La distopía europea
En el siglo XVI la intolerancia religiosa impuso primero iglesias nacionales, con el consiguiente retroceso del poder romano, y más luego la separación de la Iglesia del Estado. La religión dejo de ser una cuestión de estado.
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La idea de Europa como unidad puede filiarse en el Imperio Romano. La Iglesia Católica, en tanto que heredera de esa noción de articulación y dominio, logró sostenerla hasta la Reforma Protestante. Esto es, hasta 1520; los escritos reformistas de Martín Lutero (1483-1546) incendian Alemania, resquebrajan esa unidad y se esparcen por la Europa sajona; la creencia “natural”, así como la imposibilidad histórica de un orden laico, comienzan a quedar definitivamente atrás. El primer gran relato de la historia occidental –repetición a perpetuidad de la biografía de Cristo– pierde fuerza pregnante, pero crisis no supone su desaparición, sino la necesidad de sucesivas reformulaciones. La ilusión de la eternidad cae. La teología queda ahora en manos de la historia.
A partir de la Reforma creer equivale a trabajo personal, la decisión de sostener y alimentar esa fe, o la posibilidad de abandonar directamente la fe como problema. Ese fue el duro descubrimiento de Pascal (1623 – 1662). La Europa cristiana, con sus cruzadas y su máquina de vender indulgencias, entraba en un cono de sombras, no sin librar una gigantesca batalla contra la “herejía” cismática protestante, con los brutales instrumentos de la Inquisición bajo la dirección de la Compañía de Jesús.
La guerra religiosa amenazó las nacientes estructuras nacionales. Alemania y Francia, Inglaterra y Holanda fueron escenarios de cruentas guerras de religión. Miles de muertos costó, supuso el nuevo mapa nacional cavado en la disolución del imperio de Carlos V. La intolerancia religiosa impuso primero las iglesias nacionales, con el consiguiente retroceso del poder romano, y más luego la separación de la Iglesia del Estado. La religión dejó de ser una cuestión de Estado. Y la victoria de la tolerancia terminó siendo siempre derrota del catolicismo romano.
El siglo XVIII arrinconó definitivamente, tras la exitosa batalla cultural librada por los defensores de la enciclopedia, ese sanguinolento “universo teológico”, permitiendo, facilitando, creando el primer mercado cultural con prensa periódica. La nueva fe en la razón universal, en las posibilidades del mundo burgués, terminó siendo de buen tono. Ya no se trataba de aceptar el eterno martirio de Cristo, un nuevo mundo, al menos la idea revolucionaria de reformar el viejo, se abrió paso. Y Voltaire (1694-1778) terminaría siendo no sólo un afamado pensador francés; reyes y príncipes de la culta Europa, al igual que los buenos burgueses, compartirían con él cartas y tertulias, los salones donde latía el nuevo horizonte terminaron siendo hegemónicos, la victoria de la razón conquistó las cortes, pero la cosa no se detuvo ahí.
Una clase que gobernaba la producción, sin sujetar al Estado, buscaba el poder. Una nueva Europa laica y nacional se abrió paso; la Revolución Francesa fue su complejo instrumento. Mientras la Europa reaccionaria invadía Francia, Inglaterra ponía en marcha el ideario de Adam Smith (1723–1790) mediante los escandalosos métodos de la Revolución Industrial. Con el impulso de la guillotina, Robespierre (1758-1794) y los jacobinos hicieron flamear las demoníacas tres banderas: Igualdad, Libertad, Fraternidad. Todavía se trataba de la monarquía constitucional, pero la traición de Luis Capeto impuso la decapitación del rey de los franceses, ante el enmudecido asombro de toda Europa. Algo reputado imposible había sucedido, un dios viviente (un rey por gracia de Dios) había sido ajusticiado. Un nuevo gran relato nació en los arrabales de París, y los soldados de la república lo desparramaron con sus bayonetas: los hombres podían ser iguales y libres. (No era tan cierto, ese genérico “el hombre” no incluía a las mujeres. Y tampoco a los negros de las colonias francesas. En Haití, el intento igualitario costó 200 mil muertos).
Entonces, la unidad europea terminó siendo un subproducto del imperio, y Napoleón (1769-1821) su demiurgo militar. ¿Los enemigos? Gran Bretaña, la realeza desplazada, y la voluntad popular por seguir un camino nacional propio. En España y en Rusia, bajo las banderas del nacionalismo monárquico, el pueblo se batió con inusual heroísmo. En España mordió el polvo, eso sí, demostrando que los ejércitos franceses no eran imbatibles; en Rusia, quedó claro que la voluntad de la compacta mayoría cuenta.
Gran Bretaña pasó de aprovisionar económicamente a los combatientes de la Santa Alianza, a encabezar la lucha contra Napoleón. Y en Waterloo, el 18 de junio de 1815, el duque de Wellington restableció el nuevo orden político y militar de Europa. La Revolución Francesa había concluido su ciclo. Para que la unidad nacional alemana no se constituyera en el nuevo centro, Francia no debía ser balcanizada. Por eso sobrevivió, para que Gran Bretaña no tuviera que enfrentar una Europa unificada. Y asegurara su primacía por ese camino. Entonces, un nuevo relato, el liberalismo político inundó Europa. Decía que el progreso infinito era posible.
La Revolución del 1848 desmiente tan osada hipótesis. Ni el fantasma del socialismo, ni la ruta de la revolución burguesa, organizan la Europa de las naciones. El conservador ascenso de Bismarck (1815–1898) facilita la unidad alemana. El jefe de los junkers prusianos no detiene sus tropas en los límites del Reich. El corazón de Francia industrial, Alsacia y Lorena, es ocupado por el ejército alemán. El motivo del antagonismo franco-alemán, el control de la cuenca del Ruhr, queda definitivamente constituido. Dos guerras mundiales se librarán para controlarla, pero el diferendo no tendría solución militar.
Con la Gran Guerra (1914–1918) el enfrentamiento entre potencias imperialistas por el reparto del botín colonial busca salida militar. En medio de esa espantosa carnicería (con millones de muertos) surge la Revolución Rusa. El relato revolucionario socialista gana el centro de la escena. Pero las llamaradas de Octubre se apagan en 1927, siniestros personajes –Stalin (1878-1953) y Hitler (1889-1945)– expresan la revolución derrotada, y la II Guerra Mundial es su cumbre monstruosa. Hiroshima y Nagasaki, los hornos crematorios y los campos de concentración, colorean otra Europa. Y desde el fondo de esa historia inenarrable, que la derecha más arcaica intenta negar, mediante el acuerdo franco-prusiano, los europeos constituyeron como propio el nuevo horizonte de los EE UU: el welfare state.
La democracia dejaba de ser el simple derecho a votar quién decide, garantizaba salud y educación, vivienda y vacaciones pagas, entretenimiento y cultura de masas. La amenaza de los misiles soviéticos garantizó ese bienestar. Mientras los partidos comunistas y socialistas, en Francia e Italia, apenas negociaban un reparto más igualitario de la riqueza nacional. La revolución fue definitivamente desterrada. Y Mayo del ’68 en París, al igual que Praga del ’67, se lo hizo saber a todo el mundo. Con la caída del Muro de Berlín en 1989, y la implosión de la Unión Soviética en 1991, la victoria del capitalismo pareció inconmovible. La amenaza atómica quedaba desterrada y los europeos respiraron de otro modo. La lógica del capital financiero –hegemónico en el orden global– se salteó todas las reglas. Los instrumentos que forjara la política –regulación y control– fueron dejados de lado. La lógica de la ganancia fácil, y la especulación permanente, no se detuvo. El sistema financiero explotó y todos corrieron en su auxilio. Una especie de socialismo de Estado al revés (las pérdidas se socializan, las ganancias se privatizan) se puso en marcha. Y la crisis estadounidense se volvió europea, y la europea, global. En ese punto estamos, y si algo nos dice el vórtice de la crisis, la terrible situación griega y española, es que el sueño europeo hace mucho que dejó de existir. Y un ominoso silencio nos llega del otro lado del mar, nunca imaginé semejante distopía. <
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