domingo, 26 de febrero de 2012

Las balas y la opinión pública

Somos una democracia joven. Como pueblo, siempre nos caracterizamos más por criticar lo que esta mal que por claudicar lo que esta bien y aconsejar para que se cambien aquellas cosas que sí están mal.


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En su columna del matutino La Nación, del día 23 de febrero de 2012, el periodista Luis Majul título: “¿Empiezan a ‘entrar las balas’?” Una pregunta que hace tiempo viene buscando gran parte de los así llamados “periodistas independientes y serios”. Arranca su artículo diciendo: “En la jerga periodística, que a los gobiernos ‘no le entren las balas’ significa que la información negativa o las denuncias contra sus funcionarios no hacen impacto en su buena imagen o en la ‘intención de voto’. Desde hace poco, la idea de que al ‘nuevo gobierno’ de Cristina Fernández ‘no le entran las balas’ está empezando a ponerse en cuestión.”

Y termina su nota editorial diciendo: “Por supuesto, nadie incluye en este análisis, ‘imponderables’ como la conmocionante tragedia ferroviaria de ayer, quizá la más grave de la historia reciente. Se trata de episodios que, por su naturaleza, podrían cambiar el humor de un país entero. Algo parecido a lo que sucedió con Cromañón, aunque entonces el impacto sólo alcanzó al gobierno de la Ciudad.”
Apenas el 17 de febrero, otro periodista ilustrado, Jorge Fontevecchia, exponía: “Se podría construir una ecuación: la relación entre la opinión pública y la prensa es inversamente proporcional a la de la sociedad con su gobierno. Es bastante similar al estado de enamoramiento. Cuando la relación entre una sociedad y su gobernante atraviesa el ciclo de plenitud, casi nada de lo que se critique de esa gestión afectará ese vínculo, que resistirá blindadamente.”
En otro párrafo de su nota agrega: “¿Por qué las denuncias de la prensa aparecen sin lograr ningún efecto concreto y vuelven a aparecer con cada novedad de ella misma para volver a quedar en el olvido? ¿Por qué el gobierno no precisa más que directamente ignorarlas hasta que los medios se cansen y sus audiencias se aburran para pasar a otra denuncia que tras su efervescencia inicial vuelva a desinflarse como su predecesora? En gran parte, eso sucede por efecto de la repetición de las denuncias, que actúa como antídoto del mismo veneno, o como la fuerza del otro que el yudoca utiliza en su propio beneficio para devolver el golpe sin consumir su energía. El gobierno se victimiza instalando en la sociedad que tanta recurrencia en las críticas sólo puede obedecer a ensañamiento.”
Desde la sanción en el Senado de la 125, al gobierno lo único que le entraron fueron “balas”. Con el arco político y periodístico transformándose en kirchneristas y antikirchneristas. Desde unos largos meses antes de la muerte de Néstor Kirchner, ese proceso comenzó a cambiar. Fallecido el ex presidente, la tendencia se consolidó y la sociedad en su conjunto maduró y se dio cuenta que no todo lo que hacía el gobierno era malo, ni todo lo que se transmitía desde cierto sector del periodismo era verdad. Y ahí se fortaleció el romance entre la sociedad argentina y el gobierno de Cristina Fernández. De alguna manera, es como si la sociedad hubiese madurado, pero la oposición y ciertos periodistas, no.
Como en toda condición humana, siempre hay errores, ajenos o propios a corregir. El gobierno nacional conducido por Cristina Fernández no escapa a esa condición que nos hace humanos. No existen personas perfectas, ni gobiernos perfectos, ni periodistas perfectos. Simplemente y por la razón más obvia, por más que quisiéramos, el mundo en sí no es perfecto. Así como la política no es perfecta, tampoco lo es el periodismo.
Si con justa razón, se le pide al político que fue electo con el voto popular, que rinda cuenta sobre sus actos, sería ético, aunque no obligatorio, también, solicitarle a los periodistas que, cuando publiquen, digan, escriban o hablen sobre hechos que terminaron siendo mentira, se hagan cargo “moralmente” de lo que dicen y que con su actuar para bien o para mal influyen tanto positiva como negativamente sobre la opinión pública.
En estos casi 30 años que vivimos en democracia, muchas fueron las cosas que sucedieron en la Argentina. Como todo proceso democrático, nunca es sencillo. La presidencia de Alfonsín marcó claramente una tendencia que si bien atravesamos muchos vaivenes políticos, económicos y sociales, en mi opinión personal, que es de una memoria muy cortoplacista y de muy mal gusto, al decir que en la Argentina es un delito pensar distinto: como sugieren algunos periodistas.
Aristóteles, como Platón, consideraba que el fin de la sociedad y del Estado es garantizar el bien supremo de los hombres, su vida moral e intelectual; la realización de la vida moral tiene lugar en la sociedad, por lo que el fin de la sociedad, y del Estado por consiguiente, ha de ser garantizarla. De ahí que tanto uno como otro consideren injusto todo Estado que se olvide de este fin supremo y que vele más por sus propios intereses que por los de la sociedad en su conjunto. De ahí también la necesidad de que un Estado sea capaz de establecer leyes justas, es decir, leyes encaminadas a garantizar la consecución de su fin. Las relaciones que se establecen entre los individuos en una sociedad son, pues, relaciones naturales. Aristóteles estudia esas “leyes” de las relaciones entre los individuos, tanto en la comunidad doméstica, la familia, como en el conjunto de la sociedad, deteniéndose también en el análisis de la actividad económica familiar, del comercio y del dinero.
La democracia moderada o politeia es considerada por Aristóteles como la mejor forma de gobierno, tomando como referencia la organización social de la ciudad-Estado griega; una sociedad por lo tanto no excesivamente numerosa, con unas dimensiones relativamente reducidas y con autosuficiencia económica y militar, de modo que pueda atender a todas las necesidades de los ciudadanos, tanto básicas como de ocio y educativas. Lo que le hace rechazar, o considerar inferiores, las otras formas buenas de gobierno es su inadecuación al tipo de sociedad que imagina, considerándolas adecuadas para sociedades o menos complejas y más rurales o tradicionales; pero también el peligro de su degeneración en tiranía u oligarquía, lo que representaría un grave daño para los intereses comunes de los ciudadanos. Probablemente, Aristóteles tenga presente el tipo de democracia imperante en Atenas a finales del siglo V, la de la Constitución de los 5000; le parece preferible una sociedad en la que predominen las clases medias y en la que los ciudadanos se vayan alternando en las distintas funciones de gobierno, entendiendo que una distribución más homogénea de la riqueza elimina las causas de los conflictos y garantiza de forma más adecuada la consecución de los objetivos de la ciudad y del Estado.
Dejando de lado las circunstancias griegas, tratadas por Platón y Aristóteles, y volviendo a nuestra realidad como argentinos, no todo lo actuado en estos casi 30 años de vivir en democracia está mal. Somos una democracia joven, que como pueblo siempre nos caracterizamos más por criticar lo que está mal que por claudicar lo que está bien y aconsejar para que se cambien aquellas cosas que sí están mal.
Una vez más, reitero lo expuesto anteriormente, los tres poderes del Estado, que velan por todos nosotros, están conformados por hombres, que al igual que nosotros se pueden equivocar. Es sano reconocer esos errores y modificarlos a tiempo. Como también es sano que los medios de comunicación reconozcan el rol que juegan en la sociedad y cuando mal informan, reconozcan sus propios errores. Nadie debería estar exento. De esa manera, la Argentina que todos amamos y soñamos será cada día un país más digno, más libre y más justo.

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