cavallo. Y sus articulistas afirmaban que los recortes eran inevitables y signo de gran coraje. Lo hicieron hasta el mismo día del estallido.El cambio de época, que nos excede y es global, viene acompañado por esa vivencia subjetiva del tiempo, que volvió a estar lleno. Estamos ya muy lejos de aquella Era del Vacío de Gilles Lipovetsky, cuando intentábamos aprehender qué traía la posmodernidad, y todo estaba vacío, o era líquido.
Fue aquel otro tipo de experiencia del tiempo. El que precedió a la crisis fue el arribo masivo de la imagen reemplazando al texto. Fue la explosión del videoclip. Fue la celebración de lo breve. Fue la era de la segmentación. La irrupción de las minorías. Un mundo tuneado, expresado a través del tatoo, el stencil, el slogan, los dj, el sushi, la tevé, lo light, lo fast, lo low y lo metrosexual. La libido mundial estaba en las metrópolis, y el mundo era un monumental pelotero en el que millones de personas incluidas en esos sistemas en los que reinaban los servicios, los deliverys, los chats y los countries, llevaban en apariencia las vidas más entretenidas de la historia humana. Pero fue también la era de la simulación, y no había que raspar mucho para encontrar, bajo la enorme demanda de entretenimiento, una sensación de inmovilidad y hastío.
Era un mundo sin política, un mundo despejado de política después de que los ex alemanes del Este derrumbaran el Muro y se lanzaran a Berlín a comerse todas las bananas que encontraron. Era un mundo en el que la incorrección pasaba por votar a Clemente o a Burt Simpson. Muchos de los candidatos de la política disponible libraban sus únicas batallas entre ellos y en la televisión, y en lugar de buenas ideas exhibían buenas dentaduras.
Mientras tanto, muchos países se fueron adaptando a regímenes más o menos brutales de exclusión. La exclusión fue el telón de fondo de ese mundo sin política, en el que los derechos humanos eran un tema aguafiestas. La gente del lado de adentro estaba tan entretenida con todas las opciones en las góndolas, con las mesas de dinero y los realities televisivos, que fue como si no se hubiese dado cuenta de nada. En el lado de afuera de esas sociedades hubo una enorme masa de sufrimiento, como la que vuelve a avecinarse ahora sobre Europa. Angela Merkel ya lo ha pronosticado. Europa tiene dos generaciones sacrificables. La crisis es tan aguda que, como aquí, quizá habrá hijos de diez años que nunca habrán visto trabajar a sus padres. No hay postal más precisa de la orfandad social que provoca un mundo sin política.
La época que nos toca tiene muchas virtudes, pero ninguna de ellas es la lentitud y mucho menos la comodidad. Velocidad, incomodidad: esos registros mentales, pero sobre todo sensoriales, de la época permanecen como pliegues inexpresados que sin embargo abordan y trastocan cada día nuestras vidas privadas. Lo público se interna allí, en lo personal, y le imprime vértigo y tensión.
Hay un relato antiguo y muy desarrollado sobre la comodidad, el que la funde con el confort. Las viejas sociedades de consumo formatearon esa noción a la que todos los del lado de adentro aspiraban. Colchones, aviones, autos, cremas, sillones, toallitas íntimas, prótesis, relaciones afectivas, candidatos: todo debía acercarse a la idea de confort. El cambio siempre podía esperar, lo importante era no hacer olas.
Hoy, que el personaje del año que termina es, para Time, “el manifestante”, somos guantes dados vuelta para el lado de afuera, el lado público. Sabemos ya que la lucha por la felicidad es política, y que se libra con nosotros en las calles. En la incomodidad del frío o el calor, en la incomodidad del grito, en la incomodidad de la movilización. Sabemos, los ciudadanos de muchas edades, muchos colores y muchas inclinaciones políticas que no es quedándonos en nuestras casas y callándonos la boca como conseguiremos un mundo mejor. Y sabemos que ese mundo es posible. Y aunque aquí no hay indignados, sí hay millones de personas dispuestas a la incomodidad del cambio. Porque lo nuevo late, y tiene sentido.
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