UCR, una historia de idas y vueltas
La estrecha colaboración radical peronista permitió en 2001 el acceso a la Casa Rosada, sin elecciones, de Eduardo Duhalde, a un precio exorbitante: en 2003 los radicales hacen la peor elección de su larga historia.
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Mientras funcionaba el unicato que federalizó Buenos Aires, mientras el roquismo conservó el poder con puño de hierro y la posibilidad de alcanzar el gobierno por métodos electorales no figuraba en la agenda oficial, la UCR intentó el camino revolucionario en tres oportunidades. Durante la crisis de 1890 (gobierno de Juárez Celman, concuñado del general Julio Argentino Roca), el radicalismo, como parte de un movimiento mayor que incluyó a Bartolomé Mitre, participó en la Revolución del Parque. Fracasó. Repite la fallida intentona en 1893, y en 1905 volvió a fracasar. El patrón de este comportamiento era, es significativo: el dispositivo militar funciona adecuadamente hasta el estallido del movimiento, y se traba en el momento de coronar la victoria política. Es decir, en el momento en que la dirección debe hacerse cargo del poder…, aparentemente titubea. Y la victoriosa batalla militar se transforma en inmisericorde derrota política.
Raúl Alfonsín explicó, no es el único claro, el sencillo misterio de esas derrotas: la UCR no se proponía acceder al gobierno por vía insurreccional, sino mostrar pedagógicamente que estaba en condiciones de hacerlo. Se proponía, en suma, lo que termina sucediendo: construir la crisis de la que terminaría siendo la solución electoral. Roque Sáenz Peña entendió la mano que le tendían, y permitió –mediante la reforma del régimen electoral– que Yrigoyen accediera, en 1916, a la Casa Rosada.
De la mano de don Hipólito, los hijos de los inmigrantes accedieron masivamente a cargos que, unos pocos años antes, estaban reservados para las familias tradicionales. El personal con que se gobernaba el país se democratizó, a condición de que los trabajadores extranjeros no salieron de su ghetto social. Los sindicatos no fueran legalizados, y si los reclamos obreros amenazaban, real o imaginariamente, el poder oligárquico, la respuesta represiva no se hacia esperar. Así sucedió durante la Semana Trágica de enero de 1919, y se volvió a repetir durante las huelgas de peones en la Patagonia de 1923. La hora de la espada no era una vacía alocución de Leopoldo Lugones, sino una práctica establecida por la lógica de la Ley de Residencia. Es decir, estado de excepción para liquidar la protesta popular.
La crisis del ’30 cerró definitivamente ese ciclo histórico, y pese a que el presidente Yrigoyen contaba con el respaldo de las Fuerzas Armadas (el golpe fue materializado con los cadetes del Liceo, ya que era la única tropa disponible) el gobierno no intento resistir. La UCR no gobernaría nunca contra la voluntad del bloque de clase dominantes, y si esa voluntad imponía la proscripción partidaria, Marcelo Torcuato de Alvear (sucesor de Yrigoyen) lo terminaría aceptando a regañadientes. La solución revolucionaria quedaría definitivamente descartada. Por eso los oficiales que se jugaron la carrera en cada nueva intentona fallida, hubo varias, denunciaron el sabotaje de Alvear, su voluntad de ahogar el movimiento en las gateras. La muerte de Alvear (1868-1942) puso fin a ese debate interminable.
EL SURGIMIENTO DEL PERONISMO. El 17 de octubre de 1945, el entonces coronel Perón, fue rescatado de la Isla Martín García por una movilización obrera. El hombre fuerte del golpe del ’43 había sido destituido por decisión de los oficiales de Campo de Mayo. El general Ávalos (influido por Amadeo Sabattini, dirigente de la UCR cordobesa) había presionado al presidente Farrell y este terminaría empujando la renuncia de Perón. Pero el 17 de octubre no sólo rehace el juego, sino que puso en marcha una nueva fuerza política: el peronismo.
En ese momento, el radicalismo (respaldado por todo el arco político existente) conforma su nueva estrategia: el antiperonismo sistémico. La derrota de la Unión Democrática en las elecciones de febrero del ’46, encabezada por la fórmula de la UCR, así como la incapacidad de batir electoralmente al peronismo en sucesivas elecciones, abre un nuevo curso: el fragote permanente. Es decir, la conspiración cívico-militar destinada a poner fin al gobierno constitucional del general Perón.
En septiembre de 1955, el General Lonardi alcanza el objetivo. Y de “ni vencedores ni vencidos”, consigna inicial de la Revolución Libertadora; se pasa a vencidos y proscriptos. El general Aramburu había destituido a Lonardi, la ola antiperonista había alcanzado un punto sin retorno.
La UCR se divide. Arturo Frondizi – histórico dirigente de la intransigencia porteña– y Ricardo Balbín– referente de la provincia de Buenos Aires– encabezan las fórmulas de las elecciones del ’58. Frondizi, pacto de Caracas mediante, alcanza el gobierno con votos peronistas. Pero a la hora de la verdad, cuando el peronismo participa de las elecciones provinciales y gana Buenos Aires en 1962, Frondizi –a instancia de las FF AA– anula las elecciones, y prepara su retirada definitiva. El proceso de fragmentación del frondizismo abre paso a la otra fracción radical, y Arturo Illia – sobreviviente del sabattinismo cordobés– con el 24% de los votos accede a la presidencia. Sirvió de poco, el 28 de junio de 1966, el general Onganía derroca al presidente. ¿El motivo? El de siempre: incapacidad para vencer electoralmente al peronismo. La Libertadora, a través del gobierno directo de las FF AA., apuesta a la muerte de Perón y a la integración de la dirigencia sindical peronista. Fracasa a medias.
Ricardo Balbín dibuja –desde la Hora del Pueblo, confluencia de partidos que también incluyó al peronismo– la nueva estrategia radical: la convergencia democrática, dejar de jugar a partido gorila de masas, y acordar con Perón un programa mínimo. La muerte del General en 1974 limitó el tartajeante experimento, pero posibilitó, en 1983, que Alfonsín pudiera recibir suficientes votos peronistas para ganar limpiamente las elecciones. No era un cambio menor.
La crisis se devoró el gobierno de la UCR y Carlos Saúl Menem, el vencedor peronista del ’89, accedió al poder seis meses antes. De modo que no contaba con los nuevos legisladores. El pacto Alfonsín-Menem le permitió contar con respaldo radical para su gobierno, y ese cogobierno de facto –con idas y vueltas– facilitó la reforma constitucional del ’94, y sobre todo, el acceso de Fernando de la Rúa a la presidencia en 1999. Esa estrecha colaboración radical-peronista, en 2001, permitió el acceso a la Casa Rosada, sin elecciones, de Eduardo Duhalde, a un precio exorbitante: en las elecciones de 2003, los radicales hacen la peor elección de su larga historia. Y un casi desconocido gobernador patagónico accedió a la presidencia, en medio de la crisis más terrible de la historia nacional.
Y la UCR pasó de la colaboración con el peronismo, al creciente y virulento antiperonismo. Para decirlo en mis términos: de confluir con el cuarto peronismo, a detestar la política K. El conflicto campero de 2008 rehizo el mapa político, y la UCR jugó todas sus cartas a la derrota del gobierno. Fracasó.
Mientras la estrategia radical no salga de ese estrecho marco, su propia sobrevivencia queda en tela de juicio. Es evidente que la lógica de una confederación de fuerzas, nucleadas en derredor de un archipiélago de intendentes, arrastra a la UCR a los brazos de Mauricio Macri. No queda tan claro si un acuerdo con el socialismo de Santa Fe articula un “frente progresista”, pero en un caso pasan a fuerza de segundo orden, y en el otro tal vez puedan orientar el destino de la UCR más allá del horizonte liberalismo conservador. <
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