martes, 13 de diciembre de 2011

A 183 años del fusilamiento de Dorrego

El asesinato de Dorrego o la matriz de la traición

Publicado el 13 de Diciembre de 2011

‘La traición nunca prospera’, dice una frase atribuida tanto a Shakespeare como al poeta inglés Sir John Harrington. Tengo mis dudas sobre eso. Los que traicionaron a Dorrego instalaron dos siglos de infamias y terror en la política argentina.

“La traición es jodida en los leales; de los que vos no esperás nada, te importa un queso.”
Carlos “El Indio” Solari

Dorrego derrocado y fusilado es el antecedente de muchos de los males que sobrevinieron en los 200 años de construcción política de la Argentina. El primer golpe de Estado, han dicho muchos. Un “acto necesario” han justificado los cagatintas de la historiografía oficial. Como fuere, atar el crimen más infame e inexcusable de nuestra historia a la malquerencia de unos pocos leguleyos niños bien de Buenos Aires, o la falta de aptitud y raciocinio de Juan Lavalle, “la espada sin cabeza”, es siempre una mirada reduccionista que sólo puede esconder alguna trampa hermenéutica.
La Historia es ese necesario puñado de asuntos que se conjuran para que algunos hechos ocurran. Lo de Manuel Dorrego es eso: una suma de cuestiones entre las cuales la traición tiene un altísimo grado de incidencia.
No habré de extenderme en hechos por todos conocidos. Los errores políticos y económicos de Rivadavia lo obligan a renunciar y luego de algunas idas y vueltas, Manuel Dorrego asume como gobernador de la provincia, lo que parece ser la confirmación de la caída final del unitarismo… pero la conspiración ya estaba en marcha.
El complot tenía su base de sostén militar: el desánimo, la anarquía y la furia reinaban en las tropas destacadas en la Banda Oriental, quienes regresaban a Buenos Aires embroncadas por la irregularidad en sus salarios. Esta desmoralización generaba un caldo de cultivo óptimo para volcar propaganda opositora. El propio Juan Manuel de Rosas manda un aviso: “El ejército nacional llega desmoralizado por esa logia que desde hace mucho tiempo nos tiene vendidos.” Pero Dorrego no le cree. Ni a Rosas ni al resto. Su concepción cuasi romántica sobre el honor de soldado sumada a su camaradería de armas con varios de los oficiales que comandaban esa tropa y su conocimiento de Juan Lavalle (los rumores sostenían que sería él, el jefe del golpe revolucionario) lo hacían negar las noticias.
Acaso haya sido ese su primer error. Pero también fue esa la primera de las traiciones que marcan aquel momento histórico. La ingratitud de sus camaradas y la perfidia de Lavalle toman desprevenido a Dorrego, lo que permite que el 1 de diciembre de 1828, las tropas ocupen la Plaza de la Victoria. Dorrego debió abandonar el fuerte por la puerta trasera. Horas más tarde, un centenar de personas reunidas en la capilla de San Roque elegían gobernador a Juan Lavalle y la historia anotaba el primer golpe de Estado en nuestro país.
Dorrego no huye; sólo se preserva para dar pelea. Va en busca de Rosas y juntos suman las voluntades de paisanos e indios lanceros… unos 2000 que nada pueden hacer contra los 600 hombres que comanda Lavalle, soldados profesionales que venían de pelear la Guerra del Brasil.
Dorrego es derrotado en Navarro y vuelve a escapar. Siempre con la esperanza de poder vencer a quienes lo habían derrocado. Va en busca de su amigo el coronel Pacheco, quien comanda el 5º de Húsares. Se encuentran en la estancia El Clavo. Matean largo en el puesto. Pacheco intenta disuadirlo pero Dorrego, golpeado y perdidoso, aún se siente gobernador de Buenos Aires. A la reunión se presentan los comandantes Bernardino Escribano y Mariano Acha, este último amigo íntimo de Dorrego. El general se pone de pie y avanza para abrazar al recién llegado pero el otro lo detiene con un seco ademán: “Entréguese prisionero”, le dice sin más.
Uno puede imaginar, entre las nieblas del tiempo, la sorpresa y la decepción. Acababa de levantarse, como una ola, la segunda gran traición que imprime esta saga. Los dos oficiales que lo detienen le debían sus últimos ascensos y Acha, además, es casi un hermano. “Compadre, ¿se ha vuelto loco? Pues no esperaba de usted semejante acción”, lo increpa Dorrego. Pero se entrega manso porque aún cree.
Las órdenes de Buenos Aires para estos perjuros de poca monta son trasladarlo a la Capital pero el coronel Rauch, otro enemigo declarado de Dorrego, cambia de rumbo y lo lleva hasta Lavalle.
El resto es conocido. Lavalle se niega a recibir a Dorrego y le dicta su sentencia de muerte a través de un subalterno. Tiene, sobre su escritorio, la carta de Juan Cruz Varela en la que el poeta unitario lo presiona diciéndole: “(…)este pueblo espera todo de usted, y usted debe darle todo”, y luego cierra su misiva: “Cartas como estas se rompen.” Todo era simplemente fusilar a Dorrego. Lavalle “olvidó” romper la carta.
En ese acto se inscribe la tercera traición. Dorrego, que prácticamente ha abandonado la vida militar para volverse un político, espera que Lavalle honre el uniforme que viste recibiéndolo como a cualquier soldado derrotado. Pero el “vencedor” ni siquiera tiene la valentía de informarlo personalmente sobre su fusilamiento.
Una tragedia en tres actos en los cuales la traición aparece como “leitmotiv” del relato. Dorrego es traicionado en su fe porque cree que sus compañeros de armas eran incapaces de derrocarlo; es traicionado en sus sentimientos cuando hombres de su más íntima amistad son los que lo apresan y lo entregan y es traicionado en su honor de soldado cuando su vencedor ni siquiera lo sentencia personalmente.
La “traición nunca prospera”, dice una frase atribuida tanto a Shakespeare como al poeta inglés Sir John Harrington. Tengo mis dudas sobre eso. Los que traicionaron a Dorrego instalaron dos siglos de infamias y terror en la política argentina.
Sé que Dorrego es traicionado y sé, también, que es él quien abre la lista de los asesinatos políticos brutales de nuestra historia. Pero sobre todo sé que, como sostiene el filósofo Ernest Renán, “sólo se es mártir por las ideas de las que uno no está seguro. Se muere por las opiniones, nunca por las certezas; por lo que se cree, no por lo que se sabe. Cuando se trata de creencias, el gran símbolo y la más eficaz de las demostraciones, es morir por ellas.”
Y sé que Dorrego lo sabía. Así sea. <

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